Domingo, 22 de diciembre de 2013 | Hoy
ENTREVISTA Hace casi veinte años publicó La mujer pez, libro de poemas que ahora se reedita en tiempos muy diferentes. Jorge Dorio escribía casi en secreto desde 1982, respaldado por la enigmática figura de Alberto Girri. Luego el periodismo, los viajes, la radio y la televisión, de Gran Hermano a 6, 7, 8, según cuenta en esta entrevista, lo fueron apartando de la escritura. Personaje urbano carismático y locuaz, Dorio vuelve por los caminos de lo que considera su primera profesión: poeta.
Por Sebastián Basualdo
Un intelectual multifacético cuyo hábitat natural pareciera no ser otro que los medios de comunicación. Basta con escucharlo hablar para darse cuenta de que, por sobre todas las cosas, Jorge Dorio es un gran lector. De profesión: poeta. Definición, esta última, que debiera tomarse en su sentido etimológico de profesar, para rápidamente acentuar aquello que alguna vez dijera Marechal acerca de que la poesía no es la mera función de largar al mundo criaturas poéticas, sino una manera particular de ver el mundo. Sentirlo.
“¿Y si antes fuera ahora, /decir la verdad bien, /lo conocido /de la verdad, la mano /corrigiendo el tránsito /de lo errado, lo escrito, lo sucio verdadero? /¿Y si pudiera eso y aun /pudiendo /matara el curso de la mano /lo transitorio del recurso, /la mancara? /Y si es así ¿no es claro /lo inútil de la historia, /lo bueno de saber /que la pasión es nada?”, escribe Jorge Dorio en “Revuelta”, segundo poema de los veinticuatro que conforman La mujer pez, libro que reedita el sello Bajo la Luna con epílogo de Daniel Freidemberg, a casi veinte años de su primera versión. Inserto en la tradición de Alberto Girri, la poética de Jorge Dorio es una conciencia dialógica donde se entrecruzan la herencia y el interrogante, gran parte de la tradición poética argentina como punto de partida para respuestas que se deslizan entre tonalidades y diversos ritmos hasta caer como a cuentagotas en el silencio, acaso un pozo donde predomina el vértigo.
“Yo empecé a leer a Girri y comencé a ver la poesía como ejercicio filosófico, es decir, reflexionar a través de la lectura de la poesía y de la escritura de la poesía. Y lo interesante de Girri es este ejercicio paralelo de ir con la reflexión sobre la poesía por un lado y la escritura poética por el otro. En ese sentido es lo mismo que intento hacer hoy en día con la política. Hablo de la política por esas coincidencias también, quiero decir, para saber en qué consiste la Argentina, uno tiene que partir de la idea del mestizaje. A través de Alberto Girri pude entender muchas cosas.” Y persiste Girri en el recuerdo de Dorio: “Yo lo cité en varias ocasiones al viejo. Un tipo muy raro. Absolutamente impopular en todos los sentidos del término. Recuerdo que un día le llevé el libro más o menos completo y tuvimos una larga charla en su casa, un departamento parecido a los lugares donde funciona la gente que escribe, que son como insectos o roedores a los que poco les interesa la evolución de la especie y menos aún el hábitat. Me impresionó que además de escuchar Mozart, escuchara tangos. Una especie de gusto ecléctico que me encantó. Y en un momento me dice –tenía ese hablar pausado–: ‘Vea, Dorio, hay una cosa que yo le quiero decir si no la toma a mal, usted tiene esa condición que sirve para escribir poesía. Usted podría ser un poeta, un buen poeta incluso, pero quiere ser periodista, padre, esposo, andar por el mundo. Son muchas cosas medio pavotas. Usted podría dedicarse a la poesía. Qué picardía...’. Y yo pensé este tipo me está gastando, me está jodiendo. Y al cabo de los años entendí lo que quería decir. Fue esa vez que me confesó, palabras más, palabras menos, que había un poema mío que le hubiera gustado escribir. Ese poema era ‘Oraciones’. Creo que esto fue uno de los principales impulsos para publicar el libro”.
¿Por qué decidiste reeditar La mujer pez luego de tantos años?
