Domingo, 1 de diciembre de 2013 | Hoy
Entrevista Se fue de la Argentina a los 12 años para recalar en la ciudad de Granada, tan diferente a su Buenos Aires natal y tan literaria, tan García Lorca. A los 36 años, Andrés Neuman ha hecho una impactante carrera literaria en España, que incluye haber ganado el Premio Alfaguara, y en Argentina no deja de ser un promisorio miembro de la nueva narrativa y la nueva poesía. De visita para presentar su libro de cuentos Hacerse el muerto (Páginas de Espuma), en esta entrevista relata su manera de vivir desdoblado en países y modalidades diferentes del habla, y de cómo logró mantener una identidad entre el cambio y la distancia.
Por Juan Pablo Bertazza
Catorce mil cuatrocientos. Esa es la cantidad de segundos que cifra el jetlag existencial de Andrés Neuman. Cuatro horas de diferencia horaria que hay entre Buenos Aires y Granada. En ese lapso pende su naturaleza de escritor, entre Buenos Aires y Granada, una grieta temporal que lo viene marcando desde esa extraña forma de exilio que experimentó a los doce años. Extraña porque no fue decisión propia sino efecto de la resolución de sus padres músicos (Neuman lo grafica con un atractivo pecado gramatical: “fui ido”), un pasaje que tuvo lugar cuando sus padres se desayunaron literalmente con la noticia de que el entonces presidente Carlos Menem había indultado a los militares. “Tengo una tía a la que secuestraron y torturaron y recuerdo que esa mañana fue la primera vez que leí el periódico con conciencia política”, remarca. Ahí nomás, los padres dijeron “nos vamos”. Mientras Neuman pensaba que esa frase que acababa de escuchar constituía una metáfora, ya le estaban enderezando el asiento del avión, a punto de despegar hacia Granada. “El choque no fue solo ir de Argentina a España sino una doble migración, de una gran capital a una ciudad periférica dentro del código español, una ciudad de 300.000 habitantes”, enfatiza Neuman.
Ese fue el origen, entonces, de su división: la lengua materna, la lengua desencontrada a la fuerza, y la lengua padre, la lengua encontrada con esfuerzo. “Yo a veces digo la concha suya y a veces joder, coño. En mi familia empezamos a oscilar entre el vos y el tú, intercalando lunfardos y españolismos. Hasta el día de hoy, con mi viejo nos tratamos de tú, excepto cuando estamos en Argentina, hasta para nombrarnos hay una oscilación”, dice Neuman, y en su voz hay un eco, una especie de trama de capas geológicas, como si fuera posible excavar su porteñidad perdida que se quiebra, paradójicamente, cuando emplea palabras en inglés con la inconfundible marca española como al decir, por ejemplo, “feedbáck” o “flashbáck”.
Claro que se trató de un lento proceso, favorecido por la permeabilidad de esos años de la primera juventud. Y uno de los factores decisivos que inocularon en Neuman el español ibérico –así como la vida social de Granada– fue, sin lugar a dudas, el fútbol, un deporte en el que desde chico se destacó este joven escritor con trayectoria de escritor senior; y cuya primera novela, Bariloche (1999), resultó finalista del Premio Herralde, que diez años después obtuvo el premio Alfaguara con El viajero del siglo y que luego de esa primera migración empezó a trascender todas las fronteras, a tal punto que en 2010 fue seleccionado por la revista británica Granta entre los 22 mejores narradores jóvenes en español. “Jugar bien al fútbol me había salvado en la primaria porteña de la violencia típica de la educación masculina. Es que el fútbol tiene algo subversivo en tanto suele pasar que el más fuerte no necesariamente es el mejor jugador, y eso genera una grata compensación. Sin embargo, apenas llegué a Granada, entendí que aquel espantoso lugar común que reza que el fútbol es universal es totalmente falso: la velocidad, los pases y, en definitiva, la forma de juego era muy distinta. En Buenos Aires me habían educado para ser un morfón, o un ‘chupón’ como dicen en España, y en Granada me exigían que la soltara rápido. Fue muy duro: me sentía extranjero hasta jugando a la pelota, yo la quería al pie y ellos me la daban al hueco, además tenía que pedirla con acento andaluz porque si no no me la daban y me quedaba sin tocarla durante todo el partido. Parece mentira, pero fue así que, sin darme cuenta, empecé a tratar de sobrevivir idiomáticamente y, al cabo de dos o tres años, mi acento ya era otro.”
Hablando de fútbol, el año que viene es el Mundial, ¿qué vas a hacer si se enfrentan Argentina y España?
