FOTOGRAFíA > EDUARDO LONGONI, REPORTERO GRáFICO
Hace poco más de un mes, Eduardo Longoni fue nombrado Personalidad Destacada de la Cultura por la Legislatura porteña. Es la primera vez que se le otorga la distinción a un reportero gráfico que, además, contribuyó a construir la memoria de los años más duros de la historia argentina. Poco antes de que publique su nuevo libro, Destiempos, Radar reconstruye una carrera que lo tuvo como testigo de la dictadura de Videla, del Juicio a las Juntas y del copamiento de La Tablada, pero también de la Argentina más secreta, la de los monjes cartujos, el Carnaval norteño y los menonitas, siempre con la misma mezcla de oficio e intensidad.
› Por Marcos Zimmermann
Longoni escapa de su casa con sus apuntes de historia bajo el brazo. No aguanta la aspiradora que pasa su tía bajo su cama, cada madrugada. Es 7 de noviembre de 1979 y acaba de salir de la conscripción. Llega a la puerta de la agencia Noticias Argentinas donde se encuentra a un hombre bonachón a quien le pide trabajo. Miguel Angel Cuarterolo lo mira con ternura y le dice que vuelva mañana, cuando quizás algún fotógrafo le quiera empezar a enseñar la profesión. Al día siguiente, apenas llega a la puerta, es casi arrasado por varios fotógrafos del staff que dejan sus respectivos closets disparados hacia los cuatro puntos cardinales de la ciudad a la captura de notas. Es el tiempo de la dictadura, de los hechos inesperados y de la violencia. Longoni medita un momento. Se sienta en la puerta, se pone a leer sus apuntes de historia y espera. Sabe que el tiempo le dará su oportunidad. Siempre lo supo. El tiempo siempre es su aliado. De repente aparece un hombre desencajado. Se llama Jorge Brinsek y dice a los gritos que ha habido un atentado en Belgrano y que necesita un fotógrafo. No hay nadie y Longoni ve su oportunidad. Va hasta los closets que han quedado semiabiertos por el apuro con que han salido los chasiretes y se saca las zapatillas llenas de barro que traía del partido que jugó la tarde anterior en el potrero de la costanera con los cafishos de los piringundines de la calle 25 de Mayo, que quedan a la vuelta de donde nació. Sabe que no puede llegar a la primera nota de su vida con esas zapatillas así de embarradas. Le duele la pierna derecha. Kokeshi, una madama de uno de esos cabarets, el “Blue Cabot”, le curó ayer con alcohol de quemar el tajo que le había hecho Manguera con el botín, cuando le pateó un directo a la canilla. Sus medias también están empapadas con barrito de río mezclado con sangre. Se las quita. Busca en los closets semiabiertos de los fotógrafos un par de zapatos que le vayan. Se prueba unos de Jorge Aguirre que le quedan grandes. Insiste con otros pares, sin resultado: se prueba, sin saberlo, los zapatos del portero, los del ascensorista, los del director de relaciones institucionales y hasta unos de pana negros con un moño a lo casanova, que en el interior dicen “Robados al director”. Hace fuerza pero no le entran. El tiempo pasa. Afuera Brinsek grita “¡Ongoni!”, “¡Ongoni!”, cada vez más desesperado. Finalmente Eduardo Longoni encuentra unos zapatos abotinados, elegantísimos, de Miguel Angel Cuarterolo, que le calzan como un guante. Se los pone. Se lava la cara, rebobina un rollo de película virgen de 36 exposiciones en un santiamén, toma la Olympus de su bolso, abre sus ojos verdes y salta sobre el taxi que tiene pronto Brinsek en la calle. Recién allí le pregunta adónde van.
