ENTREVISTA > CLAUDIA PIñEIRO PRESENTA UN COMUNISTA EN CALZONCILLOS
Burzaco, sur del Gran Buenos Aires, 1976. La Junta Militar da el golpe y una niña de trece años admira y a la vez se siente incómoda ante su padre, el que piensa distinto, el que sabe, el hombre que, frente a la complicidad y el miedo de su entorno, elige proclamarse comunista. Esa niña era Claudia Piñeiro y con Un comunista en calzoncillos (Alfaguara) presenta su novela más autobiográfica. Un estudio de la poco abordada relación padre-hija en la literatura, pero también la evocación de toda una época.
› Por Angel Berlanga
“Siempre arranco los textos pensando en una imagen a la que le pongo palabras, y esta vez yo caminaba hacia el colegio, el recorrido que hacía todos los días para buscar a mi compañera, pero en el día del golpe. Y mientras avanzaba pensaba bueno, qué le voy a decir, porque mi sensación era que ella me diría algo distinto a lo que me decían en mi casa. Yo sabía cómo era el clima de época y qué pensaban unos y otros sobre el gobierno de Isabel, sobre lo que se sabía que se venía.” 1976, entonces, rumbo al colegio San José de Burzaco, sur del Gran Buenos Aires, el barrio en el que nació y se crió Claudia Piñeiro, que acaba de aludir con esa imagen inicial a dos comienzos: el de la dictadura y el de la génesis de Un comunista en calzoncillos, su sexta novela, la más autorreferencial y autobiográfica de las que publicó hasta ahora. “Creo que es un libro que no podía haber escrito antes, ni como persona, ni como escritora –dice–. Uno tiene que tener un recorrido de algún tipo para abordar ciertos temas.” Cuando dice eso Piñeiro se refiere a lo medular de este libro, a la relación de una chica de trece con su padre, que en el verano de aquel año trata de arreglárselas vendiendo de puerta en puerta unos turboventiladores, el comunista del título en la ficción, el hombre que ríe junto a la niña que fue Piñeiro en la orilla del mar, en la tapa de la novela.
“Lo que él pensaba siempre iba a contramano de lo que pensaban los padres de mis amigas”, escribe la narradora a treinta y tres años de aquel momento y sin embargo ahí nomás, con el tono bien cerquita de la chica de trece preocupada en simultáneo porque sus compañeras no la vieran distinta, por no desentonar ni dejar de ser parte del imaginario de clase media, y también por sintonizar con su padre y defraudarlo. Así que eso trae crujidos y grietas: “A mí los militares me dan miedo”, dice ella en medio del grupo de amigas, y de inmediato oye el retruque, en boca de la compañera que pasaba a buscar rumbo al colegio: “¿Miedo? ¿Sabés el desastre que pueden hacer los subversivos si no nos defienden los militares?”. “Peor que los militares, nada”, le había escuchado decir a su padre comunista. No es que él militara, ni que estuviera afiliado al partido, ni que tuviera alguna actividad política concreta: tenía el ideario, un imaginario más poético que real. “Alguna vez le pregunté a mi madre si de verdad era comunista y ella me contestó: ‘Dejalo que se lo crea’. El no sólo se lo creía, sino que además nos lo recordaba cada vez que podía. Un comunista declarado, enfático pero no practicante, la opción más absurda: correr los riesgos de decirlo sin haber hecho ningún acto heroico que justificase estar en peligro. Ni siquiera pegar un poster en la pared. Un comunista en calzoncillos.”
“Este es un libro iniciático que pude hacer recién ahora –explica Piñeiro–. Yo necesitaba estar asentada para poder encararlo, porque además de todo lo autobiográfico que tiene hay un proceso en cuanto a mi propia memoria que me pedía alejarme en algún punto de la ficción. Aunque hay muchas cosas inventadas, por supuesto. Y jugó el azar, también: un día Patricio Zunini me pidió un texto para el blog de Eterna Cadencia sobre qué estaba haciendo yo cuando me enteré del golpe militar del 24 de marzo: de ahí surgió la imagen inicial. Pero después pensé que no podía haber sido exactamente así, porque ese día no habría habido clases. Entonces empecé a investigar, fui a los diarios, que están incorporados a la novela. Un recuerdo fue trayendo otro, y un recuerdo fallido podía estar encubriendo algo, como también sucede en el libro. Después, en definitiva, termina importando lo que suma a la composición.”
Y en esa composición hay un retrato de época y de clase, y también un tironeo de patrias, porque en la trama de la novela aparece como gesta de un grupo, motorizado por el Rotary Club, la reivindicación del Monumento a la Bandera de Burzaco como el primer hecho ad hoc en la historia: ma’ qué el de Rosario. Al comunista esto le importa muy poquito, pero cuando se produce el golpe, y comienzan los preparativos del desfile con la perspectiva de que el mismo Videla acuda al acto del 20 de Junio –la militarización del alumnado–, en el que ella desfilará como abanderada del colegio, las inquietudes se profundizan. “No pensarás desfilar, vos, ¿no?”, pregunta él. Entre esos tironeos, la patria también puede ser un ombú, el gigantesco ombú de la plaza de Burzaco. Diez años después, en 1986, a la mañana siguiente de ver un documental que lo mortificó sobre la masacre de Ezeiza –otro 20 de junio–, a su padre lo doblegaba un infarto.
