› Por Ana María Shua
Una extraordinaria revolución sacudió las bases mismas de la cultura cuando se creó el primer mundo virtual: la escritura, una tecnología muy reciente en nuestra historia. Por primera vez la humanidad tuvo acceso a un conocimiento que iba más allá de la memoria individual y que prescindía del intercambio directo entre las personas. Como lo señala Walter Ong, en su libro Oralidad y escritura, la imprenta y la informática son apenas la continuación de esa transformación enorme y, en su momento, muy objetada.
En el Fedro y en la Séptima Carta, Platón dirige contra la escritura las mismas críticas que se usan hoy para impugnar el universo digital, y que también se dirigieron contra la imprenta.
1) La escritura es inhumana: establece fuera del pensamiento lo que sólo puede existir dentro de él. Es un objeto, un producto manufacturado. Es artificial.
2) La escritura destruye la memoria y debilita la mente. Como ya no es necesario recordarlo todo, el pensamiento se atrofia por falta de ejercicio.
3) Un texto escrito no produce respuestas, no es posible interrogarlo ni pedirle explicaciones, como se hace con un maestro.
La imprenta recibe acusaciones parecidas. “La abundancia de libros hace menos estudiosos a los hombres”, dicen algunos. El exceso de información, piensan otros, no permite profundizar y lleva a un conocimiento superficial.
Por otra parte, cualquiera de estas tecnologías ingresa, al principio, en sectores restringidos de la sociedad. La escritura, y en particular la alfabética, necesita herramientas que, en su momento, no eran accesibles para cualquiera: estilos, pinceles, plumas, papiros, pergaminos.
Podemos imaginar el rechazo que habrá originado entre muchos lectores la aparición del códice, el formato de libro que conocemos hoy, con el consiguiente desplazamiento del papiro enrollado. Quien desenrolla un papiro puede decidir la cantidad de superficie escrita que tendrá ante sus ojos, sólo limitada por la posibilidad de estirar los brazos. Debe haber sido duro para muchos lectores encontrarse constreñidos a la extensión de la página.
Hoy, con Internet, estamos asistiendo a una revolución comparable a la invención de la imprenta: la posibilidad de que más conocimiento sea accesible a más personas. ¿Significó la imprenta el fin de la cultura? Por supuesto: si la escritura terminó con las culturas orales, la imprenta fue el fin de la cultura medieval, considerada como recopilación. Podemos imaginar la reacción de un monje copista frente a semejante engendro demoníaco.
Como siempre hay un error o un pecado en la raíz de la cultura, los nuevos cambios tecnológicos nos traen la vieja sensación de catástrofe universal. La industria editorial tiembla ante la amenaza del e-book, que ya es parte del presente y quizá sea el futuro. Hay que evitar el pensamiento milenarista. Ni la televisión hizo desaparecer a la radio, ni el cine hizo desaparecer al teatro, ni las tarjetas de crédito hicieron desaparecer a los billetes. Es posible imaginar una larga convivencia entre el libro en papel y el e-book, en la que quizás el libro en papel se convierta poco a poco en un objeto de lujo.
El mercado del libro digital llega al 25 por ciento de las ventas totales de libros en Estados Unidos. En Japón están de moda otra vez los folletines, que los autores van escribiendo a medida que se lee: cada capítulo semanal llega directamente al teléfono de los lectores. En el mercado en español, solamente un 2,5 por ciento de los libros se vende en formato digital. Pero, ¿los libros que se venden son los libros que se leen? Conozco personalmente a mucha gente que lee e-books en español. No conozco a nadie que los compre. ¿Somos los latinos más proclives a la piratería que los anglosajones? A riesgo de ser políticamente incorrecta, tengo que admitir que es muy posible. Pero, los e-books en español, ¿no son acaso absurdamente caros?
El e-book tiene algunas cualidades maravillosas. Se puede modificar el tamaño de la letra, no ocupa lugar, es perfecto para llevar en un viaje. El libro en papel no necesita recarga, huele bien y se puede hojear. Mientras los lectores electrónicos no permitan hojear un libro, el placer y la utilidad de los e-books estará limitado.
Entretanto, el libro, su esencia, sigue allí. Más allá de su soporte, la escritura sigue produciendo sus extraños efectos. El que lee está profundamente solo. El que lee no es fácil de manipular. Mientras lee no puede recibir mensajes publicitarios, es inmune a los discursos políticos, no forma parte de su familia ni de ninguna otra. Es un ser asocial, un mal consumidor. Lee, abstraído y feroz. Se incorpora al torrente de las letras, se deja llevar sin hundirse, feliz de participar en la corriente del más humano de los ríos, ese conjunto limitado de signos capaz de contener todos los universos posibles: el infinito, incorpóreo acontecer de la palabra escrita.
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