Domingo, 2 de junio de 2013 | Hoy
Durante muchos años Fito Páez escribió canciones, se subió a los escenarios más difíciles, leyó muchísimos libros, mantuvo conversaciones filosóficas hasta altas horas de la madrugada, filmó películas y vivió públicamente su amor después del amor, pero nunca pensó que podría llegar a escribir una ficción literaria. Hasta que un día, algo cambió. Algo que no le había pasado antes: se descubrió escribiendo frenéticamente, con la misma intensidad que suele reservar para la música y más ocasionalmente el cine. El resultado, después de tres años, es La puta diabla (Mansalva), su primera novela, un relato que empieza como una historia de amor loco y luego se transforma en la caída y resurrección de su protagonista, narrada en clave de farsa delirante, un poco a la manera de Copi y otro poco bajo la luz bienhechora de Almodóvar.
Por Martín Pérez
Una fiesta tanguera de madrugada en su apogeo. Un baño salvador, pero sin papel higiénico a la vista y un canario de suave plumaje que resulta condenado ante la urgencia. Ambientada hacia fines de los años ’40, en la casa de una viuda que estaba loca por Troilo, y con un tal Garufa (porteño de ley, compañero de tropelías de Pichuco y erudito del tango) como protagonista, la inolvidable anécdota asoma en las primeras páginas de La puta diabla, la flamante novela de Fito Páez, en la boca de Félix Ure, su protagonista. Abierto homenaje a su admirado Alberto Ure, el director de teatro, y al mismo tiempo un alter ego del autor, el Ure de Páez también se dedica al teatro, pero no deja de lado el cine ni la música. Comparte la anécdota ante un camarín repleto, luego del exitoso estreno de su última película, y Fito explica que necesitaba demostrar el carisma de su protagonista apenas comenzada la historia, y por eso el lugar, la atención, todas las miradas centradas en él y, finalmente, las carcajadas.
Uno de los tesoros de la lectura de La puta diabla es, justamente, ir encontrando historias como la que Páez pone en boca de Félix, y desentrañar las pistas que permitirían sacarlas de la ficción y agregarlas a su biografía. Sentado en la cocina de su casa con un café, un grabador y una botella de agua, Fito se ríe ante la mención de otra anécdota, que aparece hacia la mitad del libro, en la que a un Félix pasado de todo se le cierra accidentalmente la puerta de su cuarto, y termina vagando desnudo por los pasillos y ascensores de un hotel neoyorquino. “Son escenas que te sirven para jugar, pero son los detalles más frivolones –explica–. Su función es aliviar la presión a la que están sometidos los personajes. Pero no creo que esté ahí la materia del libro”, advierte Páez, que confiesa haber pasado tres años sumergido en su escritura.
“Fue muy fuerte el llamado del texto, no es que de pronto dije voy a ser escritor y me puse a escribir ni nada de eso –aclara Fito, que asegura ya no recordar qué fue lo que lo empujó a sentarse frente a la computadora. Pero sí subraya que finalmente se enganchó en serio, tal como le pasa habitualmente con la música o el cine–. Me fui metiendo ahí dentro, preguntándome de qué se trataba todo esto, por qué estaba tanto tiempo ahí sentado –confiesa–. Pero también fue un trámite gozoso, nunca entendí eso de la angustia ante la página en blanco, no pasé por nada de eso”, se entusiasma Páez, que editó su libro en un sello alternativo, Mansalva (editorial, por ejemplo, de una revulsiva biografía de Osvaldo Lamborghini y de la poesía de Fernanda Laguna), y ya tuvo una primera aparición pública firmando ejemplares en la Feria del Libro. Pero aún no lo ha presentado oficialmente. Y asegura que, salvo las charlas con su editor, Francisco Garamona, Horacio González, y algunos intensos intercambios con el poeta Martín Rodríguez –que firma el texto de la contratapa– aún no ha hablado de su novela con nadie más. Esta es la primera nota que otorga para hablar de un relato que arranca como la historia de un amor loco, y termina siendo, como él mismo bromea, algo así como su propio Todo sobre mi madre.
¿De dónde salió la anécdota de Troilo, la viuda y el canario?
–Me la contó Roberto Goyeneche, pero está muy exagerada. Era mucho más corta de lo que aparece en el libro. Pero cuando la contaba el Polaco, te quedabas igual de hipnotizado. Y te matabas de risa.
