Domingo, 30 de junio de 2013 | Hoy
ENTREVISTA > EL FOTOPERIODISTA STEPHEN FERRY PRESENTA SU LIBRO SOBRE LA GUERRA EN COLOMBIA, VIOLENTOLOGíA
Desde hace una semana, Stephen Ferry –norteamericano, ahora con base en Bogotá– está en Buenos Aires dando un taller de fotografía para la Fundación Nuevo Periodismo y presentando su libro, Violentología, un extenso trabajo sobre la primera década de violencia en Colombia durante el siglo XXI. Impreso en papel de diario, con rotativas de los años ’60 y ensayos cronológicos e históricos sobre el conflicto que incluyen capítulos sobre las desapariciones a cargo de los paramilitares y la resistencia de los indígenas de la Sierra Nevada, Ferry pone en imágenes una década de esta guerra percibida, fuera y dentro de Colombia, como de menor intensidad, quizá porque los focos de conflicto se han alejado de las ciudades.
Por Angel Berlanga
Hay una panorámica con unos setenta paramilitares durante una “ceremonia de desmovilización”; hay otra de una veintena de combatientes del Ejército de Liberación Nacional haciendo ejercicio alrededor de un árbol; y otra de un grupo de guerrilleros de las FARC en medio de una formación, también ceremonial, en la que serían liberados 242 soldados y policías prisioneros de guerra. Están las conmociones, las de una familia que se reencuentra tras un secuestro, la de una mujer que reconoce que perteneció a su marido la prenda que acaban de mostrarle, recién exhumada de una fosa. Los narcosubmarinos, los que viven bajo amenaza de muerte, las caras de la parapolítica en el Congreso, los desplazados que buscan rehacer sus vidas, la selva bajo cenizas luego de un sabotaje a un oleoducto. Y los muertos. Las imágenes, tomadas por Stephen Ferry desde el año 2000, forman parte de Violentología - Un manual del conflicto colombiano, que publicó el año pasado en Colombia y en Estados Unidos y presentó aquí ayer, en la Fundación Proa. El volumen, con todo, ofrece mucho más que el fenomenal trabajo fotográfico de Ferry –un reportero gráfico de referencia en el mundo–, porque incluye un ensayo sobre las raíces del conflicto, textos periodísticos de contextualización escritos por el propio Ferry, líneas de tiempo con hitos en los enfrentamientos armados y también algunas otras imágenes históricas, como aquella iconográfica de Ingrid Betancourt durante su cautiverio u otra en la que se ve a Pablo Escobar sobre unos escombros, abatido en Medellín, rodeado por un grupo sonriente de policías.
A lo largo de esta semana, Ferry dio un taller para quince fotoperiodistas –la mayoría argentinos, alguno español, varios de otros países de Latinoamérica– en el que cada uno desarrolló un proyecto. “La primera vez que di un taller de este tipo, también para la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, fue precisamente en Colombia, en 1995 –dice Ferry–. Fue una experiencia encantadora, entre fotógrafos y reporteros, me sentí en casa. Y en el transcurso de esos días entreví el tamaño del conflicto, la seriedad del impacto en la población civil: no tenía idea de la gravedad de eso. Yo tenía ese concepto simplista tan común, de que esto se trataba de narcotráfico y ya, pero ahí vi que era mucho más complejo, de raíces históricas largas. Así que pensé que algo habría que hacer, porque no había conocimiento de esto. Yo había terminado un libro sobre Potosí y estaba buscando otro tema para agarrar. Lo que no imaginé es que iban a ser más de diez años de trabajo.”
Cuenta Ferry que al comienzo imaginó un libro mucho más ambiguo y sugerente, que en lo personal se encuentra más y mejor en la fotografía menos periodística. “Pero por el 2006, cuando empezó a aparecer un respaldo periodístico, investigativo, jurídico, que permitía mostrar quiénes desplazaron a esos millones de personas, quiénes desaparecieron a miles, se me ocurrió que la tarea era tratar de explicar lo más que se pudiera –rememora–. No ir tanto, entonces, por la parte artística subjetiva mía. Pensé: Voy a hacer un trabajo muy puntual, muy periodístico. Y ahí surgió diseñarlo con referencias a la prensa, con papel de periódico, con impresiones de rotativa, con fuentes que vienen de los periódicos colombianos de los años ’60 (algunas de esas fuentes remiten a la criminalística), y con textos muy seriamente pulidos en términos de investigación. Tomé un rumbo muy diferente. Y tuve, a la vez, mucho cuidado para no caer en lo que podría tomarse como ‘la destrucción del país’: Colombia está muy estigmatizada, y no quería caer en eso. Así que decidí enfocarme muy puntualmente en lo político-militar, con un enfoque además en los derechos humanos y en los civiles que resisten. Todas las personas del libro están identificadas, o porque resisten, o porque son víctimas, o porque son matones.” Es un país, sostiene Ferry, complejo y paradójico: “Uno puede vivir en Colombia, disfrutarla, y no ver nunca la guerra. Hasta qué punto se siente, depende de determinadas cosas –explica–. A veces siento que es algo que está en el aire. Pero también es un país normal en muchos sentidos, con miles de cosas maravillosas. La guerra ha impactado en el futuro, pero también hay un desarrollo cultural fantástico”.
