Teatro Abierto nació en julio de 1981 por la necesidad de un grupo de actores, directores y dramaturgos de hacer llegar sus creaciones a un público amplio y de reivindicar el teatro nacional, cuya misma existencia había sido puesta en duda por las autoridades militares. Pero terminó siendo mucho más que eso, un verdadero foro de resistencia política y cultural contra la dictadura. A partir del 29 de octubre y a lo largo de noviembre, la Televisión Pública pondrá al aire trece de las obras que se estrenaron en aquellos años, tratando de combinar aquel espíritu austero de las puestas originales con un remozado lenguaje televisivo, con directores de la vieja y nueva guardia y un elenco de actores apabullante. Radar reconstruye aquella experiencia del original e indaga en los puentes que desde Teatro Abierto se tendieron hacia el presente.
› Por Mercedes Halfon
Fue una reacción. Fue una epopeya. Fue algo íntimo. Fue multitudinario. Fue un acontecimiento político. Un mítin antifascista. Parte de la militancia. Fue estéticamente dispar. Los predicados sobre Teatro Abierto son diversos porque intentan poner en palabras un hecho sin precedentes prácticamente en el mundo, que iba a pasar a la historia casi sin necesidad de la mediación de un pensamiento ulterior. ¿Qué fue exactamente? Un grupo de autores, directores, actores y otros artistas vinculados con la escena que se unieron para hacer una serie de obras que en medio de la última dictadura militar lograron quebrar el silencio para alzar una voz que, con las virtudes de la metáfora, logró oponerse a la feroz represión. Teatro Abierto existió y se hizo fuerte en lo adverso por la valentía y voluntad de sus protagonistas. Así fue que se grabó en la memoria de quienes lo vivieron: en el mismo exacto momento en el que, para sorpresa de todos, eso estaba ocurriendo. Una sorpresa que también llegó a los oídos equivocados, quienes una semana después de que empezaran las funciones colocaron una bomba que hizo estallar el Teatro Picadero. Las esquirlas todavía vuelan por el aire.
La democracia volvió en 1983, dos años después de la primera edición del ciclo, que tuvo otras entregas entre 1982 y 1985. Tres décadas han pasado. Por eso la TV Pública decidió hacer un homenaje con una serie de programas especiales, con trece de las obras que participaron en TA, con un formato adaptado para televisión. Paralelamente, la Secretaría de Cultura organizó un concurso de dramaturgia y un ciclo de obras también en homenaje. Se verán: Gris de ausencia, de Roberto Cossa, con dirección de Agustín Alezzo; Decir sí, de Griselda Gambaro, con dirección de Ciro Zorzoli, y Papá querido, de Aída Bortnik, con dirección de Javier Daulte. Todo en el mismísimo Picadero, recientemente recuperado y puesto en valor.
En las emisiones de la Televisión Pública, cada programa tendrá una versión de una de las obras –cada una de ellas con director y elenco distintos– y luego Darío Grandinetti, conductor del ciclo, conversará con los protagonistas de la propuesta original: desde directores y autores a dueños de salas, músicos, periodistas, actores y acomodadores, con la idea no sólo de rescatar del olvido el trabajo de todos y todas los que estuvieron involucrados, sino también intentar un retrato lo más verdadero posible de la magnitud, locura y características de todo aquello.
Será una vuelta sobre ese cuerpo textual y vital desde nuevas perspectivas, un cruce de generaciones: actores y directores de hoy, haciendo las obras de ayer, con la colaboración de directores y actores que participaron en la primera edición. Una mezcla de homenaje y recuerdo, con recreación y revisión, de tablas y pantallas. Un arco que va de Teatro Abierto a Televisión Digital Abierta.
El 28 de julio de 1981 fue el comienzo. Un día bisagra en que, tendiendo una mano hacia el espíritu del mejor teatro independiente de antaño, y otra hacia el futuro, al echar una luz en el diezmado campo de la escena vernácula, se iniciaron las funciones de TA. Nacido de la iniciativa de Osvaldo Dragún, el proyecto fue llevado a cabo por él, junto a Roberto Cossa y Carlos Somigliana en la mesa chica, quienes a su vez convocaron a otro grupo de autores teatrales a aportar lo suyo. Concretamente, la propuesta fue poner en escena 21 obras de autores nacionales, en funciones los siete días de la semana, de a tres obras por jornada, a un precio accesible. Se podía comprar un abono por todas las obras o ir sacando día a día las entradas. Eran jornadas largas, intensas, donde el público, híper movilizado, también participaba en ese clima de entusiasmo asambleístico.
