DESPEDIDAS > ADIóS AL MAESTRO WALTER MALOSETTI (1931-2013)
Mientras aún se discute la existencia de un jazz argentino o simplemente de un jazz en la Argentina, la muerte de Walter Malosetti permite comprender que la presencia de una vertiente local del género no requiere de la forja de marcas nacionales sino de la creación de sonidos y expresiones personales. Eso que el gran guitarrista del jazz local, un maestro en todos los sentidos del término, tuvo desde el primer momento y hasta el final.
› Por Sergio Pujol
De un tiempo a esta parte se discute la existencia de un jazz argentino como estilo o subgénero. Es decir, ¿debemos hablar del jazz argentino o del jazz en la Argentina? Algunos sostienen que, efectivamente, se ha desarrollado, en estos últimos diez o quince años, una manera de tocar y de componer jazz que remitiría a ciertos elementos consustanciales a nuestra cultura: ritmos, giros melódicos, repertorios específicos, etcétera.
Sobre el particular, la trayectoria del querido Walter Malosetti nos enseña al menos dos cosas. La primera, que el jazz no apareció en nuestro país con el boom de estos últimos años. Incluso ya existía, y con buena salud, cuando, con sólo trece años, Walter fue a escuchar a Oscar Alemán al Club Defensores de Santos Lugares. Y lo otro que nos dice la trayectoria de Walter es que el gran convite que el jazz les hace a quienes aspiran a tocarlo y entenderlo, cualquiera sea su lugar en el mundo, consiste no tanto en la forja de marcas nacionales como en la creación de un sonido y una expresión personales. Eso es lo que siempre tuvo Walter cada vez que abrazó una guitarra: un sonido y una expresión.
Precozmente, cuando su porte de marinero nórdico todavía no era sinónimo de guitarrista argentino de jazz, él ya sonaba como Walter Malosetti. Pienso, a partir de viejas grabaciones y de cosas que me han contado, en muchos momentos brillantes de esa vida musicalísima. Por ejemplo, en los ensambles que se armaban en el Hot Club de Buenos Aires. O en las noches en el boliche Jamaica, junto al pianista Baby López Furst, el contrabajista Jorge “Negro” González y otros solistas de una época acaso tan rica para el jazz como la actual: los comienzos de la década del ’60. Cómo no recordar, ya en los años ’70, a Swing 39, ese vigoroso combo que, a partir de los solos combinados de Walter y Héctor López Furst, le sacaba chispas al swing gitano, acortando las distancias entre Django Reinhardt y la Argentina.
“Lo mío es swing medio”, no se cansaba de repetir. Creo haberlo entendido: un swing que puede incorporar algunos recursos de la modernidad del género sin por ello perder ese pulso firme y a la vez relajado que nos regocija y divierte en la forma de un cosquilleo que invade la columna vertebral. La discografía de Walter, afortunadamente pródiga, abunda en ejemplos de este tipo. Por caso, la versión de “Cherokee” incluida en Esencia, su testamento discográfico. La canción fue compuesta por el director inglés Ray Noble en 1938. Tuvo algunas interpretaciones exitosas en pleno furor del Swing, pero fue sólo en 1945, en las manos de Charlie Parker y Dizzy Gillespie, que se convirtió en una suerte de caso testigo de la modernidad jazzística. Parker astilló su ritmo melódico en mil pedazos y densificó la armonía. Entonces, “Cherokee” fue rebautizado como “Koko”. Había nacido el bebop.
Walter disfrutaba mucho tocando “Cherokee”. Presentaba el tema tal como Noble lo había concebido, pero inmediatamente lo actualizaba. Las escalas y el fraseo de sus solos corrían las fronteras estilísticas de lugar. Justamente, ahí estaba el “swing medio” de Walter, entre “Cherokee” y “Koko”. Pero lo “medio” no era una pertenencia inespecífica ni una mera indicación de tempo, sino más bien una idea del jazz como música sin edad, o al menos sin fechas del todo precisas. Una música tan ubicua como para ser antigua y contemporánea a la vez. (Quizá por eso, en los comienzos de su Alzheimer, Walter podía olvidarlo todo, menos el rumbo de su música, quizá porque nunca la había pensado en términos de estrictez cronológica. Antes que recuperar épocas perdidas con la delectación melancólica de su instrumento, la guitarra le permitía vivir cada presente en plenitud.)
Como tantos de su generación, Walter creció escuchando a Louis Armstrong, Eddie Lang y Django Reinhardt, entre otros héroes de una música en negro y blanco. Con ellos –a través de ellos– tuvo la revelación del swing. Y le pudo hacer honor, en un contexto artístico y social sin duda favorable. Más tarde llegarían otras influencias, otras cuerdas ingresarían en la memoria sonora de Walter, desde los enormes Joe Pass y Jim Hall –que le dedicó un tema– hasta guitarristas más recientes, como el formidable Biréli Lagrene. Pero estas incorporaciones sólo ajustaron un poco el estilo de Walter; su sonido y su expresión no cambiaron demasiado.
Un retrato de Walter Malosetti que no puntualizara su increíble labor como maestro de la guitarra y del jazz sería imperdonablemente incompleto. Varias generaciones de guitarristas se formaron con sus clases, sus libros de guitarra y sus consejos, siempre generosos. La lista de los que pasaron por sus clases es inmensa, trasciende el jazz e incluye nombres admirables. Allí figuran desde Ricardo Pellican, que lo escoltó durante años en Swing 39 y hoy es quizás el mayor referente del estilo swing gitano en nuestro país, hasta el prodigioso Javier Malosetti, su hijo, que está casado con el bajo pero es amante de la guitarra.
La guitarra es universal, pero también muy argentina. La tañe Martín Fierro para contarnos su vida y la elige Carlos Gardel para engalanar su voz. La relación de Walter con este instrumento, ya fuera su Gibson del ’75 o las criollas que fabricaba su hermano, Pedro Alfredo Lucas Malosetti, no sólo fue entrañable, sino también simbólica de cómo se fueron entrecruzando los géneros musicales en nuestro país. En su disco PALM, dedicado a la memoria de su hermano luthier, Walter grabó, a manera de final, “La cuartelera”, de Eduardo Falú. La versión es estrictamente folklórica. Pero Walter, que también admiraba a Falú y a Yupanqui, no pudo con su genio y rubricó la zamba con una típica escala de blues. Se trató de un gesto bellísimo, acaso extemporáneo. Quizá un pronunciamiento sobre lo que significa ser argentino y amar el jazz, sea éste tradicional, moderno o “medio”.
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