Dom 04.08.2013
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CINE> LOS AMANTES PASAJEROS, LA úLTIMA DE ALMODóVAR

Bienvenidos al borde

A 25 años de Mujeres al borde de un ataque de nervios, Pedro Almodóvar decidió volver con una nueva comedia, la segunda rigurosamente hablando. ¿Qué hacer con las comparaciones? ¿Es el avión en que transcurre Los amantes pasajeros una metáfora de la España que ya no levanta vuelo? ¿Es un volver a vivir junto a algunos de sus actores favoritos como Javier Cámara, Lola Dueñas y Cecilia Roth (incluyendo cameos de Antonio Banderas y Penélope Cruz)? ¿Es la más gay de sus películas? Mientras la crítica, en especial la española, vuelve a destrozarlo, Marcelo Figueras intenta responder estas preguntas y también interrogarse de qué forma se debe juzgar a Almodóvar, uno de los pocos autores de peso que van quedando.

› Por Marcelo Figueras

Podría pensar Los amantes pasajeros como la relectura de Titanic en clave Almodóvar. Allí está la nave condenada al desastre, sólo que en este caso se trata de un avión. Allí están las clases sociales contrapuestas, sólo que en este caso los pobres no cantan, bailan ni celebran porque han sido drogados para que no molesten. Allí está la pareja que desafía al destino, sólo que en este caso se trata de parejas en plural. Su incorrección política no pasa ya por la oposición chica rica/chico pobre sino por otro lado: aquí los enamorados son una dominatrix y un asesino a sueldo, el piloto y su comisario de a bordo, una mujer de mediana edad con poderes psíquicos y un moreno sabroso de clase turista, al que la adivina violó mientras el muchachito (cubano, seguro: la fantasía erótica de tantas señoras) dormía el sueño químico que le habían inducido.

Pero las intenciones de ambos directores no podrían ser más diferentes. James Cameron quería deslumbrar con un gran espectáculo y convertirse en el director más popular del mundo (King of the World!). En cambio Almodóvar... Eso: ¿qué pretendía Almodóvar?

Hay algo de sátira en Los amantes pasajeros, ma non troppo. Es verdad que la aerolínea de la nave condenada se llama Península. Es verdad que algunos de los ocupantes del sector business remiten a la actualidad española: el financista que intenta escapar de las consecuencias de sus actos (José Luis Torrijo), la dominatrix que intimó con los hombres más poderosos del país (Cecilia Roth), lista que por supuesto excluye a Rajoy del Top Ten. Pero se trata de apuntes al paso, útiles por la inmediatez de su humor, y no de elementos esenciales a su historia. A diferencia de otra comedia aérea como Doctor Insólito (Stanley Kubrick, 1964), Los amantes pasajeros no lleva los elementos satíricos a su conclusión natural, que por definición debería ser salvaje.

Aquí el mundo no se acaba. De hecho nadie muere, ni sufre verdadero castigo. El financista, apellidado Más, ve frustrada su huida y se enfrenta a la prisión, pero en el proceso recupera a su hija perdida. Para tornar aún más borrosa cualquier línea ética, la nunca inaugurada pista de aterrizaje de La Mancha, símbolo de las estafas del financista, termina siendo algo bueno: la clave de la salvación del vuelo. Y la dominatrix (apellidada Boss, como en The Boss, El Jefe: financista Más, dominatrix Boss) confiesa al fin que los videos que decía haber grabado, registrando a tantos señorones en posiciones comprometidas, nunca existieron. Por ende, la mágica oportunidad que ofrecían de liberar a España de un plumazo, quitándole de encima a los responsables de armarle la cita con el iceberg, tampoco llegará a fruición. No, está claro que Almodóvar no quería hacer una sátira hecha y derecha. De haber sido ésa su intención, no habría inventado un desperfecto en los televisores del avión para justificar la intoxicación de la clase turista. Si necesitaba a la masa embobada y quieta, bastaba con dejar los televisores andando y reproduciendo non stop las películas de mierda (¡cortadas, para colmo!) que suelen constituir su menú de entretenimiento.

Tampoco se trata de una comedia sexualmente desaforada. Almodóvar ha dicho por ahí que Los amantes pasajeros es su película más gay, una afirmación que conviene registrar en sentido estadístico: es posible que la ratio de personajes homo o bisexuales y los chistes al tono sea la más alta de su filmografía, pero por lo demás la puesta en escena de tanta exuberancia es más bien naïf. Lo más osado que irrumpe en cuadro es una gota de semen. Es fácil entender por qué evita mostrar el aterrizaje forzoso (¡demasiado caro!), pero no se comprende tan fácilmente la razón por la cual la efusión verbal no encuentra su correlato visual.

En las comedias de vertiente screwball del Hollywood clásico que Almodóvar ama (en un artículo reciente citó con fervor a Lubitsch, Sturges, Cukor y Wilder, entre otros), lo sexual sólo podía ser insinuado, lo cual contribuía a su tensión (y a su correlato, el ritmo) y a su torrente verbal: borbotones de palabras que sublimaban otros borbotones. Pero el mundo de hoy ya no es aquel mundo, y tampoco es el mundo de Folle, folle, fólleme... Tim (1978) ni el de Pepi, Luci, Bom (1980). Para hacer que a un/a espectador/a le suban los colores y acepte que lo lleven más allá de los límites establecidos, hay que ir ahora mucho más lejos. Así como los films de Almodóvar empujaron las barreras en su momento, otros lo hicieron después de él. (John Cameron Mitchell en Shortbus, por ejemplo.) No, está claro que Los amantes pasajeros no intenta seriamente épater a nadie. Y que tampoco es la versión zarpada y gay de The Lady Eve. Lo que Almodóvar pretende —creo— es...