Un cuarto de siglo. Ese es el tiempo que separa a Fito Páez de su primer libro, en realidad un volumen de conversaciones con Horacio González, titulado excesivamente con el primer verso de la canción “Tatuaje falso”: Napoleón y su tremendamente emperatriz. “Me siento ajeno a la literatura –confesaba Páez casi al final de esa charla de veinticinco años atrás–. Siempre estoy con un libro encima. No sé por qué me atrae meterme en un libro. Prefiero tocar... hacer música. Pero quizá, cuando sea más viejito, me ponga a escribir”, aseguraba entonces el músico que acaba de cumplir 50 años, y que sonríe ante el recuerdo recién desempolvado. En aquella charla antigua, Páez también se confesaba un lector vago y poco ordenado, algo que asegura que hoy en día es exactamente igual. “Sigo siendo un lector desprolijo que puede ir de Derrida a Copi, y de Martínez Estrada a Oscar Wilde”, ejemplifica Páez, que si bien desde muy joven recuerda haber escrito “cuentitos, palabritas y pavadas” aquí y allá, finalmente esquivó la letra escrita escapando hacia el cine. Pero cree que en sus canciones siempre se pudo descubrir un gusto por el relato.
“El otro día, escuchando ‘Construcción’ de Buarque antes de cantarla en el acto del 25 de Mayo, me sorprendía otra vez por lo bien que estaba construido el relato, su modernidad, hasta la perfección de sus rimas esdrújulas. Pero también cómo, en medio de toda esa joyería de palabras y técnicas, Chico Buarque nunca pierde de vista el cuento”, explica Fito, quien confiesa que su temprano tema “En la cuerda floja”, incluido en el debut de Baglietto, era apenas la versión de un niño ante el mismo drama: un obrero al límite de su vida. “Claramente influido por Buarque”, concluye, subrayando su temprana filiación con la música antes que la literatura.
Pero aun así, en cada disco con canciones de Páez –primero con Baglietto, después solo– siempre hubo al menos un relato. Y también, desde muy temprano, esos relatos empezaron a mezclar autobiografía, como en “El loco de la calesita” (Se arrancó de a uno los dientes y se salvó por ser clase ’57). “Siempre hubo cositas –concede Fito–. Me da mucho placer descubrir que todo lo que estaba ahí en aquellos años, sigue estando. No hay que renegar de eso, me caen muy mal los artistas que reniegan de las cosas que escribieron cuando eran jóvenes. No vaya a ser que Mamá Literatura los rete.”
Pero antes de Mamá Literatura llegó Papá Cine, según se desprende de su propio relato. “Es que en ese momento, con Vidas privadas, necesitaba imágenes. No me sentía con armas para poder contar esa historia en un papel. La escritura vino después”, explica Páez. Y precisa que curiosamente se sentaría a escribir después de cada atracón de cine. Intentando ensayos sobre Lubistch, buscando descubrir qué hacía Hitchcock con la cámara, o subiéndose a un ring imaginario para pelear con los textos de Serge Daney. Un ejercicio con el que se iría entrenando en soledad –y apenas exhibió en público con las columnas que escribió al comienzo de la revista ADN– hasta que estuvo listo para la irrupción de La puta diabla en su vida. “El día que te conocí/ vomitaste tu asco por el mundo/ el vino rojo y la pared/ del hotel más caro del país”, canta Páez en la canción del mismo título, un tema que quedó afuera de Confiá (2010), y que ahora cierra como bonus track su disco El sacrificio.
Un drama en dos actos. Así se puede dividir a la novela de Páez. Por un lado, la historia de un amor desaforado y suicida, protagonizado por su Ure, Félix. Pero que es un evidente guiño al Ure real, Alberto, ese hombre que –al decir de Fito– donde él estaba, siempre era lo mejor de la fiesta. “Un hombre inquieto que se metía con los sindicatos y de ahí se iba al ensayo de sus obras.” En la segunda parte de la novela, ese personaje hipnótico, que se desplaza cómodamente por todas las ramas del arte popular, vivirá su caída y su delirante resurrección, convertido en un particular linyera luego de haberlo perdido todo; un personaje mitad Macedonio Fernández, mitad Conde de Montecristo.
“Lo que más me gusta de esa segunda parte es que recupera en los ranchos lo que perdió cuando se fue transformando en ese muñeco de la burguesía del espectáculo, que son los valores y el sentido de la solidaridad –cree Páez, que revela haberse sorprendido con lo que fue apareciendo durante el proceso de escritura–. Porque si bien el libro es en parte un ensayo sobre el amor y la pasión, terminó siendo una manera de entender ciertas tensiones sobre mi madre. Aun cuando, decididamente, no se trate de una novela autobiográfica. Por más que pueda parecerlo por ciertos detalles.”