–Es una pregunta muy cruel, como preguntarme si quiero más a papá o a mamá y, por suerte, nunca me ocurrió esa situación terrible. Tengo la sospecha de que depende de dónde vea el partido, pero a la contraria, es decir, sospecho que iría con el equipo extranjero. Vi el Mundial 2002 en Argentina y me acuerdo de que en un partido todos estaban contra España y a favor de Corea, entonces me puse mal, me puse muy gallego, mientras que en la Copa Intercontinental entre Boca y el Real Madrid, hinché por Boca porque vi el partido en España.
Así, fue aprendiendo a hacerse un lugar en su nueva vida, incorporando las sutilezas de un idioma tan igual como distinto. Es como si en esos primeros años Neuman hubiera jugado un partido con dos pelotas, y lo mismo sucedió con su incipiente literatura, que respondía también a dos idiomas, tal como sucede, por ejemplo, con la oscilación permanente entre el tú y el vos de su ópera prima, Bariloche. Recién en los últimos tiempos esa inestabilidad encontró un espacio, un lugar habitable en la frontera. Extrañamente, ese hallazgo otra vez no coincide con la literatura sino más bien con la crisis que viene sufriendo España, su país de adopción: “Por fin tengo doble nacionalidad, vi a los dos países irse a la mierda”.
Algunos aseguran que la diferencia entre las crisis de ambos países es que en España nadie llega a pasar hambre.
–En España sí hubo hambre y mucha, en la posguerra mundial. De todas maneras, la gran diferencia para mí es que Menem acabó con el tejido de la clase media y el corolario de eso fue el corralito, mientras que en España aún hay cierto colchón propio del Estado de Bienestar. De todas maneras, ese colchón empieza a destruirse y no tardará en desaparecer si no aparece ninguna respuesta. Yo, en tanto latinoamericano, me veía venir lo que pasaría en España. Siempre recuerdo lo que cuenta Bolaño acerca de su regreso a Chile después de un cuarto de siglo: está en un avión muy emocionado, vuelve a recibir el premio Rómulo Gallegos con su hijo y su mujer, vuelve a su patria con su segunda patria puesta, contempla a su mujer y su hijo dormir y él dice que no puede cerrar los ojos porque es latinoamericano. Ellos duermen como catalanes, como pasajeros europeos, mientras que él, como chileno, sabe que debe sostener las alas del avión.
El jetlag existencial de Neuman se reprodujo en los dos años de tardanza que tuvo la publicación en nuestro país de Hacerse el muerto, su último libro de relatos breves –brevísimos algunos– publicado primero en España en 2011. El libro es valioso por sí mismo y porque nos conduce al nervio central de la obra de Neuman, de la misma forma que la manga nos traslada, casi sin que nos demos cuenta, hacia el avión. Al mismo tiempo que leemos estos relatos, vamos adquiriendo pistas en torno de su literatura, claves formales acerca de sus fronteras lingüísticas y de género, y claves sobre el asunto, como el rasgo perenne de la infancia y la salsa agridulce tan característica de Neuman, que da un sabor tragicómico.
En Hacerse el muerto hay también una poética acerca de la microficción (“con tres cuerdas o cuatro, se debería disponer de material suficiente para una novela de misterio”) y un homenaje a la escritura en tanto éste es un libro tremendamente habitado por la ausencia en el contexto de un presente absolutamente póstumo: un zapato con memoria, una silla de ruedas que no encuentra quién se le siente, un hombre que, luego de la muerte de su amada, decide reunir a todos sus enemigos no por amor sino por la imposibilidad de seguir odiando; una pareja en fina sintonía con el deseo, enamorada no de aquello que son en tanto amantes sino de aquello que les falta, de aquello que no hacen y siempre planean. Con tanta ausencia alrededor, el libro enhebra grandes paradojas y un viaje sin escalas al mundo del revés: gente que se propone volver a fumar (algo que suele responder a un impulso para nada deliberado), dos hombres que mantienen una ardua discusión filosófica en un mingitorio y, a la inversa, un relato titulado “Teoría de las cuerdas” que, en lugar de referirse a la física cuántica, trata sobre un hombre obsesionado con las sogas donde sus vecinos cuelgan la ropa.
En Hacerse el muerto abundan las conductas absurdas y su eficaz título parece remitir a una acción tan cotidiana como insólita que llevamos a cabo cada noche al ir a la cama: tratar de dormirnos haciéndonos los dormidos –ojos cerrados, quietud absoluta, cara de sueño–.