La función se inauguró con la lectura de un texto escrito por Carlos Somigliana, donde se enunciaba el porqué de hacer TA: “¿Por qué hacemos Teatro Abierto? Porque queremos demostrar la existencia y vitalidad del teatro argentino tantas veces negada; porque siendo el teatro un fenómeno cultural eminentemente social y comunitario, intentamos mediante la alta calidad de los espectáculos y el bajo precio de las localidades, recuperar a un público masivo; porque sentimos que todos juntos somos más que la suma de cada uno de nosotros; porque pretendemos ejercitar en forma adulta y responsable nuestro derecho a la libertad de opinión; porque necesitamos encontrar nuevas formas de expresión que nos liberen de esquemas chatamente mercantilistas; porque anhelamos que nuestra fraternal solidaridad sea más importante que nuestras individualidades competitivas; porque amamos dolorosamente a nuestro país y éste es el único homenaje que sabemos hacerle, y porque, por encima de todas las razones, nos sentimos felices de estar juntos”. Hay que saber que el gobierno militar había suprimido en 1979 la cátedra de Teatro Argentino del Conservatorio Nacional, alegando que ese teatro no existía. Con el correr de los días pudieron verse obras escritas especialmente para la ocasión por Aída Bortnik, Roberto Cossa, Griselda Gambaro, Carlos Gorostiza, Ricardo Monti, Eduardo Pavlovsky, Ricardo Halac, Pacho O’Donnell, Jorge Goldenberg y Osvaldo Dragún, entre otros. La dirección estuvo a cargo de Alberto Ure, Francisco Javier, Osvaldo Bonet, Raúl Serrano, Carlos Gandolfo, Agustín Alezzo, Jaime Kogan, y siguen las firmas.
Pero al finalizar la primera semana de funciones en el Teatro Picadero, un grupo de tareas se ocupó de poner un artefacto explosivo en el centro mismo del escenario. Se derritieron los cimientos de hierro y el teatro se vino abajo. El acontecimiento de TA, ya de por sí marcado con tintes políticos, se agigantó hasta cobrar la dimensión que hoy tiene. Una gran cantidad de empresarios teatrales ofrecieron sus salas de la calle Corrientes para que las funciones pudieran continuar. El elegido fue el mítico Teatro Tabaris, donde en horario nocturno hacía un espectáculo de revista nada menos que Jorge Corona.
Nadie se dejó amedrentar. Aunque el aviso fue claro: eso que estaba sucediendo ahí no era gratis, no era ingenuo, el mensaje que se estaba emitiendo desde esas tablas había llegado.
“Tenía que estar ahí. No había otro lugar donde estar” es la frase que más se repite entre quienes participaron arriba o abajo del escenario y hoy lo recuerdan. Esa especie de inminencia, sentido del deber, contagio, es el sentimiento más notable. Cipe Friedman, hoy productora del ciclo de Canal 7 y Tranquilo Producciones, es la primera que la dice. Bastante emocionada relata cómo, allá por el ’81, no se perdía ni una de las funciones: “Vivía ahí. Chacho Dragún fue un hermano del alma, con el que empecé a trabajar en el teatro independiente. Y uno en esa época tenía una militancia. TA formaba parte de la militancia. Además ¡te hacía bien participar! Mucha gente que estaba prohibida en cine y en TV seguía haciendo teatro, porque para los militares, que eran bastante brutos, no parecía algo tan relevante. Entonces uno defendía ese reducto. Ese lugar contestatario. Por supuesto que después sí se dieron cuenta de la importancia y ahí prendieron fuego el Picadero.”