Se lo percibe moderadamente optimista respecto del impulso que el gobierno de Juan Manuel Santos le dio a la búsqueda de un acuerdo con las FARC: “Es muy positivo lo que están hablando, hay seriedad: si firman la paz puede ser un paso histórico –dice–. Hay factores de la negociación que no son públicos todavía, creo que de algún modo representa una reforma agraria clave para que se calme esta situación, porque las tierras están en el centro de todo esto. El presidente actual es mucho más diplomático y moderado que Alvaro Uribe, y por ende la persecución a periodistas, juristas, investigadores, en fin, es menor. Todavía existe, hay amenazas y también asesinatos, pero se respira un aire bastante diferente”.
“Alguna”, dice cuando se le pregunta si pasó por situaciones de riesgo. Hay que repreguntar para que cuente: “Fue un intento de secuestro de la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional –dice–. Me retuvieron un día y el comandante tenía toda la intención del mundo de llevarme. Dos compañeros colombianos lograron complicarle la situación, y la cosa se resolvió. El riesgo es real, y de pronto fue una de las razones por las que demoré tanto en hacer el libro: fui prudente. Hay relativamente pocas situaciones de combate en sí, sobre todo porque casi siempre ocurren en lugares remotos, a los que es difícil acceder. La situación es más riesgosa para los colegas de allá: los grupos armados no quieren comprarse un problema metiéndose con la prensa internacional, pero a los colombianos los matan sin pensarlo dos veces”.
Entre los capítulos en los que Ferry organizó Violentología hay alguno dedicado a las desapariciones a cargo de paramilitares (unas 34.000 en los últimos 30 años), otro a los “falsos positivos” (ciudadanos y campesinos secuestrados y asesinados a los que se presentaba como guerrilleros muertos en enfrentamientos) y también uno enfocado en la resistencia de los indígenas de la Sierra Nevada. “Al comienzo, lo de la Sierra fue un encargo de la National Geographic –puntualiza–. Son pueblos tradicionales, muy recelosos a mostrarse e íntegros en términos culturales. Los koguis, wiwas y arhuacos fueron afectados horriblemente por todas las partes: el ejército, la guerrilla y los paramilitares los estaban matando, les talaban los bosques para sembrar coca. Las autoridades aceptaron darme permiso para que pudiera ir después de que reflexionaran un año: por un lado necesitaban ojos que mostraran esa situación, y por otro tenían una estrategia de consolidación espiritual y cultural. Fue algo hermoso y eficaz, porque lograron que el sitio estuviera mucho más pacífico y que los respetaran más. A veces me pregunto si en el libro está suficientemente representado el hecho de que el conflicto también produjo su opuesto, un mundo de organizaciones sociales y líderes que son muy buenos en su trabajo, tenaces, valientes, que buscan cambiar las cosas. Y los indígenas están en la vanguardia de todo eso.”
Habla, Ferry, tras una pasada a los materiales que están trabajando los asistentes al taller: una fábrica recuperada, los bomberos de La Boca, la basura en la calle, un padre en una encrucijada. Les sugiere reformular, ampliar, recortar, reorientar búsquedas, armar o completar secuencias. “La luz es chévere”, dice por ahí, o “ese color es hermoso”, y “ya lo tienes”. “¡Súper!”, cierra con cada uno. Lleva 18 años haciendo esto y sigue encantado: “Me retroalimenta, porque hay mucha frescura y creatividad –dice–. La fotografía documental ha cambiado mucho en los últimos quince años: hay un panorama mucho más amplio, más experimental, menos conservador estéticamente, más democrático”.
Nació en Cambridge, Massachusetts, en 1960: “Cerca de mi casa había una tienda que tenía un laboratorio, y me soportaron: aprendí a revelar película a los doce años”, evoca. Larga la lista de premios: baste con mencionar al World Press Photo, al Photo of the Year. Vive mucho en Bogotá, y también se la pasa viajando. Habla, al final, de una experiencia que lo marcó para toda la vida: vino al país por primera vez en 1988, para hacer un reportaje para la agencia Gamma Liaison sobre el Equipo Argentino de Antropología Forense. “Y luego mantuve una relación de muchos años con el Equipo, documenté la exhumación de El Mozote, un trabajo muy importante en El Salvador, y también trabajé en Etiopía –recuerda–. Es muy notable el interés y la vocación que hay en la Argentina por rescatar la memoria histórica, que aquí además está muy ligada a la reportería gráfica. Si no fuera por aquella experiencia, no habría tenido las pistas necesarias para convencerme de que vale la pena. Por eso siento que todo aquello está en el trasfondo de este libro.”
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