Domingo, 1 de septiembre de 2013 | Hoy
CINE> SéPTIMO, EL NUEVO POLICIAL PROTAGONIZADO POR RICARDO DARíN
La carrera cinematográfica de Ricardo Darín está estrechamente ligada al policial, encarnando personajes de la más diversa laya, pero que siempre permiten un resto de humanidad y empatía. Séptimo, que se estrena el próximo jueves, no es la excepción. Ahora se trata de encarnar a un abogado que en apenas unos minutos se enfrenta a la terrible desaparición de sus hijos. En esta entrevista, Ricardo Darín habla acerca de cómo se fue relacionando con el género y las circunstancias que lo convirtieron en el hombre que en los últimos años llevó a lo más alto cada una de las películas que lo tienen como protagonista.
Por Mariano Kairuz
La carrera cinematográfica de Ricardo Darín está estrecha, inequívoca, irrevocablemente ligada al policial. El arco del “Darín-de-género” va desde un papel de matoncito en El desquite, de Juan Carlos Desanzo (1983) –o, si se quiere, desde La discoteca del amor, de Adolfo Aristarain– hasta Séptimo, la película que estrena el jueves que viene, y pasa por, entre otros títulos, aquella pequeña pieza de venganza de la clase media contra el sistema que fue Perdido por perdido, de Alberto Lecchi (que este año cumple veinte y que muchos consideraron un quiebre en la carrera del actor, apreciación que él comparte); los dos relatos fundamentales en los que lo dirigió Fabián Bielinsky (Nueve reinas y El aura), el que fue su debut en la dirección, heredado de Eduardo Mignogna, La señal; la primera de las dos películas que lleva filmadas con Pablo Trapero (Carancho), y el éxito nacional del verano pasado: Tesis sobre un homicidio.
Las evidencias están a la vista y son la excusa más que perfecta para volver a hablar del tema. De la relación de Darín con el policial, y de cómo, por alguna razón, incluso cuando le toca interpretar a cretinos de distinta laya, el espectador parece no poder dejar de sentir cierta simpatía por ellos. Acaso el secreto de su éxito –esa simpatía, esa picardía natural, callejera, que Darín lleva tan bien– pueda considerarse una limitación. O eso mismo fue lo que le planteó Bielinsky, que, recuerda el actor, en Nueve reinas le pidió que no sonriera. “Y sí, es una cagada”, dijo Darín un tiempo después de aquel film-revelación. “Mi personaje en esa película es un tipo que entrega a su hermana para ver si cobra una guita y baja unos conceptos deleznables, pero generó cierta empatía con el público.” Quizás, arriesgó, esto se deba a “una intoxicación de familiaridad con la persona detrás del personaje: hace tanto que laburo, desde tan chico, que sobre todo entre la gente grande, muchos pueden estar intoxicados de mi persona. A veces pienso en tomarme –y proponerles– un descanso de mí”.
