Idea Vilariño encarnó en su larga vida una serie de modelos de mujer tan atractivos como esquivos. La poeta del más desgarrado yo. La joven hermosa a quien una extraña enfermedad laceró la piel. La que reemplazó su primer nombre, Elena, por el insuperable Idea. La del icono de la gabardina negra, manos enguantadas y la mirada implacable. Y finalmente, la musa de Juan Carlos Onetti, a quien le dedicaría el célebre poema “Ya no”, a modo de melancólica despedida. La reciente aparición del primer tomo de Diario de Juventud en Uruguay, en una cuidada edición a cargo de su última editora, arroja luz sobre la infancia y la adolescencia de Idea Vilariño, ofreciendo nuevas facetas para seguir abordando los misterios de su figura y su poesía.
› Por Ana Fornaro
La poeta del yo y del no. La que hizo carne cada palabra, exponiéndose. La que odiaba aparecer en público. La del “Ya no” de los Poemas de Amor para Juan Carlos Onetti que se convirtió en un himno de las rupturas. La que se leyó –y se sigue leyendo– en clave autobiográfica, porque quiso, porque su poesía era ella. La que se llamaba Elena antes de forjar su propio mito. Vilariño, la de la generación del ’45, la gran traductora, crítica y estudiosa del ritmo en la poesía. Idea, la militante que le dedicó un poema al Che y a la revolución sandinista. La parca y sensual Idea. Distante pero encendida. La suicida y la amante. La existencialista antes del existencialismo. Idea la explícita, la que hizo de la autenticidad un estandarte y sedujo –y seduce– a varias generaciones de lectores. La que no necesitaba adjetivar porque “inútil decir más/ nombrar alcanza”. La que vivió a contrapelo porque “era sola”. Esa Idea. La misma que renegó de muchas entrevistas y de algunos premios. La de las fotos. La del garbo. La nocturna. Esa misma, pidió:
“Encargarse de mis papeles, Alma y Mirtha. Solo legibles por ellas. No publicar los poemas tachados. Quemarlos. Destruir estos cuadernos. No lamentarse por mi vida que se ha realizado más divinamente que la mayor parte de las vidas. Solo me preocupa que mis hermanos sean fieles a mi memoria, y a la de nuestros padres, y a sí mismos. Y que los hombres que me amaron sepan que nunca mentí en lo profundo.”
Tenía 25 años, acababa de publicar su primer libro, La Suplicante y ya empezaba a padecer la rara enfermedad que la postraría durante largas temporadas: lacerándole la piel, obligándola a ponerse un velo, a no mostrarse, justo ella, que era tan linda. Pensaba que se iba a morir, como lo pensó tantas veces, aunque nunca dio el salto. Pero ésta no es una carta suicida sino una entrada de su diario íntimo, la última de las “libretas” que aparecen reunidas en Diario de Juventud, la cuidadísima edición de una parte de sus diarios íntimos publicada recientemente en Uruguay. Idea Vilariño, a pesar de la eterna juventud de su poesía y de sus fotos, llegó a los 89 años y, en un gesto similar al de 1945, se preocupó por cuidar su legado. Redactó su testamento y les pidió a las críticas Ana Inés Larre Borges –su última editora– y Alicia Torres que se encargaran de sus “papeles”. Pero esta vez para ser publicados.
Con casi 500 páginas, Diario de Juventud –por decisión de las editoras–- reúne los diarios de Idea que abarcan el período de 1937 a 1945. Vilariño llevaría un diario hasta dos años antes de su muerte y Larre Borges y Torres afirman que este recorte no es caprichoso. Estos años y estos diarios pueden leerse como el prólogo de lo que serían su vida y escritura; algo así como un diario de iniciación.
Pero a su vez ese prólogo tiene su propio prefacio. En 1977, la poeta reconstruyó sus recuerdos de infancia y primera adolescencia en un texto que aparece en el libro como “Memoria Primera” y que busca llenar la ausencia de otros diarios: “Voy a intentar rescatar lo que fueron los años anteriores a los otros cuadernos. Creo que empecé a escribirlos a los once, a los doce años. Posiblemente eran mis cosas de amor, y poco más. Creo que eran mis catorce años. Creo que hablaba sobre mis padres. Sé que hablaba de mi prohibido Ruben, de nuestras citas en el cine (ni siquiera nos sentábamos juntos), de la diferencia de lo que sentía por él; –más espiritual–; y de lo que sentía por Quico –sí, catorce–. Más sensual? Sí, pese a que era una chica, de algo me daba cuenta. Y estaba mi amplia cultura libresca. No recuerdo más. Allí se perdieron dos o tres años de mi vida, porque lo que recuerdo está muy mutilado. Por muy infantil que fuera, fue una pérdida.”