Uno de esos detalles es que el nombre de la madre de Félix es el de la madre de Páez, Margarita. Y también el “detalle” de haberla perdido muy temprano en su vida, casi sin haberla conocido. Fito perdió a su madre cuando aún no había cumplido ocho meses. “Mi vieja se fue al poco rato, y algo de mí con ella”, recordó en un texto autobiográfico escrito a comienzos de los ’90. Tal vez por eso es que confiesa haberse sorprendido cuando por primera vez apareció inesperadamente la madre de Félix durante la escritura. “Félix había vivido toda su vida dialogando con Margarita, su madre muerta”, se lee en La puta diabla. “Llegó un momento que fue como El corazón de las tinieblas. Me dije: ‘Uy, ¿dónde me metí?’. Hubo mucha carne viva, pero también mucho disfrute. Hace años que no gozaba tanto con una experiencia creativa, enganchado en el proceso, jugando con los personajes, editando sin necesidad de tener un montajista al lado.”
Cuando tuvo la primera versión lista, Fito asegura no haberse reconocido totalmente a sí mismo. “‘¿Para quién estoy escribiendo esto?’, me pregunté. Necesitaba más disfrute, y ahí es donde apareció Copi”, cuenta Páez, una máquina de tirar referencias culturales dentro de la novela, pero medido a la hora de hablar de ella.
“Uno de los libros que leí durante la escritura fue Crítica y ficción, de Piglia. Admiro mucho los silencios de Ricardo en sus ficciones. Tal vez esa primera versión me salió muy pigliana, entonces. Todavía me faltaba algo para sentir que el libro fuese mío. Ahí apareció el delirio final, la referencia a Copi. Y también a ¿De quién es el portaligas?”, agrega con una sonrisa pícara, refiriéndose al disparate almodovariano de su última película.
“Este es un libro que escribí como hice todo en mi vida: sin pedir permiso, y sin estructura académica. Yendo por la pasión, que es donde yo me siento vivo”, asegura Páez, quien explora con ganas los límites de dos recursos narrativos en su historia: el género epistolar y las escenas de sexo. “Lo epistolar revive con los mails, pero ya no hay espera entre esos intercambios escritos. Es todo ya, todo ahora, y ésa es la naturaleza de la relación de Félix con Casimira.” Y cuando llega el turno de escribir sobre sexo, Fito lo hace sin ninguna sutileza, y casi no reconoce referencias. “Bukowski era muy escueto en sus polvos, y los de Miller siempre me parecieron demasiado líricos –explica–. Prefiero la pornografía, las cartas de lectores de la Playboy. Había que intentar meter al lector dentro de esos polvos, por eso tanto detalle. Me calentaba escribiendo esas escenas. Mis personajes cogen, y yo tenía que contarlo.”
Durante la pausa obligada de la sesión fotográfica, que involucra a Pichu, la perra de la periodista Julia Mengolini, su actual pareja, Páez se ríe ante la mención de uno de los personajes secundarios más recurrentes en la novela, la crítica Susan Ostegarken. “No es nadie en especial, sino que es una mezcla de todos los periodistas y todos los que dijeron cosas sobre mí alguna vez”, asegura, y se encoge de hombros cuando agrega: “Alguna vez me tocaba a mí”. La otra aparente venganza llega en la segunda mitad del libro, cuando Buenos Aires sufre azotada por un feroz temporal, fechado en el año 2018.
“Yo no me enojé con todo Buenos Aires, me enojé con la mitad”, aclara Páez, que hace rato decidió dar por terminada la polémica que, hace dos años, disparó la columna que escribió en Páginal12 después de la reelección de Mauricio Macri. “Fue un texto escrito en caliente, y ahora, a la distancia, si pudiese volver a hacerlo, lo haría con un poco más de humor. Pero lo que me pasó es que sentía que había aguantado muchas cosas. No podía creer que Buenos Aires fuese eso.” Al volver sobre la polémica, Páez trata de ser cuidadoso. Señala que el problema con las máquinas mediáticas es que necesitan alimentarse todo el tiempo. Y que él no se siente parte de ese menú. “Porque en el medio de todo eso estoy criando a mis dos hijos. Tengo que traer comida a la casa. Y tengo que hacer discos, y películas, y libros. Entonces, la mirada de los otros sobre mí es algo que me tiene sin cuidado. Cuando un tipo te cruza por la calle y te insulta, pensás: ‘Pobre tipo’.”
¿Te pasa eso?
–Alguna que otra vez. Pero para mí esto es simplemente parte de la libertad que ejercí siempre. Ahora me acusan de ser K, pero antes me decían puto y falopero. Siempre hay alguien que está en contra de que las cosas sean mejores para todos.
Hace poco, Fito Páez celebró con ganas sus cincuenta años. Convocó a sus amigos con una tarjeta que pintó Charly García. Y no hubo demasiados papelones, se sorprende. “Terminamos todos enteros.” ¿Y el cincuentazo? “Me agarró algo de cansancio, tengo que confesar. Lo siento en los huesos. Pero también estoy muy vital, lleno de ideas. Edité una novela, y estoy entrando a grabar el tercer disco del año, y aún no completamos cinco meses. No es poco”, cancherea Páez, y tiene con qué.