“Creo que es más una novela del padre con la mirada de esa hija que de la dictadura –dice Piñeiro–. Como a muchos de nosotros, esa circunstancia nos atravesó: me parece que no hubiéramos sido los mismos. Mi papá y yo, si eso hubiera pasado a mis veinte años. Situar la historia en ese momento era también lo más indicado para esta cuestión de no poder repetir lo que él piensa.” A las amigas también les oculta que en el fondo de la casa de sus abuelos gallegos, que vivían al lado, había un gallinero, o que su padre trabajó vendiendo pollos San Sebastián. O que se paseaba por la casa en calzoncillos. “La relación padre-hija es bien distinta de la de padre-hijo, y también es menos abordada –plantea–. Pero hay un libro de Harper Lee, Matar a un ruiseñor, que todo el tiempo me viene a la cabeza: es bastante autobiográfico, está Truman Capote por ahí, porque vivía cerca de donde vivían ellos, un hombre viudo y tres hijos. En la historia ella es una niña y él es un abogado que defiende, en el sur de Estados Unidos, a un negro acusado de haber violado y matado a una chica de quince años. El tipo no hizo nada de eso, pero el tema es que todo el pueblo se le pone en contra al padre, porque va a defenderlo. Y a ella le da orgullo eso, aunque él pierda, porque al negro lo condenan y lo matan. Me siento cerca de esa cuestión, de la niña que mira con admiración a un papá que, con sus ideales, está contra el mundo.”
Piñeiro articuló el libro en dos partes: una primera (“Mi padre y la bandera”) que se lee como una nouvelle e invita a referencias agrupadas en una segunda (“Cajas chinas”), en la que aparecen citas históricas (como la intención de Perón de inaugurar el Monumento a la Bandera en Rosario y la concreción posterior de Aramburu durante la Libertadora, o algún comunicado del PC), fotografías familiares e historias de los abuelos inmigrantes, de la muerte de sus padres, de sucesos de entraña, lo que se relataba de su propio nacimiento, el cardado primaveral de la lana de los colchones, los zapatos de talle equivocado que siempre traía Papá Noel, el empaque de su padre en comer todos los días bife al carbón que cocina su madre. “La verdadera patria del hombre es la infancia”, cita a Rilke al comienzo de las “Cajas chinas”.
“Lo más importante de esta novela, para mí, es que en el núcleo de lo que se cuenta, que es el silencio, está el germen de que yo sea escritora”, dice. Su padre, explica aquí y se cuenta en la novela, por temporadas mantenía la fluidez en el trato y de repente caía en una racha de parquedad, podía pasarse quince días sin hablarle. “En ese silencio está mi necesidad de escribir, estoy segura –subraya–. Me interesan mucho todos los textos de Steiner sobre el silencio y la escritura, él habla bastante de eso, de que la situación de escribir es esto de ponerle palabras al silencio, qué tenemos que decir y no podemos. Más allá de lo que pueda leer cualquier lector, siento que en esta novela está el germen de lo que soy hoy, también, en muchos sentidos. El padre, en alguna medida, es como el que rige la familia.” El suyo creía que ella estaba “destinada a ser distinta”. “‘Si no fuera mujer esta chica sería presidente’ –apunta Piñeiro que le escuchó decir–. Ahora tenemos una presidenta mujer, pero en ese momento... Bueno, lo de Isabelita fue como un bien ganancial, que por supuesto no tiene nada que ver con Cristina. ‘Lástima que es mujer’, decía. Y por eso no me dejaba ir a corte y confección, ni aprender a cocinar, ni hacer ninguna cosa que tuviera que ver con el estereotipo de la mujer: yo tenía que estudiar y hacer una vida ‘más elevada’ que las mujeres que él veía a su alrededor. Dentro de su propio prejuicio, ¿no?” Esa mirada la condicionó. “Me iba muy bien en el colegio, de ahí que él pensara eso –dice–. Terminé el secundario con 9,58 de promedio y en la facultad nunca me fue mal en ninguna materia. Me acuerdo de estar deseando que me fuera mal en alguna, para terminar con esa presión. Los pibes ahora tienen otra libertad y me alegro muchísimo: si te va mal en un examen no se terminó la vida. A lo mejor él no pensaba eso, pero es la mirada que te queda a vos: las cosas te tienen que salir bien como sea.”