Algo similar afirma Eduardo Pavlovsky, autor de Tercero incluido, que también estará dentro de las nuevas puestas de Canal 7: “Había tanta gente, con un fervor casi revolucionario. El acto político fueron los cuerpos de ellos avanzando por la calle para ver TA. Fue una epopeya del teatro argentino. Escribí la obra para estar junto a Cossa y a Dragún, en esa lucha cultural, y me alegro mucho de haber estado en esos festejos que me permitieron vivir”. Y es llamativo, porque tanto él como Griselda Gambaro –que como la mayoría de los autores de TA provenían de la escena de los ’60– estaban dentro de la tendencia de los absurdistas, casi la vereda de enfrente del realismo enarbolado precisamente por Cossa, Dragún y otros. Por eso Gambaro explica: “La dictadura había limado todas las asperezas estéticas, se supo dónde cada uno estaba parado, entonces se borraron esas desavenencias. De hecho, mi obra fue la que abrió TA en esa primera edición de 1981. Para todos significó la unión de numerosos artistas que trabajaron gratuitamente para hacer ver que el teatro estaba vivo a pesar de la represión”.
Frente a las contradicciones estéticas, se erigió este ciclo. Aunque no todo fuera siempre tan heroico, aunque los miedos agazapados siguieran existiendo. Como lo muestra este fragmento de la crónica periodística de Alberto Ure sobre el fin del ciclo de 1981, que rescata la historiadora del teatro Beatriz Trastoy en un ensayo sobre el tema: “Después todos los participantes de Teatro Abierto nos fuimos a bailar. Algún inconsciente eligió el salón La Argentina, ¿lo conocen? Es un lugar triste, mal iluminado, de una antigüedad indefinida. Queda en la calle Rodríguez Peña, ¿recuerdan quién fue y de qué se lo acusaba? La realidad empezaba a parecer una obra de Monti. Allí, en La Argentina, brindamos y nos saludamos a los gritos. Nos entregamos recuerdos. Algunos uruguayos bailaron el tango. Todos los demás, cumbia. Sobre nosotros había una gigantesca araña celeste y blanca. Yo la miraba con recelo, y me fui temprano, antes de que le diera hambre”.
¿Cómo va a ser lo que se verá en las emisiones de Canal 7? Trece programas que ofrecen una selección de piezas que, tratando de respetar el espíritu austero del original, han sido cuidadosamente adaptadas al lenguaje televisivo. Entre los directores figuran algunos que fueron de la partida original, como Serrano, Agustoni y Hugo Urquijo, y otros nuevos, como Alejandro Tantanian, Román Podolsky, Lía Jelín, Pepe Cibrián Campoy, Omar Pacheco y Joaquín Bonet. El plantel de actores es apabullante e incluye desde Marilú Marini al Puma Goity, de Pepe Soriano a Virginia Innocenti, pasando por María Onetto, Luciano Cáceres y Diego Velázquez.
Y hay que tener en cuenta que este paso de las tablas a las pantallas no es tan fácil de asimilar por los teatristas de pura cepa. Todos tienen sus salvedades. Roberto Cossa, fundador de TA, cuenta que está chocho por el homenaje, pero marca una duda: “En general, el teatro filmado en forma plana, pierde. Supongo que esto estará hecho pensando justamente en este otro soporte que es el televisivo. Pero hasta que no lo vea no podré decir qué me parece. De todos modos, hay que decir que la televisión propone una difusión enorme: un punto de rating son cien mil espectadores, y esto es un éxito descollante en el teatro, si es que alguien del teatro independiente lo logra alguna vez”.
Alejandro Tantanian fue convocado para hacer La cortina de abalorios, de Ricardo Monti, quien fue otrora su maestro de dramaturgia. “Fue una semana de ensayo y dos días de grabación en piso. Me pareció interesante revisitar estos textos que, además de ser de Monti, con quien siempre quise trabajar y no se había dado hasta ahora, son unos textos indiscutibles, por el acontecimiento que fue Teatro Abierto. Fui espectador siendo adolescente y formó parte sin duda de mi formación, de mi educación sentimental. Creo que lo bueno es poner en perspectiva un hecho tan aglutinante de actores, autores y directores, algo que hoy es tan difícil de conseguir. Esa imantación del campo teatral hacia un mismo objetivo.” Respecto de la pieza que le tocó dirigir, Tantanian explica: “Es una de las más singulares, porque va a buscar el origen de lo que se está viviendo, va al siglo XIX, a la situación de explotación con los ingleses, con la patria ganadera, es algo muy metafórico, muy alegórico para pensar ¿dónde empezó esto? Es un texto muy atractivo. Desde un lugar vital, es una comedia de humor negro, con muchísimo cinismo”.
