Dom 31.03.2013
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MUESTRAS > PINTOR, DE DIEGO VERGARA, EN FOSTER CATENA

EL AMANTE DEL OFICIO

Con apenas seis cuadros colgados en dos amplias salas de la Galería Foster Catena y un texto sobre ellos, Diego Vergara deja de lado sus naturalezas para dar paso a sus visiones. Donde antes pintaba naturalezas texturadas, detalladas y de una técnica de otro siglo, ahora cierra el foco sobre los infinitos matices del blanco que rodean los rostros muertos de Romeo y Julieta. Donde el texto declama, la pintura hace silencio. Y de esa fricción nace Pintor, una muestra incómoda y a la vez plácida e hipnótica.

› Por Verónica Gómez

Antes, la floresta era el Edén, un escenario agreste y bucólico, el sitio propicio para que frutas gigantes y sonrosadas se abrieran paso entre el follaje de arbustos y árboles cuyas copas sumamente domesticadas restringían cualquier atisbo de exuberancia. En ese entonces, la pintura de Diego Vergara (San Lorenzo, Pcia. de Santa Fe, 1980) prefería esos parajes para demostrar una pericia técnica propia de siglos pasados; óleo sobre lienzo minuciosa y obsesivamente elaborado que nutría texturas, finas veladuras, el detalle ínfimo pero fundamental de la sustancia que compone cada cosa de la naturaleza. Así, el peso y calibre exactos de cada material, sea vegetal, mineral o animal, quedaba documentado exhaustivamente en pinturas de pequeños formatos. Ventanitas para asomarse a un mundo recatadamente fantástico. Algo de parquedad latía en estos mundos, a pesar de la variedad e intensidad de los colores. La pintura de Diego Vergara podía declararse sin duda alguna, salteando siglos, pariente cercano de las imágenes tramposas de Magritte y de cierto ordenamiento escenográfico del paisaje desarrollado en la pintura flamenca. En la muestra Pintor, vigente en la Galería Foster Catena hasta principios de mayo, Diego Vergara abandona momentáneamente el paisaje para abordar con eficacia fragmentos de visiones cuidadosamente seleccionadas: un vestido, rostros de amantes caídos en desgracia, la esquina de una cama, una bolsa de nylon, un conejo luminiscente.

LA POSIBILIDAD DE UNA ISLA ANACRONICA

En un paseo rápido por las salas, la muestra de Diego Vergara puede resultarnos pura, bella y amena pintura bien hecha, apta para dejar retozar la vista con placer y pereza. Pero no. Es una muestra conflictiva. Tratemos de rastrear el origen de los ruidos incómodos, mucho más allá del óleo sobre lienzo:

Pocas pero laboriosas son las piezas que componen la muestra. Apenas seis cuadros de formato mediano distribuidos estratégicamente en dos salas generosas. La cantidad de texto acuñado por el artista y reunido en un librito es inversamente proporcional a la cantidad de obras. Dos cosas quedan claras: Diego Vergara pinta con la misma intensidad con la que escribe. Y en esta ocasión ha decidido mostrar una de sus pasiones más que la otra. No sabemos si su decisión es deliberada. Pareciera que no. Que no es cálculo sino imposibilidad lo que lo lleva a multiplicar las palabras y acotar la pintura. Imposibilidad de que el pincel declare –y relate– aquello que sólo la palabra pareciera capaz de escudriñar. Sin embargo, el frondoso texto que Vergara ofrece a sus “leedores”, como a él le gusta llamarnos, más que como pieza literaria independiente, funciona como declaración de principios. El texto, si cabe suponer que en su génesis se propuso acompañar a la obra, crear un mapa de resonancias poéticas, ampliar los horizontes y anclar visiones extraordinarias en el papel, en los hechos termina compitiendo con ella. Al punto que dan ganas de mandar a callarlo para que la pintura hable por sí misma. Como cuando le preguntamos algo a un niño y termina respondiendo el padre o la madre por él. Queremos escuchar al niño, con sus palabras, no la traducción superyoica. Lo mismo pasa aquí, nos basta y nos sobra con la contundencia pictórica de Diego Vergara. Vale la pena detenerse entonces en algunos aspectos de su escritura para apuntalar esta sensación.

El tono literario adoptado por Vergara es rotundamente anacrónico. Si un artista es artista siempre, hasta cuando barre el piso o va al supermercado, el artista al que apela Vergara tiene un tono mesiánico y grandilocuente que nos impide imaginarlo en tareas vulgares o poco auráticas. Este artista, si se corta las uñas del pie, hará de ello una revelación estridente y elocuente, a la manera de un William Wordsworth abrazando la Belleza (léase con mayúscula) de un vergel recóndito del que brotan astillas de luna. Vergara, como suele pasar, pareciera necesitar inventar un personaje para ponerse a pintar. Un personaje que resulta un disfraz –en tanto disfraz no menos real– robado de un pasado idealizado, con el que el artista podrá recorrer hasta el mínimo rincón de una puesta en escena repleta de exaltaciones. La felicidad para el romántico, gratamente salpimentada con altas dosis de dramatismo, siempre es cosa del pasado.