Su padre no alcanzó a ver sus libros publicados, y tampoco los cuentos que escribía por la época en que murió. “El podía intuir que tenía ganas de escribir, o que me gustaba –cuenta–. Cuando iba al primario y demás, las maestras llamaban a mis padres para hablarles de las cosas que escribía.” Cuando terminó el secundario, Piñeiro tanteó Sociología, pero terminó estudiando y recibiéndose de contadora. De a poco, en los tiempos libres que le dejaba el trabajo, fue intensificando su escritura: fue a talleres de cuento, estudió guión, mandó una novela a un concurso, trabajó en revistas. ¿Incidió la muerte de su padre en que se precipitara su decisión de escribir? “No sé, puede ser –responde–. No lo había pensado. A veces me cuesta saber cuándo empecé a escribir, porque escribo desde siempre. Todo el trabajo en el taller con Guillermo Saccomanno, que para mí fue el más importante, lo hice cuando mi papá ya estaba muerto. Pero no fue enseguida, fue un tiempo después.” Mientras estuvo en ese taller escribió sus tres primeras novelas: Tuya, Las viudas de los jueves y Elena sabe.
Dice Piñeiro que la protagonista de Elena sabe, una mujer con Parkinson avanzado, está basada en su madre. Escribió la novela a poco de su muerte y la publicó de inmediato, en 2007. “Mi mamá tenía esa enfermedad, yo no habría podido hacer ese libro si ella no hubiera tenido el Parkinson habitando su cuerpo, pero la historia no tiene nada que ver conmigo”, explica. En la novela, la mujer procura averiguar por qué murió su hija, que aparece colgada en el campanario de la iglesia de Burzaco: descree que haya sido un suicidio. Elena sabe y Un comunista... transcurren en el barrio y son sus novelas más intimistas. “Fui formada en una familia católica española –cuenta–. Mi bisabuela iba todos los días a misa, mi abuela todos los fines de semana, mi mamá de vez en cuando... Eso se fue degradando. Mi padre, en cambio, jamás iba a misa. A muchos nos ha hecho mal esto de la culpa, el pecado, el infierno, las peores cosas que transmite la Iglesia. Yo me sentí católica hasta los 26 años, cuando se murió mi papá. Ahí dije: ‘Listo, soy agnóstica. Si también se puede morir mi papá, ¿para qué voy a ser católica?’.”
Vive en Highland Park, un country al que se llega a poco de desviarse del kilómetro 42,5 de la Ruta 8 y al que se entra después de escenas explícitas de control a cargo de los muchachos de la seguridad. Piñeiro ha ofrecido té, café, agua, unos sánguches. Habla muy veloz, se ríe bastante y putea, en broma, cuando se le apunta el desfasaje de un par de años entre ella y la protagonista de Un comunista...: conveniencia para la trama en el libro, predisposición para tomarse en solfa el asunto edad. “Siempre digo que soy de Burzaco y que vengo de una familia española, ésas son marcas que están como estampadas –dice Piñeiro–. No sería la misma si mis abuelos no hubieran venido en las condiciones que vinieron. Esa cuestión de escaparle al hambre, de tener la necesidad de ahorro, del trabajo. Si hay pan duro, te la tenés que aguantar: eso es muy de allá, mis abuelos vienen de Galicia. Yo sentí que para contar esta historia entre el padre y la hija, necesitaba contar también cosas de la familia, de los orígenes.”
“En aquel momento, cuando el golpe, yo sentía que mi papá tenía razón, pero a la vez era diferente a todos los demás –recuerda–. Como pongo en la novela, se decía: ‘Ahora se va a poder conseguir papel higiénico’. Esto también apareció cuando el golpe a Allende. O también: ‘Ahora no van a explotar más bombas en los colegios’. Y nunca pasó eso. Cosas para llenarte la cabeza: mi papá decía que eran mentiras, pero ibas afuera y te decían que pasaban de verdad. Tenía un tío, el hermano más chico de mi mamá, que estudiaba en ese momento en La Plata, y aunque no era militante cada tanto le avisaba a mi abuela, por si le llegaba a pasar algo, que había desaparecido fulanito y que él estaba en su libreta. Eso era un temor bien real. O que mi papá contara que en Quilmes los cuerpos aparecían flotando en el río. Y después vos ibas con tus amigas a la pileta, porque era así. Por ahí había otras chicas que sabían estas cosas, y también se callaban.”
Al terminar sus novelas, solía tener otro libro ideado o encaminado; pero esta vez fue distinto. “¿Qué contar después de haber contado todo? Me quedé con esa sensación –dice–. Tampoco es una gran preocupación, porque uno escribe si tiene qué escribir, no hay que escribir porque sí. Lo próximo tendrá que tener un sentido, el que sea: a lo mejor es divertirme, qué sé yo. En cada libro sentí que afrontaba un desafío respecto del anterior. En Las grietas de Jara, por ejemplo, fue la primera vez que tomé un punto de vista absolutamente masculino: a lo mejor fue leído como otra novela más, pero yo tenía ahí algo para trabajar, explorar, esforzarme, cómo habla un hombre, cómo piensa esa cabeza. Me gusta un libro de Edward Said que se llama El estilo tardío: él diferencia ahí a los autores que al acercarse a su vejez van armando esa cosa pomposa, de las memorias, de otros escritores que se resisten hasta último momento, tratando de hacer cosas diferentes. Bueno, ojalá que a mí me toque esta segunda opción, que siga tratando de escribir cosas distintas para mí y para los lectores.”
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