Algo semejante ocurrió con el taxidermista epiléptico con un plan para el perfecto robo-al-banco de El aura, o el agente judicial que violenta alguna que otra regla (además de domicilios privados) como parte de su obsesiva investigación en El secreto de sus ojos: interpretados por Darín, quizás a su pesar, hasta sus personajes con más dobleces son héroes. Pero puede ser que ahora, con Séptimo, la fórmula, finalmente, se haya invertido un poco: su personaje es un hombre lanzado a la búsqueda desesperada de sus hijos; y sin embargo, los detalles que lo rodean y parecen definirlo no lo vuelven un tipo especialmente agradable ni confiable. En las primeras escenas nos enteramos de que el protagonista es un abogado que está trabajando en la defensa de un personaje nefasto, público y poderoso. Sabemos que el abogado acaba de separarse de su esposa española (Belén Rueda) e intuimos (y luego confirmamos) que no ha sido un marido modelo. Lo vemos mascullar malhumoradas puteadas (dirigidas por lo bajo a un ex cuñado, a un vecino). “Yo no sé a qué se debe que a veces uno sienta simpatía por ciertos cretinos –le dice Darín a Radar–; debe tener que ver con la composición cromosómica. Todavía no terminé de tomar distancia de Séptimo y necesito devoluciones, que son las que me acomodan los tantos en la cabeza después de un proceso muy largo, que empezó cuando me encontré con el libro hasta las discusiones con el director, los actores, los productores; más los ensayos, las correcciones, la posproducción y las escenas que volvimos a filmar. En el medio de todo eso perdí objetividad. Siempre necesito algún tirón de oreja, que te hagan ver cosas que te pasaron desapercibidas, pero que se vuelven importantes en términos cinematográficos, por el tamaño de la pantalla. Yo leo en la primera secuencia de Séptimo que hay un tipo en un auto, un BMW más bien antigüito, que habla de cierta pretensión del personaje, que viene haciéndose el canchero con su secretaria, alardeando un poco de cierta soltura de ciudadano porque se acaba de separar. Vos le ponés ciertos componentes al personaje, lo maquillás, le hacés un nudo, le ponés una corbata y un celular en la mano, y de pronto tenés un tipo que no va a ser aceptado por la sociedad; pero a su vez, por ahí hay en un momento algo en la película, una respiración, una manera de mirar en un momento clave, algo, un detalle que genera una empatía con el público que no esperabas, que no tenías planeada. Yo me meto en las salas a verla con la gente para poder ver eso.”
Apenas empieza la película, el abogado juega con sus hijos un juego habitual entre ellos: una carrera del séptimo piso a la planta baja; él por el ascensor, ellos por las escaleras. Pero cuando llega al palier del edificio, los chicos no están. No pueden haber salido, les asegura el portero. Tampoco aparecen en escaleras, ni en los pasillos. Se involucra el comisario que vive en el tercer piso. Empiezan a tocar timbres. Se baraja la hipótesis de un secuestro. Desesperación. Es un clásico: el hombre común atrapado en una situación extraordinaria.
Suele entenderse que el buen policial funciona como catalizador de lecturas de determinado contexto social (y hasta político), que quedan expresadas o sugeridas en su anécdota, y en el micromundo particular que describe. Aunque en su último tramo se desconcentra y diluye, la primera mitad de Séptimo, es decir, mientras la película casi no abandona el ámbito único del edificio en el que desaparecen los hijos del protagonista, parece apuntar en ese sentido. Aparecen sin estridencia vagas consideraciones “de clase” (sospechar de... ¡el portero!), sobre las instituciones (sospechar del comisario que vive en el mismo edificio y que pronto se involucra en la historia: “En estos casos siempre hay un cana metido”, dice el protagonista), sobre la Justicia (mientras Darín busca a sus hijos, en Tribunales se desarrolla una intensa transa que reclama su presencia). El protagonista de un policial no puede sino ser un personaje definido en términos morales.
Alguna vez dijiste que te habían identificado con cierta indefinición nacional, con “el ciudadano argentino que podía moverse un poco para acá, un poco para allá, y no terminaba de ser ninguna cosa”. Pero a esta altura debés tener alguna teoría acerca de por qué te convertiste en el principal actor del policial argentino...
–Creo que atravesando distintos estadios llegué, sin querer, obviamente, a conformar un perfil de ciudadano común. Y el ciudadano común puesto al servicio del policial le da una proximidad que no sé si se le aceptamos al cine americano clásico. Yo creo que todo pasa porque la gente llega a pensar: “Si le pasa a este tipo, me puede pasar a mí”. Creo que la familiaridad que yo siento con la gente por la calle habla de una distancia que ya no existe. Le debo un gran aporte a este perfil a Bielinsky, a lo que él se propuso conmigo, que es mostrar mi zona más oscura. Fue un aporte inesperado, impensado, me encantó; esto fue lo que empezó a aparecer y a fusionarse, y dio lugar a este ciudadano común, el tipo de a pie que se puede ver envuelto en cualquier situación. Bueno, digamos la posibilidad de desarrollar las potencialidades del hombre común.