Citemos un fragmento de su texto: “¡Cáscara opresiva te pido que dejes de cuidarme, es momento de que pierdas vigor! ¿Tan salvaje es el que se esconde que trato de mantenerlo en su jaula? ¿Hago bien?”. Nadie de este siglo habla así, y por esa artificialidad con que se reviste la voz del artista, resulta difícil creer en la lucha feroz que nos cuenta que encarna. ¿A qué obedece la elección de Vergara de calzarse un traje del siglo XIX? ¿Será demasiado banal nuestro mundo contemporáneo, demasiado carente de intensidad para justificar el acto de pintar? El texto de Vergara apela a posiciones trágicas, pero esas posiciones son plumitas en el viento, no tienen asidero. La tragedia de Romeo y Julieta, de quienes el artista pinta retratos de una calidad pictórica extraordinaria, es tragedia porque un destino que resulta inevitable resulta coronado por la muerte. Si hay tragedia porque hay llaga, hay conflicto irresoluble y hay heroísmo, hay sacrificio y orgullo... la situación descripta por Vergara carece de esos condimentos, por lo cual el tono trágico se vuelve kitsch. “Todo lo trágico se basa en el contraste que no permite salida alguna. Tan pronto como la salida aparece, lo trágico se esfuma”, decía Goethe. Para desesperarnos por la salida tenemos que creer primero en el encierro. Habría que preguntarse entonces cuáles son las características y formas que adopta el sentimiento trágico en la contemporaneidad.

Sin embargo, la voz del artista no deja de ser valiente, pues se atreve a algo a lo que no muchos se atreverían: a hacer el ridículo. ¿Cómo no caer rendidos de ternura ante un personaje tan parecido en su desorientación cronológica y las formas torpes de su galantería al que interpreta Brendan Fraser en Blast from the Past? Por supuesto, el anacronismo puede resultar cándidamente seductor.

BENDITA PINTURA

Si bien el texto, en sus zonas más remanidas, difícilmente se sostiene como pieza literaria, la pintura, en cambio, no sufre las mismas consecuencias.

¿Es análogo el gesto pictórico de Vergara al gesto literario? Sí y no. También en la pintura el gesto puede ser grave y dramático, pero no es grandilocuente. Ambos echan mano a formas del pasado. Sin embargo, en la pintura hay menos postura y más acción. Y la acción es meditada, amorosa con el material. Trabajosa. Tediosa. Delicada. ¿Cuántas calidades de blanco se pueden encontrar en la superficie reflejante de una perla? Diego Vergara explora en la pintura esas calidades con una sensibilidad e insistencia que no le temen al tedio. Las convierte en vestido. Las convierte en conejo. Las convierte en fantasma iridiscente de conejo. Las convierte en bolsa de nylon. Y convierte la bolsa de nylon en un retrato. Y esa metamorfosis no necesita palabras. Lo que en el texto leemos como enunciados y proclamas, en la pintura vemos lo innecesario de cualquier actitud declamatoria. Las imágenes de encuadres fotográficos (una esquina de la cama con un libro abierto donde vemos una obra de Matisse, por ejemplo) quitan peso al discurso pero ganan en profundidad. Ganan en concentración de materia. Y la concentración de materia se disgrega plácidamente en la multiplicación de los matices del color blanco. La lucha del Pintor, blandiendo sus pinceles como espadas medievales ante un caballete (o caballo) que sostiene a su “maldita” enemiga (la Pintura), aparece invocada en el texto de diferentes maneras. Pero en la pintura los ánimos se calman. Se pulen. En el fragor del acto de pintar el traje del siglo XIX se deshilacha hasta desvanecerse. Entonces la magia es posible.

La de Diego Vergara es una pintura profundamente silenciosa. El díptico donde retrata a Romeo y Julieta muertos (o dormidos) es delicioso. Mirado bien de cerca, aparecen en el pómulo de Julieta unas manchas verdosas que por su factura gestual se separan del conjunto. Esa levedad en la dislocación sólo puede ser realizada por un amante del oficio. Algunos de los encuadres fotográficos pueden ser violentos: el corte en el cuello de los amantes, el corte (también a la altura del cuello) del vestido que se luce de espaldas y que por cierto efecto plano en la imitación del volumen hace tambalear la certeza de si habrá o no una dama envuelta allí, son cortes drásticos pero no de manera ostentosa. Una violencia meditada, seductora e inescrutable aparece en sus visiones.

Puestos a competir, el pintor le saca varios cuerpos al escritor. Pero sin la fricción que el escritor nos trae, tal vez no apreciaríamos tan cabalmente al pintor maravilloso. “El que no arriesga no gana” y no cabe duda de que Diego Vergara, caminando por cornisas cubiertas de hielo, es un artista arriesgado.

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