Cuando llegan a Belgrano se enteran de que el hecho de sangre se trata del atentado a Roberto Alemann que inició la llamada contraofensiva montonera. En su precaria Olympus Longoni tiene sólo un lente corto. Necesita estar más cerca y hay un cordón de milicos rodeando la escena del hecho. Aprovechando su pelada de colimba, le dice a un teniente de guardia que es fotógrafo del primer cuerpo del ejército. El tipo le cree y Longoni cruza el cerco detrás del cual quedan todos los demás fotógrafos de otros medios. Se acerca sigilosamente a Martínez de Hoz y al auto de Alemann, casi como el asesino de John Lennon, y hace sus primeras ocho fotos de reportero gráfico con su pequeña cámara. Retrata el auto baleado y a Martínez de Hoz como una Barbie desencajada. Ahí siente por primera vez que en la mano no tiene una cámara de fotos, sino un rayo cósmico. Sigue caminando y un poco más adelante se tropieza con Videla que está rezando en la capilla Stella Maris. Cuando Longoni le apunta con la cámara, el dictador levanta la mirada molesto y lo rodean varios parapoliciales de anteojos negros que, se da cuenta inmediatamente, no son santos. Longoni tiene miedo, pero siempre pensó que el miedo no debe helar, sino servir para despertar precaución. Entonces se persigna para disimular. El carnicero del Río de la Plata sigue rezando las 777.777 avemarías y 999.999 padrenuestros que le dio el cura como penitencia sólo para ese día. Longoni advierte que Videla está absorto en las miles de oraciones que aún le faltan para terminar y se toma su tiempo. Cuando ve aparecer al cura detrás, dando la comunión, dispara a quemarropa. La foto está hecha. La bestia queda transformada en una estatua de sal, piadosa y absurda. Su cámara dice foto nº 10. Disimuladamente prepara un rollo falso, por si le quieren sacar el bueno. En ese momento, Longoni siente que, en tan poco rato, entendió una buena parte sobre el poder del reportaje gráfico y esto lo tranquiliza aún más. Está pensando en esto cuando la caballería lo atropella en Plaza de Mayo junto a dos Madres de la Plaza. Vuelve a disparar velozmente desde donde está, e inmortaliza esa represión desmedida y dispar. El rollo va por la foto nº 12 y Longoni ya casi siente que tiene criptonita en la cámara. Da entonces un paso y llega a La Tablada donde en la Avenida Crovara le llueven las balas desde todos lados. Se guarece precariamente con el cordón de la vereda pero no se inmuta. Piensa, no en la foto que tomará, sino desde dónde puede tomar la mejor foto. Las balas zumban y zumban. Pero no se inquieta. Ya ha aprendido varias cosas. Sobre todo, lo importante que es conseguir el mejor punto de vista. Su calma lo ayuda a ser paciente en los peores momentos. Busca con la mirada el lugar que le dé una posición que lo ayude a narrar toda la situación. Observa los alrededores y ve una ventana abierta. Corre hacia ella, mete una pierna en el vano, luego la otra y aterriza en un comedor donde una familia, con la boca abierta, mira en un televisor lo que está pasando frente a su propia casa. Sin ser visto, Longoni da un paso largo por sobre los fideos con tuco que se enfrían sobre la mesa, llega al patio, sube una escalera despacio, trepa al techo y se mete en el tanque de agua. Un escozor frío le eriza la entrepierna pero, a la vez, lo alivia del calor. Los zapatos de Cuarterolo, su gran maestro, se convierten rápidamente en galochas. Desde ese bunker tiene una visión más precisa, más general, más sabia. Se agacha hasta que el agua le llega a la punta de la nariz. Pone el ojo en el agujero del desagüe que queda justo por sobre el nivel del agua y se siente casi como el almirante Nelson en Viaje al fondo del mar. Espera. Afuera, la balacera se intensifica y varios disparos rebotan en el tanque. Entonces mete el teleobjetivo por el agujero y dispara dos veces. Hace la foto histórica de un joven vivo, que luego fusilarían. Sabe que, tal como era el tiempo de arriesgar, ahora era tiempo de escapar. Así es que salta del tanque, empapado, y baja, seguro que tiene la mejor foto del asalto al cuartel de La Tablada, la más estremecedora: la nº 17 de su rollo. Se reconoce un poco turbado por esta nueva manera de mirar la historia desde una cámara de fotos, que se ve mucho más movida de lo que se veía desde sus estudios universitarios. Ha empezado a entender lo que es el oficio y a manejar a su aliado el tiempo. En el camino a la redacción hace varias fotos de box, que piensa, lo ayudan a ejercitar la velocidad de reflejos: fotos nº 18 y nº 19. Desde el cuadrilátero da un pequeño paso y, en un intento de