Es casi inevitable: Séptimo está destinada a ser “la nueva de Darín”. Está dirigida por el español Patxi Amezcua, rodada en Buenos Aires, y protagonizada por un reparto de famosos (Luis Ziembrowsky como el portero, Osvaldo Santoro como el comisario), pero no caben dudas de que así es como mucha gente la va a reconocer cuando llegue a los cines en unos días: como “la nueva de Darín”. Probablemente así es como muchos pedirán la entrada. Y es que Darín parece haberse convertido en el garante de las películas que protagoniza: aquel que, como ocurrió con casi todos sus últimas películas estrenadas, va a ser el responsable de que Séptimo lleve a las salas entre medio millón y un millón de espectadores. Pasó con Tesis sobre un homicidio (que a principios de este año superó el millón de entradas vendidas); pasó el año pasado con Elefante blanco (la película de Pablo Trapero en la que interpretó a un cura villero: casi 800 mil espectadores) y ya había pasado antes con Carancho (su primer trabajo junto a Trapero, el primero de este director que reunió más de 600 mil espectadores). Entre estas últimas dos estrenó Un cuento chino (de Sebastián Borensztein, más de 900 mil), y dos años antes de ésta, El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella. Queda claro que Darín es, por su poder de convocatoria casi infalible, la estrella del cine argentino. Sin dejar de asumirlo, elabora con modestia ciertos pretextos para explicar su éxito. Habla de coincidencias, de accidentes. “Y es que no puedo hacerme cargo prepotentemente de cosas que no manejo. Tengo un ejemplo que es lo que pasó con mis películas en España. Allá, los caprichos de las distribuidoras produjeron que en un período de un año y medio, dos años, yo llegara a tener seis películas en cartel. Muchos me decían que no recordaban un caso igual, pero pasó que de pronto estaban El hijo de la novia, Kamchatka, El mismo amor, la misma lluvia, una atrás de otra, y los españoles diciendo: ‘Pero... y este tipo, ¿de dónde salió, de un reality?’. Y en parte había tenido que ver con que yo le rompí las bolas a Campanella sobre que había que estrenar El mismo amor... allá, aunque él ya estaba en otra cosa, y al final fue un éxito. Lo cuento justamente porque no es que me siento un súper ganador. No es (dice, impostando pose canchera) ‘¿Sabés qué? Yo la tengo re clara’. Es producto de una anomalía que no está en mis manos, producto de decisiones de otros tipos.”
Y finalmente, si no fuera la estrella del millón de espectadores que es, la entrevista que publicó la revista Brando a principios de año –y la decisión de destacar aquello de “Quisiera que alguien me explicara el crecimiento patrimonial de los Kirchner”– no hubiera levantado el polvo que levantó, con respuesta casi inmediata, y directa, de la mismísima CFK. Con alguna perspectiva, ahora puede decir que “al final todo aquello no sirvió para nada. Fue cooptado tanto de un lado como de otro; me pasó que me abrazaban tipos por la calle con los que yo no me sentaría a cruzar dos palabras. Las lecturas que se hicieron en voz alta de esa pregunta abonaban para un solo lado de una manera estrepitosa. Y también del otro lado –y lamento hablar de dos lados, porque debería haber ocho– fue una crispación infantil, de lectura rápida, sin prestar demasiada atención. Si te vas a permitir el atrevimiento de cagar a puteadas a un tipo, tomate el trabajo de averiguar qué fue lo que quiso decir. Y lo lamento profundamente por eso, porque no sirvió para nada, sirvió sólo para que quede en una anécdota, que cada uno tratara de sacar algún provecho. Cada uno, menos yo, que no estaba buscando nada: fue una de las muchas cosas que se dijeron en una conversación con un amigo, tomando café, comiendo, pero se convirtió en una cosa que no paraba, no paraba y no paraba. Me generó cierta prevención, pero a la vez me aseguré de que este episodio no se convirtiera para mí en una especie de mordaza, porque eso sí que sería la argentinidad al palo”.
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