Suerte de ensayo de autobiografía, este primer texto rescata no sólo pasajes –paisajes– de su infancia sino que ahonda en su historia familiar. Cómo conoció Leandro –su padre, poeta anarquista– a su madre, una mujer frágil que leía con voracidad novelas rusas y francesas. También da cuenta de su vida hogareña entre la Calera familiar, la literatura y la música que compartía con sus hermanos Numen, Poema, Azul y Alma. Este no es el período de Idea, sino de Elena, su otro yo. Paulatinamente, mientras se descubría, comenzó a identificarse con su segundo nombre. Y así se llamó para siempre.
Este primer texto ya da cuenta de una obsesión que acompañaría a la poeta durante toda su vida: el registro. Para Idea, lo que no está escrito se escapa, desaparece, se muere. Si está escrito se hace acción. El “yo recuerdo”, que aparece repetido decenas de veces en esta “Memoria Primera”, es otro de los mecanismos de la búsqueda y reafirmación de la identidad, un tema central en su escritura. Idea escribe y luego se lee para encontrarse. En una entrevista con Mario Benedetti en 1971, a pesar de su resistencia a hablar de sí misma por fuera de su poesía, le dijo: “Recuerdo que una noche en Cuba me puse a leer mis propios poemas para saber quién era”. Y a continuación citó uno de sus poemas de No: “No sé quién soy/ Mi nombre/ ya no me dice nada./ No sé qué estoy haciendo./ Nada tiene nada más que ver/ con nada./Tampoco yo/ tengo que ver con nada./Digo yo/ por decirlo de algún modo”.
Pero la poeta llegó aún más lejos. En 1987 decidió pasar sus diarios en limpio. Era eso o quemarlos. Muchos estaban escritos a lápiz y se estaban borrando. Pero decidió rescatarlos. ¿Para no olvidar? ¿Para recorrerse? ¿Para futuros lectores? La tarea solitaria del diarista se ve aquí intervenida por la transcripción de sí misma y la sospecha de que eso va a quedar. Y es aquí, en este gesto, donde se abre el juego y comienzan los cruces, o fisuras, entre sus múltiples escrituras del yo.
Como una precuela de Idea Vilariño: la vida escrita, el libro-álbum que publicó Inés Larre Borges en 2007 donde ya aparecían cartas, poemas inéditos y fragmentos de sus diarios, Diario de Juventud intensifica el gesto de correr el velo y romper con el mito que la acompañó hasta su vejez. Desde la tapa, en este libro no aparece la Idea elusiva, que encarna su foto oficial –gabardina negra, manos en los bolsillos, implacable– sino una adolescente que mira por encima de su hombro con sonrisa de Gioconda. Los ojos no son los mismos. La pose –porque también hay pose– no es la misma. Aunque esté en camino. La Elena-Idea que aparece en la portada de Diario de Juventud es la de una joven de mirada romántica que recién empieza a jugar con su sensualidad. Y no es casualidad. Idea Vilariño atesoraba las fotos y, como en la poesía, se buscaba, se fundaba a partir de sus innumerables retratos. El Diario de Juventud es un registro de sus años de formación, de una “Idea antes de Idea”, como señala Larre Borges en la introducción. La chica que aparece, al menos al principio, dista bastante de esa mujer segura, tan hecha, que quedó fijada en el imaginario de muchos de sus lectores. El principio de estos diarios, cuando todavía tiene 16 años, es casi un repertorio de actividades cotidianas, fiestas y paseos con sus hermanos. En estos años el foco está en su educación, la sentimental y la otra. Las clases de violín, la cerámica, el liceo y los conciertos; sus primeras fascinaciones intelectuales y el despertar de su sexualidad. La intensidad que la caracterizó puede intuirse, pero todavía no está la conciencia. La adolescente se busca a través de la mirada de otro. Pero inmediatamente la cosa comienza a tomar espesor. Como si diera un salto en pocos meses, de la concatenación de encuentros y pequeñas crónicas que rozan el estilo “chick lit”, pasa a una introspección violenta donde ya afloran las preocupaciones y rasgos de una personalidad –su búsqueda de la intensidad, su conciencia y defensa de la soledad, su padecimiento, su vitalidad– signada por los reveses, las contradicciones. Como en las fotos, Idea tiene siempre su negativo.
En estas libretas aparecen sus primeros encuentros amorosos: desde la pasión irrefrenable –afectadísima– de Roberto, hasta su primer amor platónico: el profesor de Filosofía y escritor Emilio Oribe. En el medio, su primera relación duradera, Manuel Claps, a quien conoció en su época liceal gracias a su amiga Sylvia Campodónico y con quien mantendría –-cuándo no– un vínculo lleno de encuentros y desencuentros. Y triángulos. Primero el triángulo invisible Sylvia-Idea-Claps, y luego el más patente, Idea-Claps-Oribe, ya hacia el final.
