Dom 20.10.2013
radar

La noche en vela

› Por Mauricio Kartun

Era el año ’82 y estaba por convertirme en padre. Me estaba yendo bien con un microemprendimiento de soldadura eléctrica con el que había empezado a ganarme la vida. Casi me había olvidado del teatro. Chau Misterix había sido estrenada con mucha expectativa, y más allá de alguna que otra crítica favorable, luego de los dos meses de funciones estipuladas, bajó sin pena ni gloria. Los amigos que pusieron plata la perdieron, yo también, quedé endeudado y hasta no pude siquiera ir a buscar la escenografía, porque no tenía dónde guardarla. En ese contexto en el que nada parecía ya vincularme a la dramaturgia, en el que otra vida posible se empezaba a configurar en el panorama, se hace una convocatoria o concurso de obras para la segunda edición de Teatro Abierto. Estaba recién operado de una mano, enyesado, mi mujer estaba en el noveno mes, teníamos la casa embalada y en stand by, porque el parto inminente nos impidió la consumación de una mudanza.

Ninguna de las condiciones exteriores colaboraba para que yo hiciera un texto. Y pasó un hecho muy singular. En principio fue una provocación de mi mujer que me preguntó si yo iba a escribir algo. Y le dije que no iba a poder escribir en esas condiciones. Entonces ella me dijo algo que revela un profundo conocimiento de la psicología masculina y de la mía en particular: Está bueno, porque tenés la excusa perfecta para no presentarte, después ir a ver el ciclo, y decir sin ninguna culpa: Todos esos pelotudos escriben mucho peor que yo. Primero la puteé y después me senté a escribir. Fue un acto de concentración brutal. Esa noche escribí todo a mano, retomé un ejercicio del taller de Monti, lo tomé, lo desarrollé, lo terminé en borrador, a las seis de la mañana mi mujer rompió bolsa, nos subimos a un Citroën destartalado que teníamos, fuimos a la clínica y nació mi hija Luciana. Al otro día cerraba el concurso, así que esa noche puse la Lettera y pasé en limpio todo. El día que cerraba. Dos meses después me llamó Agustín Alezzo, que en ese momento era un referente extraordinario como ahora, pero además muy activo, dirigía dos obras por año. Me dijo que había leído mi obra y que quería dirigirla. Esto fue la revelación de que no tenía que dejar de escribir. Me volví a entusiasmar. Y además nunca pude volver a escribir una obra en una noche, convengamos que por más que sea una obra corta es mucho..., nunca volví a tener esa energía. Fue un punto de inflexión. A partir de La casita de los viejos dejé de tener dudas sobre lo que hacía.

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