fotografiar la fe católica en la Argentina, desembarca en el monasterio de los cartujos en Córdoba, en pleno Medioevo. Allí se encierra y medita. Saca una foto el primer día. Su rollo dice foto nº 20. El resto del tiempo mira, observa a los monjes y escucha sus rezos. Luego duerme en su celda. Dispara otra vez, al día siguiente, la foto nº 21 y sigue pensando, durmiendo y ejercitando la paciencia, amasando aún más el tiempo. Al tercer día dispara otra vez y ahí se da cuenta que ya capturó la forma humana de Dios en la foto nº 22. Decide partir. Pero, a la mañana, cuando se sienta en la cama para vestirse, un toro de Casabindo que pasa rozando la cama casi lo atropella. Saca la cámara de abajo de la almohada y lo fotografía frente a un torero que lo azuza desde la puerta, en medio del sol que inunda la celda de repente: foto nº 23. En ese momento, los diablos de la quebrada empiezan a bajar por la cabecera de la cama. Longoni les dispara también a ellos: foto nº 24 y 25. Casi al mismo tiempo, a los pies del lecho pasa un carro con menonitas. Los fotografía varias veces. Mira el contador de su cámara que dice foto nº 28. En ese momento se siente a destiempo del mundo y se da cuenta de que ese es un gran título para esa serie. Lo anota en una libretita. Pero, cuando levanta la vista está en el estadio Azteca y ve a Maradona avanzar hacia el arco detrás del cual está él con su cámara. Longoni presiente lo que va a suceder y lo espera agazapado entre las sábanas. Desde allí estira su brazo hacia el piso y alcanza una lente 85mm que tiene guardada en uno de los zapatos húmedos de Cuarterolo, que están debajo de la cama. La cambia por la 300mm más rápido que ligero. A pesar de saber que ya ha fotografiado a dios en el monasterio dispara nuevamente. Y, esta vez, es la mano de dios la que queda registrada para siempre. En la foto nº 29. Eduardo Longoni vuelve a la redacción y, en el camino, recuerda la primera muestra de los Reporteros Gráficos, que hará en el año ’81. La reunión clandestina que la precederá en el estudio de un fotógrafo y la inauguración que tendrá lugar en el Centro de Residentes Azuleños en Buenos Aires. Se acuerda de cómo todos retocarán las fotos de otros compañeros, sus hermanos hasta hoy en día. Piensa también en el tiempo que pasará desde sus primeras charlas con Sabato y Benedetti. Las tardes en Santos Lugares y el tiempo y el dinero que se jugará para llegar hasta Montevideo, retratar al uruguayo y en hacer ambos libros. Piensa en cómo lidiará toda la vida con la historia y con el tiempo y en cómo profundizará su mirada en sus ensayos posteriores. Recuerda otros libros que realizará como proyectos personales: Aires de buenos tangos, Patagonia, Oliverio Girondo, Violencias, Sitios infinitos y el último, Destiempos, que publicará por Ediciones Larivière. Longoni reflexiona sobre todo esto mientras se da cuenta de que está caminando hacia la Legislatura porteña. En pocos minutos va a ser nombrado Personalidad Destacada de la Cultura. Es la primera vez que esta distinción tan honrosa se le da a un reportero gráfico. Está contento. Por el reconocimiento a su propio trabajo, pero aún más, por el reconocimiento implícito a los reporteros gráficos y a todos los que con la fotografía documental son capaces de congelar el tiempo histórico para que otros lo vean y vean a quienes no tienen visibilidad. Longoni se da cuenta también que ya tiene una hija. Paloma, la bella adolescente, lo acompaña de la mano, orgullosa de su padre. En un momento lo mira y le dice:
–“Papá, ¿si esto te lo dieran en Inglaterra te hubieran nombrado sir, ¿no es cierto?
Sir Eduard Longony, el del fútbol de potrero y las zapatillas embarradas, el amigo de Kokeshi y de Manguera, dueños de los piringundines del Bajo, el de la fotografía directa en blanco y negro sin colores extravagantes ni tamaños desmedidos, el Longoni que agradece siempre la experiencia que le dio fotografiar en la calle, frotarse contra la realidad y rasparse con la historia, el Eduardo Longoni bien nuestro que se jugó el pellejo para dejar testimonios vivos de los últimos treinta años y que todavía mezcla calma, velocidad, oficio y criptonita en sus fotografías, en fin, el Longoni que posee claridad de pensamiento y corazón bien orientado, es ahora, dicho por su propia hija, nuestro primer sir argentino. Y, aún así, en su rollo aún quedan muchas tomas por hacer. ¡No me vengan a decir ahora que la mano de Dios no existe! El mismo Eduardo Longoni tiene una fotografía que lo prueba... desde hace tiempo.
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