Pero no sólo de amor vivía la poeta. Una gran porción de sus escritos están repletos de música, conferencias, referencias bibliográficas y lecturas comentadas. Sin embargo, este diario no es solamente la bitácora de una obra en construcción, sino también de una mujer en construcción. Nietzsche se mezcla con un vestido o con un adorno floral. De los manuscritos de Delmira Agustini pasa a la enfermedad de su madre, o al último cumpleaños de alguno de sus hermanos. Los padecimientos más terribles, por sus dolencias físicas o por sus amores, se combinan con una vitalidad a prueba de balas. Los pensamientos y sentimientos más hondos, esa certeza de vivir en un mundo aparte, convive con aspectos pedestres, como buscar un trabajo, mudarse sola, hacerse cargo de las tareas domésticas. Suele decirse que en Idea no hay frontera entre la vida y la escritura; y este diario es la prueba más certera. A su vez, Diario de Juventud puede leerse también como una historiografía de la vida cultural montevideana de los años ’30 y ’40. Un momento en el que la poesía tenía un lugar central, era tema de debate, de discusiones que luego generarían una masa crítica que fue la generación del ’45. Idea, ya de muy joven, transitaba por esos ambientes. Se iba acercando al campo intelectual del que muy pronto sería una figura destacada. Vilariño empezó a escribir poesía desde muy chica y en estos diarios se cuelan poemas de una madurez compositiva asombrosa. Muchos de estos poemas –que copia en sus diarios–- fueron publicados en recopilaciones en los años ’70 y ’90 y finalmente aparecen casi todos en el apartado de “Poemas Anteriores” de su Poesía Completa, editada por Inés Larre Borges en 2002. Publicar, para Idea, nunca fue algo primordial. Además de estas “intervenciones” poéticas, los diarios se alimentan de una copiosa correspondencia. La más recurrente es la que mantiene con Claps –él vivía en Buenos Aires, donde estudiaba– y podría formar un libro aparte. Pero la poeta elegía copiar en su diario las cartas que recibía y las que escribía –incluso las que no enviaba– y armar así un diario-álbum donde aparecen registrados todos sus actos de escritura. Si las entradas de su diario seducen por su estilo, su lucidez y su frescura, las cartas son, quizá, los momentos más afectados de su escritura. Rebasan, se salen del recipiente. A diferencia del diario y sus poemas –ella sostuvo siempre que escribía para sí misma, en la intimidad– en las cartas hay un otro. Pero a su vez esos límites son difusos. Muchos de sus poemas son cartas-poemas, muchas de sus cartas están cargadas de poesía y el trabajo de diarista ya contempla a un lector, aunque sea el propio escritor. Diario, cartas y poemas se mezclan en estas 500 páginas que revelan una Idea tan distinta y a la vez tan cercana de la mujer de gabardina y mirada desafiante. “A los once años me quedé mirando en un espejo mis ojos serios, adultos. Fue una conmoción profunda saber que yo estaba ahí –persona, no niña–, como estoy hoy. Los ojos siguen estando. Simplemente, hubo zonas que al ser tocadas se pusieron a vivir. Pero siempre supe todo”, le dijo Idea a Mario Benedetti cuando el escritor le preguntó por la evolución en su poesía.
La poeta siempre estuvo allí.
Hay algo de impúdico en la voluntad de querer que todo se sepa, de narcisismo en pensar que una vida llena de días puede interesarles a los demás. En 1941 Idea anota en su diario: “Quiero decir esto: todo lo que he plasmado en poesías, todo lo que paso a la libreta de poesías, es lo único que he vivido verdaderamente. Todo lo que yo diga sentir que no esté apoyado por un poema, puede no ser cierto”. Y, justamente, éste es uno de los epígrafes que eligen las editoras de Diario de Juventud para arrancar el libro. Estas libretas podrían ser una trampa. Y sin embargo.
El lector puede navegar estas 500 páginas de manera cruzada, cronológica, salteando pasajes y viajando en el tiempo. El aparato crítico que acompaña la edición, más las fotos de su infancia y juventud ayudan a situarse, pero no anclan la lectura. Los señalamientos de tachaduras y hojas arrancadas contribuyen al misterio.
Alicia Torres y Ana Inés Larre Borges, junto con Virginia Friedman, quien se encargó del archivo, trabajaron dos años para preparar esta primera entrega. De las diecisiete libretas que Vilariño tenía al final de su vida, este Diario de Juventud representa un tercio. El resto, lo que vendrá después, es el diario-espejo de la Idea después de Idea, o después de Onetti. La de los poemas desgarrados y mirada altiva, la de la gabardina y la revista Número. La que fue a París. A Cuba. La que rechazó la beca Guggenheim por motivos políticos. La que entendió el tango como pocos y escribió canciones populares que hoy son himnos. Los poemas de Vilariño engordan tesis y artículos académicos, pero también son pintadas en muros montevideanos. Aunque fue homenajeada por un centenar de personas, a su entierro fueron solo quince. Y cuando ya estaba bajo tierra, finalmente sola, unas chicas góticas le dejaron un papelito y le dijeron: “Sos una mostra”.
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