El disco nuevo aún no tiene nombre, pero ya hay catorce canciones listas para empezar a grabar. “Va a ser un disco muy rockero. Los anteriores tuvieron mucha música, así que éste va a ser más básico. ¡Tal como pintan los artistas cuando llegan a viejos, que parecen niños!” Los dos discos previos de Páez recuperan canciones perdidas de todas sus épocas: uno se llama El Sacrificio, contiene los temas más oscuros y acaba de editarse (donde fue a dar “La puta diabla”, y el que tal vez sea el mejor disco de Páez de los últimos años). El otro aún tiene que ver la luz aunque ya está terminado, y se llama Dreaming Marietta. “Es un disco de amor y desamor, como son todos los discos de amor”, explica Fito.
“Pero el único con temas nuevos es el que voy a grabar ahora –enfatiza–. Tenemos un slogan: uno es lo que va. Es el paradigma de la convención. La otra máxima es que los temas no pueden durar más de cuatro minutos. Si no pudiste contar todo en ese tiempo, no servís para esto”, se vuelve a entusiasmar Páez, que insiste con que es un disco de rock. “Una letra dice: Perdoname, no te asustes/ es sólo rock and roll. Por eso es que nadie se asusta tanto en nuestro ambiente por alguna palabra subida de tono o fuera de lugar, dentro de este reino de la corrección o de los juicios en el que vivimos. Así que discúlpennos, porque somos muy incorrectos todo el tiempo. Por eso nos protegemos tanto entre nosotros. Y hacemos el lío donde hay que hacerlo.”
Durante mucho tiempo, la música de Páez tuvo sus referentes. Primero fue Prince, después fue Elvis Costello. ¿Hay algún nombre nuevo? “Me parece que ya no”, confiesa. Explica que a partir de los 40 eso fue. Llegó el turno de explorar el propio sonido. Y también de investigar la música de Mahler, Mozart, Bach. Las composiciones, los intérpretes. “Sin embargo, el disco que hicimos con Leo Sujatovich, Canciones para Aliens, fue un lindo campo de pruebas. Como no salimos a presentarlo en vivo quedó un poco olvidado, pero ahí estuvimos estudiando a muchos autores, de un aria de Verdi hasta la música de Charly García.”
Es admirable esa propensión que tenés a salir de tu zona de comodidad...
–Pero yo estoy cómodo ahí. No es que me salga de mi lugar para generar tensión, simplemente es que la gente se olvida que Charly y Verdi son simplemente notas. Esa tensión que vos ves simplemente no está ahí.
Al final de esta entrevista, antes de empezar a grabar su nuevo disco, Páez cuenta que pasará a visitar a Gustavo Cerati. “Vamos a grabar en su estudio, así que quiero pedirle permiso, recibir algunas ondas.”
¿Vas a visitarlo seguido?
–He ido. Se lo ve bien cuidado. Aunque la ciencia previene sobre los peligros de esperanzarse demasiado, su madre dice que ve progresos. Hay que tener fe. Ahora voy sólo a pedirle su bendición para este nuevo disco.
Ante alguien que ha destacado tanto las virtudes de la casa que construyó la música de Litto Nebbia, Luis Alberto Spinetta y Charly García, eso que llamamos rock nacional, es inevitable preguntarse si no estamos asistiendo al final de un ciclo. “No lo creo”, responde enseguida Fito, y comienza a enumerar sucesores, músicos, artistas, y en el revoleo aparecen los nombres de Pablo Dacal, Babasónicos y siguen las firmas. “Además, yo sinceramente creo que la obra de Luis realmente no la conoce nadie”, asegura Páez, y enseguida agrega que piensa lo mismo de la de Charly y la de Litto. “Cuando algún espíritu curioso quiera investigarla, tendrá para siglos de estudio”, calcula.
“Además, yo los siento muy cercanos: Luis fue un padre de familia ejemplar, un buen amigo y compañero de ruta, y un artista inmenso. También Charly, que es un hombre generoso, siempre presente en los momentos importantes de sus amigos. Son dos personas muy valiosas a las que la Argentina les debe mucho, y lo mismo con Litto. Dentro de la música popular, han mantenido encendida la llama de la libertad. Algo que hicieron todos los días, sin grandes gestos. Si la política tiene la obligación de bregar por la felicidad del pueblo, el destino de los artistas es mantener esa llama de la libertad encendida. Cuando lo hacen, hay que celebrarlo. En mi casa es algo que se celebra todos los días. Mi hijo Martín, cuando pinta, lo hace escuchando a Charly. Y mi hija Margarita me pide que le enseñe a tocar ‘Muchacha’. Yo creo que está todo ahí.”
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