La semana pasada, a los 87 años, murió Richard Matheson, el autor de Soy leyenda, una de las novelas más influyentes de la ciencia ficción y la literatura fantástica. Compañero de Ray Bradbury y Robert Bloch en el grupo de escritores del sur de California que revolucionaría el género a comienzos de los ’50, fue además uno de los principales guionistas de La dimensión desconocida y autor del cuento que lanzó la carrera de Steven Spielberg con la recordada Reto a muerte. Matheson se adelantó a su tiempo al plantear el apocalipsis zombie que luego empezaría a ponerse de moda con La noche de los muertos vivos, de George Romero. Aquí se repasan los libros y las películas de alguien que marcó a fuego a escritores tan diferentes como Stephen King y Osvaldo Soriano, y que echó a rodar la obsesión contemporánea por el tema del hombre solo en la lucha por sobrevivir.
› Por Mariana Enriquez
1954 no fue uno de los años más calientes de la Guerra Fría, pero los signos de tensión anunciaban un futuro temible. Estados Unidos probaba la bomba de hidrógeno; cerca de Moscú se instalaba la primera central atómica del mundo. El conflicto en Vietman se precipitaba. El presidente Eisenhower daba a conocer su “teoría del dominó”: si un país caía bajo la influencia del comunismo, arrastraría a los demás, ficha tras ficha. Una teoría que también podría haberse llamado “del contagio”.
Fue durante ese año relativamente tranquilo cuando se publicó Soy leyenda de Richard Matheson, una novela de apenas 160 páginas, editada por el modesto sello Gold Medal. El autor había crecido en Brooklyn, hacía poco tiempo que vivía en California, estaba recién casado y tenía 28 años.
Los efectos arrasadores de su libro se sienten hasta hoy. Soy leyenda es una novela de horror post-apocalíptica, del mundo tras La Plaga, quizá no la primera (Mary Shelley había contado un mundo devastado por la peste en El último hombre, de 1826, y Jack London imaginó a la humanidad devastada por la enfermedad en La plaga escarlata de 1912), pero lo importante no es quién lo hizo primero, sino quién lo hizo mejor y más oportunamente. Soy leyenda llegó cuando el género necesitaba desesperadamente una inyección de vitalidad: años de dominio de Lovecraft y sus seguidores lo habían puesto contra una pared de tentáculos llegados del cosmos, dioses muertos y árabes locos. Escribe Stephen King: “En los ’50, cuando la revista Weird Tales moría lentamente y Robert Bloch, el gran escritor de horror del momento, se había volcado a los relatos psicológicos, Richard Matheson cayó como un relámpago de ozono. Fue el Elvis Presley del género. Los puristas dirán que Chuck Berry inventó el rock and roll, pero el horror, como el rock and roll, necesita reinventarse: de lo contrario, se muere. Y este hombre lo salvó”.
Los puristas también dirán que Soy leyenda es, en realidad, ciencia ficción; y que Matheson escribió en muchos otros géneros. Cierto: escribió novelas realistas, westerns, novelas románticas y ciencia ficción más tradicional, como la también extraordinaria El hombre menguante. Pero sobre todo fue un maestro del horror y Soy leyenda es su legado, la obra que sube la apuesta hasta lo inalcanzable, la que es un clásico porque sigue hablando desde el futuro.
“Quitó el hielo a la carne y la colocó en la parrilla. Por ese entonces el agua hervía ya y metió en la olla los guisantes helados. En la mesa cortó dos rodajas de pan y se sirvió un vaso de jugo de tomate. Luego de beber el jugo de tomate fue hasta la puerta y salió al porche. Dio un paso atrás, atravesó el césped y llegó a la acera. El cielo estaba oscureciéndose y corría un aire frío. Miró a lo largo de la calle. Llegarían en cualquier momento.” Los que están a punto de llegar no son invitados y el que habla no es Nick Adams, aunque la descripción hemingwayana recuerde el campamento de “Río de dos corazones”. Los que están por venir son los infectados por la peste después de la guerra bacteriológica, los contagiados por la bacteria que causa el vampirismo, los no muertos y nuevos dueños de la Tierra. Neville, el protagonista de Soy leyenda, es inmune al germen. Por eso es el último hombre que queda vivo. El hombre que cada día sale armado de estacas y va acabando con el enemigo, de a uno, para volver cada noche a su búnker, a emborracharse, escuchar música clásica y recordar a su familia muerta, mientras oye a los monstruos afuera, que lo vienen a buscar, que quieren entrar. No hay sentimentalismo en Neville, ni en Soy leyenda. El exterminio de los vampiros, la investigación del germen, las causas y consecuencias de la guerra final y los increíbles pasajes de acción están contados con admirable restricción, control y economía: aquí no hay nada gótico, nada barroco. Los vampiros no se parecen al pálido aristócrata del mito: son seres viles y caníbales, descerebrados. Se llaman vampiros, les disgusta el ajo, duermen de día: pero se comportan como zombies. Matheson no usó esa palabra: en 1954 estaba demasiado asociada al vudú. Muchos años después esta mutación del vampiro se haría explícita cuando George Romero estrenó El regreso de los muertos vivos (1968) y confesó que la película “tiene origen en un cuento que escribí y que era un robo a Soy leyenda, de Richard Matheson”. Desde entonces, la idea de Matheson siguió reencarnando hasta que hoy es una narrativa inescapable en la cultura masiva: desde Danny Boyle en Exterminio hasta la serie The Walking Dead llegando a la saga Resident Evil o Guerra Mundial Z, la nueva de Brad Pitt, todas son, en mayor o menor medida, reescrituras de Soy Leyenda y de esa lucha solitaria, de esa defensa de Neville.