Cipe Friedman cuenta acerca de las otras emisiones: “Creo que nos vamos a sorprender. Yo lo único que le pedí al Canal 7, a la hora de elegir los directores, es que hubiera una amplitud de criterios. Por eso está por ejemplo un director eminentemente vinculado al musical, como Pepe Cibrián Campoy, que fue inesperado y trabajó de un modo extraordinario, con mucho compromiso con todo el proyecto, u Omar Pacheco, que habitualmente no es un director que les dé un lugar importante a los textos dramáticos, pero es un artista fascinante, con una estética diferente del resto. Fue muy emocionante el caso de Joaquín Bonet, un director joven a quien le tocó hacer la misma pieza que había dirigido su padre, Osvaldo Bonet, que ya estaba muy enfermo y falleció en el transcurso de las grabaciones. Joaquín siguió al pie del cañón y logró un trabajo muy conmovedor”.
Se trata de, por un lado, dejar un registro a través de los programas y las entrevistas posteriores de todo ese conglomerado teatral, político y emotivo. Por otro, de volver a pensar todo el fenómeno, treinta y pocos años después. ¿Qué fue TA entonces? O mejor, ¿qué fue de TA después? ¿En qué se continuó? Una primera aproximación podría indicarnos que Teatro X la Identidad sería algo semejante: emparentados por enfrentar a la dictadura –en un caso en su mismo tiempo histórico, en el otro a posteriori, viéndoselas con sus consecuencias–, y también por tener un objetivo, una función social. Así lo cree Roberto Cossa: “La herencia más clara es Teatro X la Identidad. Tiene la misma estructura de ciclo de obras cortas, elegidas por convocatoria abierta. Claro que hay diferencias en tanto y en cuanto hoy estamos en democracia. Ellos encontraron en las Abuelas una excusa, una gran excusa, que ya está por su 13ª edición. Como TA también fue heredero del teatro independiente, nada se inventa de la nada. Se van modificando en los tiempos y sobre todo en los tiempos políticos. Hoy estamos en otro momento”.
Sin embargo, TA fue algo más: un agente unificador de la escena independiente, un lugar de convergencia de público y realizadores con una impronta política, pero no necesariamente por el contenido de las obras sino por el suceso en sí. Eduardo Pavlovsky reflexiona: “Hoy nada va a tener el mismo efecto, ni siquiera estas mismas piezas en televisión. Se van a desglosar más a nivel obras de teatro. TA fracasó en la democracia. Parece ser que en las dictaduras la gente se pone lúcida. Y en la democracia ya no tenía sentido. Sirvió en esos años. El acontecimiento micropolítico de TA fue justamente la salida de la representación”. En la misma dirección va Tantanian: “No veo nada parecido ni vi. Eso tan unánime, no. Llevar al extremo una forma de mirar las cosas. Hoy habría motivos por los cuales juntarse. Pero ideológicamente es más complejo, hay un cinismo mayor, una imposibilidad de creer en un relato más abarcativo”. Sin dudas, la secuela más fuerte del neoliberalismo en el campo teatral ha sido su atomización. Muy pocos grupos sosteniéndose en el tiempo. Muchos haciendo cosas para cada uno. Esa Fiesta nuestra que fue TA –frente a la siniestra y forzada Fiesta de todos del Mundial ’78– hoy no sería posible. No hay relato superador que lime las diferencias. Y tal vez esto no sea tan malo. Si Teatro Abierto surgió como respuesta a ese dictamen que decía que los autores nacionales no existían, la respuesta a eso, la negación, no quedó sólo en las 21 obras de 1981. La respuesta sigue sucediendo en los centenares de salas y obras –dispersas, pequeñas, autocentradas– que existen en la ciudad de Buenos Aires. Y en esa vitalidad, en esa verborragia, en esa necesidad inexplicable de producir, es que el Teatro sigue Abierto.
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