Hay en estos relatos diversas experiencias vitales de la muerte: el último minuto de vida de un fusilado frente al pelotón, y que, según revela Neuman, “es un homenaje a Daniel Moyano, que sufrió un simulacro de fusilamiento en el ‘76 y después de sobrevivir a eso se fue a España”; un hombre al que cada vez que intenta suicidarse le viene un incontrolable ataque de risa y el excelente relato que da título al libro, acerca de otro hombre al que le gusta hacerse el muerto porque ésa es la única forma que tiene de trascender y sobrevivir a sí mismo. “Me interesan mucho los bífidos, gente con conciencia de mortalidad que tiene la experiencia ética y estética del último minuto, y, por ende, el siniestro privilegio de haber puesto el pie en otro lado”, señala.
Cada uno de esos simulacros o ensayos de la muerte, como esas pesadillas de las que nos despertamos apenas nos disparan, le proporcionaron a Neuman un mirador de privilegio, un desfiladero ideal para poder atisbar, justamente, el otro lado, la otra orilla de la vida.
“Hay un prejuicio acerca de que la ficción no puede afrontar ciertos aspectos de la realidad, como si la ficción fuera un ornamento de lujo y casi frívolo. Yo creo, en cambio, que es la única manera de mirar de frente ciertas cosas. Solamente a través de un personaje puede caer, por ejemplo, la autocensura, con otro nombre podés llegar mucho más lejos en tu propia sinceridad. La experiencia más brutal de morirse y poder reflexionar sobre eso sería hacerse el muerto y, en el plano de la ficción, escribir que te morís.” Entre esos muertos en vida de Neuman se destaca una figura enorme que si bien no está directamente presente en los relatos de Hacerse el muerto, brilla por su ausencia y, teniendo en cuenta que éste es un libro basado en la ausencia, eso quiere decir mucho: Federico García Lorca es, obviamente, la referencia literaria más inmediata de Granada, su ciudad adoptiva: “¿Viste que a Lorca nunca se lo llama desaparecido? Siempre es el fusilado, a pesar de que nunca encontraron su cadáver. Y es tan desaparecido que la policía quiso que no quedara ni un registro de su voz. Lorca es un fantasma: hay gran cantidad de fotos, algún video, pero asombrosamente, de todas las entrevistas que le hicieron, algunas de las cuales tuvieron lugar en Buenos Aires, no queda ninguna. Es decir, no quedan los huesos, no queda la voz, se trata de una herencia fantasmagórica. Algunos dicen: ‘¿Para qué queremos los huesos si ya sabemos quiénes y dónde lo fusilaron?’. Pero a mí me inquieta que, si bien ahora sí sabemos lo que pasó, dentro de cincuenta o cien años cierto sector de derecha podría aprovechar el vacío científico para sembrar dudas acerca de lo que sucedió. Soy muy fanático de Lorca y me acuerdo de un poema que parece una suerte de epitafio, una consumación de la memoria histórica, un hacerse el muerto antes de que lo mataran: ‘Oye, hijo mío, el silencio. /Es un silencio ondulado,/ un silencio,/ donde resbalan valles y ecos/ y que inclina las frentes/ hacia el suelo’”.
¿Cómo atravesaste los años que mediaron entre la publicación en España y ahora en Argentina de Hacerse el muerto? ¿Es el mismo libro? ¿Sos el mismo autor?
–Me dieron ganas de corregir, sobre todo, por el feedback de mis lectores. De hecho hubo algunos cambios leves y uno que considero muy significativo y que nos lanza al tema de los pronombres, nunca pensé que lo pronominal podía ser tan conmovedor. El cuento que más me emocionó escribir es el de la silla. Mi madre fue una mujer que conquistó la autonomía en todo sentido, una mujer muy orgullosa. Por eso, el hecho de que aceptara hacer uso de una silla de ruedas implicó una concesión muy grande, pero era la única manera de poder pasear, y cuando por fin le consigo la silla la tuvimos que internar de nuevo y nunca se pudo sentar. Es un cuento en segunda persona. Yo me despedí de mi madre en “tú”, y así escribí el cuento. Cuando revisé el libro para la publicación en Argentina, sin embargo, empecé a sentir que algo no me convencía y no sabía qué era, pero tenía que ver con la dicción. De pronto, al leerlo, ya desesperado y en voz alta, me cayó la ficha de que ese cuento tenía que estar voseado, no tuteado. ¿Por qué? Porque yo había pensado en mi madre real, mi madre nació en Argentina y murió en España, por lo que elegir una lengua para mí significa lo mismo que elegir entre su cuna y su tumba. Mi madre está en la frontera, pero la madre de ese cuento era la de origen, más allá de que se refería a una madre agonizante. Al cambiar al vos, todo fluyó. Fue una de las pocas veces que sentí el tú tan extranjero como hace veinticinco años. Y retomé la unión umbilical con el voseo.
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