Pero, ¿qué defiende Neville? Su vida, claro; pero también un estilo de vida, el mundo como él lo recuerda, antes de la guerra. Es el último hombre de pie, el que resiste. Es posible leer Soy leyenda como una novela de la Guerra Fría y a Neville como los valores del individuo en Occidente frente a la masa comunista. Pero de todas las novelas sobre el terror rojo, Soy leyenda es la que más desborda el binarismo: Neville duda, Neville cede, Neville se transforma, para los Otros, en el malvado y lo entiende; Matheson ve que su lado puede ser, en otros ojos, el lado equivocado. No se reserva la verdad. Escribe: “Los comprendió. Y dejó de odiarlos”.
Y así, Soy leyenda no sólo sobrepasa la novela de Guerra Fría. También desborda su género. Es tanto una novela sobre la plaga final como una novela sobre la soledad. Sobre la incapacidad de adaptación y el aislamiento como sentido de la vida; una novela sobre el miedo a encontrarse en ese bunker, con el whisky y los recuerdos, ningún otro propósito más que la supervivencia, ningún compañero más que la muerte.
Hubo que esperar hasta La carretera (2006) de Cormac McCarthy para encontrar una novela post-apocalíptica con una potencia similar a Soy leyenda. Ambas comparten la pelea por la supervivencia, los enemigos caníbales, el minimalismo y la desesperación. Pero en La carretera el miedo ya no es la soledad: es el futuro que ya llegó y ese hijo que herederá sólo tierra arrasada. Qué mundo queda para las nuevas generaciones, se pregunta McCarthy. Y sin embargo el gran pesimista está más esperanzado que Matheson. En La carretera, al menos, los que resisten son dos, padre e hijo. En Soy leyenda no hay niño heredero: la hija de Neville, Kathy, ya murió y su cuerpo fue quemado en una fosa común durante los primeros días de la peste.
La mejor ficción de Matheson está impregnada de ese miedo a la soledad: del peligro de estar solo, de lo peligroso que puede ser el solitario, de cómo la soledad puede ser espejo de la locura. Es el hombre sobre el avión que ve, por la ventanilla, cómo un ser ataca la turbina (y sólo él lo ve) en el cuento “Pesadilla a 20.000 pies”; es la gramática infantil del niño monstruo encadenado por sus padres de “Nacido de hombre y mujer” o la niña vampira de “El vestido de seda blanca”, que se come a su mejor amiga (Anne Rice declaró que fue este cuento, salvaje y gótico, el que le inspiró su literatura; también en estos relatos está el registro que retomaría Joyce Carol Oates para sus cuentos de chicos y de locos); es la mujer postrada que recibe llamadas telefónicas de los muertos en “Llamada de larga distancia”. Es el hombre que, por estar solo, por no tener nadie que se preocupe por él, termina siendo la comida de una secta de Maine en “The Children of Noah” o el maligno vecino viudo de “The Distributor” que se muda a los suburbios para sembrar discordia y meter el dedo en la llaga de los prejuicios. También es la soledad radicalizada de un relato como “La danza de la muerte”, de 1954: después de la Tercer Guerra Mundial, en un mundo devastado, los adolescentes se divierten viendo, en bares, cómo los cuerpos muertos afectados por una bacteria no se pudren, pero ante el sonido de tambores, bailan de manera espasmódica. Fue un cuento único en su época; sigue siendo un relato de zombies extremo, de gran crueldad. Matheson era implacable: en sus temas, en su estilo minimalista y en su ritmo incomparable –fue un gran escritor de acción, de los que suelen llamarse “cinematográficos”–. Esa seca precisión casi no tenía precedentes en el género fantástico.
Es curioso que este hombre obsesionado por la soledad haya trabajado, durante su momento de mayor y mejor producción, dentro de un grupo de escritores, que se conoce como “Los magos del sur de California” o “La mano verde” (en alusión a “la mano negra” mafiosa): una fraternidad que, desde principios de los ’50 hasta la mitad de los ’60, desde Los Angeles, dominó la ciencia ficción y el fantástico en la literatura, en la televisión y el cine. Matheson era amigo y compañero de trabajo de Ray Bradbury, Robert Bloch (Psicosis), Charles Beaumont, Willian Nolan, George Clayton Johnson (La fuga de Logan): escribieron guiones de La dimensión desconocida, de Alfred Hitchcock Presenta, de las adaptaciones de los relatos de Poe que hizo Roger Corman. Recuerda Ray Bradbury: “En las reuniones, Richard Matheson nos tiraba una pelota que golpeaba en Nolan, le pegaba a Clayton Johnson, me pasaba de largo a mí, se caía en las rodillas de Beaumont... A veces nos enamorábamos tanto de una idea que se la asignábamos al escritor que demostrara su entusiasmo con la sonrisa más ancha, las mejillas más encendidas, la mirada más febril”.
El grupo se desintegró cuando Beaumont murió de una enfermedad neurodegenerativa a los 38 años; era el mejor amigo de Matheson. Los magos de California fueron lo más importante que le pasó al género fantástico en la primera mitad siglo XX: ellos hicieron posible a Stephen King, a Peter Straub, a Clive Barker, a Neil Gaiman. Cuando la semana pasada Richard Matheson murió, a los 87 años –en su casa, con sus hijos– se fue el último grande de la edad de oro, la última leyenda.
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