A menudo leemos ciertas obras (libros, películas) con una intensidad inapropiada. Y más aún cuando intentamos verlas a través del prisma de la obra pasada. Lo que les demandamos a los artistas amados equivale al cruce del Gran Cañón caminando sobre un cable, un prodigio de equilibrio: queremos que sean fieles a sí mismos, que conserven en su obra nueva todo aquello que habíamos disfrutado, y a la vez les pedimos que rompan con su propia tradición, que progresen, que redoblen la apuesta de la ambición.

Cosa que Almodóvar, por cierto, ha venido haciendo con una coherencia envidiable. Al menos a mi juicio se merece el título de Ultimo Autor del cine español. Desde los años ’80 (sigue siendo emblemático de aquel tiempo, que tanto tuvo en común con los ’80 argentinos: hijo del estallido cultural que sobreviene después de una larga noche del alma) ha desarrollado una obra admirable. Moviéndose con habilidad entre géneros, exploró sus obsesiones (el modo en que las representaciones moldean nuestras relaciones, el peso de la herencia y del deseo) produciendo un estilo propio donde se mezclan la España de antaño y la moderna, el humor y el amor, la muerte y el sexo.

Yo nunca me consideré almodovariano (neologismo que supo ganarse, porque su sola mención evoca un mundo chispeante y apasionado, zafio y a la vez sexy, pletórico de color y de música), pero ciertos elementos de sus películas siguen desafiando mi desmemoria: el melodrama de Matador, las burbujas de Mujeres al borde de un ataque de nervios, la ferocidad de Carne trémula cada vez que Bardem entraba en cuadro. Por eso me sienta fatal la tendencia de ciertos críticos españoles, liderados por Carlos Boyero, de El País, a ponerlo a parir por cada película que viene haciendo últimamente. Todos los grandes cometen faux pas y no está de más señalárselos. El error es juzgarlos con crueldad, como si en vez de habernos regalado momentos maravillosos hubiesen sido siempre unos chapuceros. Welles, Godard y Spielberg han metido la pata, sin dejar de ser quienes eran ni desmerecer la totalidad de su obra. ¿Por qué no Almodóvar?

El hecho de que Los amantes pasajeros sea su primera comedia hecha y derecha en 25 años (Mujeres al borde de un ataque de nervios es de 1988) invita a la comparación; el mismo Almodóvar ha citado repetidamente el cuarto de siglo transcurrido entre este presente y aquel éxito resonante, dando cuenta de su conciencia sobre la brecha. Por eso resulta inevitable que las diferencias salten a la vista. Si bien ambas comedias transcurren esencialmente en espacios cerrados, el ático de Pepa (Carmen Maura) es pura luz y promesa de futuro, un símbolo de aquella España; mientras que el avión de Península es un escenario asfixiante, lleno de gente que quiere escapar y debe resignarse a regresar al punto de origen, ese país donde ya no hay dinero para filmar un aterrizaje forzoso y lo que hay alcanza apenas para cubrir una pista de espuma, en modesto homenaje a La fiesta inolvidable. Si hasta sobran los asientos libres en la clase business: allí no hay empresarios extranjeros que regresan después de haber hecho negocios en España, apenas un émulo local de Bernie Madoff que trata de huir del naufragio.

Puede que se trate apenas de mi percepción, pero por debajo de su aire a La jaula de las locas en avión yo le encuentro a Los amantes pasajeros un trasfondo de tristeza. Quizá se deba a que todos los pasajeros se encuentran en un momento de quiebre en sus vidas, pasado el cual —parecen intuir— nada será ya igual a lo que fue: la dominatrix que contempla el retiro, el asesino que se ve forzado a resignar sus fueros, el financista que se enfrenta a la cárcel, el actor que un día estuvo en la cresta de la ola (Guillermo “Willy” Toledo) y ahora debe exiliarse para trabajar en un culebrón. Por supuesto, lo que depara el futuro puede ser glorioso en lugar de un ocaso, pero ¿quién puede saberlo de antemano?

Lo cierto es que, dado que la visión de la película desalentó mis otras lecturas, imagino que lo que impulsó a Almodóvar a filmarla fue lo siguiente. Primero, la certeza de que a su público local le venía bien un poco de risa que lo ayudase a borrarse de la realidad; que pa’sufrir ya están los telediarios. Es duro eso de no tener dónde mirar sin encontrar algo lamentable: de la cara de lavativa del Rajoy que pide disculpas pero no renuncia, al jefe del Tribunal Constitucional que en realidad trabajaba para el PP; de la infanta que se muda a Suiza pero deja al clavo de su marido, al rey que se tropieza todo el tiempo, y no sólo con piedras. ¡Ya ni en la selección de fútbol pueden confiar ciegamente, ni tampoco en Nadal!

Segundo, que a esta altura de su carrera, y con méritos más que sobrados, Almodóvar sintió que se merecía juntar a algunos de sus actores más queridos (Cecilia Roth, Javier Cámara, Lola Dueñas: que hasta Banderas y Penélope hacen un cameo) y a otros con los que quería trabajar (Miguel Angel Silvestre, Hugo Silva, Carlos Areces, Guillermo Toledo), y dedicarse tan sólo a pasarla bien. ¡Si hasta su hermano Agustín asoma en un cameo! Woody Allen hace cosas parecidas, y todo el mundo dice de tanto en tanto que ha resurgido de sus propias cenizas. Por eso insisto: ¿por qué no Almodóvar?

Parafraseando a Francisco: si el autor de tantas películas maravillosas decide tomarse un recreo cinematográfico, ¿quién soy yo para juzgarlo?

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