–En principio creo que el libro puede ser entendido mejor ahora que hace veinte años. El otro motivo es que hay un relanzamiento de mi situación en términos de escritura. Puedo aceptar ahora que me dediqué siempre a la escritura de poesía, entre otras cosas. Y puedo asumirlo con mayor tranquilidad. Pero básicamente es una apuesta vital. Si bien yo he circulado en esto de los medios de comunicación y el periodismo, siempre he creído y sostenido que hay que mantener algún lugar sagrado en la vida. Y ese lugar sagrado está fuera de lo profano. Yo publiqué muy joven. A los veintiún años. Me movía en un grupo de mucha gente que escribía versos y que hacía periodismo de una manera también lateral. Te estoy hablando de los años de la dictadura. Publiqué Huésped de sí mismo en el ’82, más o menos. Y me empezó a agarrar esto de preguntarme si tenía algún sentido el hecho de la publicación. Eran años oscuros que pasé sin publicar, aunque siempre seguí escribiendo. Uno escribe en momentos de terrible angustia. Pero cada vez más se me fue instalando la idea que uno tiene hoy en día respecto de la poesía, es decir una especie de confusión respecto de la manera en que la gente que no forma parte de la conspiración recibe el hecho de la publicación de la poesía. Hay una especie de mirada de la doxa donde uno escribe poemas para enamorar a una señorita, y no para saber por qué carajo uno está enamorado de alguien, por ejemplo. O bien esa idea de la síntesis, que es una idea de ahorrar cosas. Se puede confundir a veces el verso con los mensajes de Twitter. Y el problema no es la dimensión, sino la profundidad. Uno se cae dentro de un tuit y se moja los zapatos. En cambio uno se cae dentro de un poema y se ahoga.
¿Te parece que eso es algo desalentador para el ejercicio público de estas cuestiones?
–Sí, y al mismo tiempo funciona, en la vida de la gente que está trastornada con escribir, como una especie de absoluto de la necesidad. Hacia el año 1994 me pareció que tenía alguna consistencia aquello que estaba haciendo. Tenía que ver con este libro, que es básicamente una reflexión sobre lo femenino y también con cierta idea sacra de la muerte. Eran años particulares aquéllos, en los que habían quedado elididos de lo público muchos temas de conversación y discusión. Y me pareció que era adecuado sacarlo en aquel momento.
Volviendo a lo anterior: ¿tuvo que ver con la escena pública de los noventa?
–Cuando Menem es reelecto yo me voy de la Argentina. Consigo un contrato en OEA y voy como observador a la guerra entre Perú y Ecuador. Después de volver a la Argentina, me voy a vivir a Estados Unidos. Yo estaba trabajando con Alejandro Dolina en esa época, en La venganza será terrible. Estuve cerca de cuatro años trabajando en Washington D. C., en la OEA. Al cabo de los años, cuando vuelvo, tengo la impresión de que quizá lo más interesante de la vida de uno es aquello que no se puede contar. Una especie de condena a la clandestinidad. Esto en la Argentina ha sido una marca histórica de mucha gente. Y hablo no sólo de los textos, sino muy especialmente de los hechos. Algo que me irritaba mucho era que yo sentía una exacerbación profunda cuando escuchaba aquello de Gabriel Celaya: “Maldigo la poesía concebida como un lujo cultural por los neutrales que lavándose las manos se desentienden y evaden// maldigo la poesía del que no toma partido, partido hasta mancharse”. Por otra parte esa confesión revela lo más distante de lo que es mi concepción de la poesía. Yo siempre me sumé a esa burla de que los escritores comprometidos deberían casarse de una buena vez y dejarse de joder. Pero hay una combinación de lo sagrado y de cierta misión de compromiso que no me cerraba. Y al mismo tiempo me inquietaba en aquellos años pensar que podía tener coincidencias ideológicas con gente que hoy, claramente, está en otros lugares.
¿Y cómo es esa ecuación de poesía y de compromisos ahora?
–Ahora hay un replanteo en términos de lo público y lo privado, quiero decir que aquellas cosas que fueron clandestinas en algún momento hoy tiene mucho sentido que vuelvan a ser públicas. Tal vez sea ésa otra de las razones por las cuales vuelvo a publicar La mujer pez; porque allí donde había confusión respecto de afinidades ideológicas, que en realidad no lo eran, hoy vuelve a haber claridad. Me pareció que si había publicado La mujer pez en momentos de plena oscuridad, quería hacer lo mismo en estos tiempos de cierto amanecer. Además no sólo Clarín, sino también el tango miente cuando dice que veinte años no es nada. Veinte años es casi todo. En los años noventa yo escribía tratando de descifrar cuestiones que eran decisivas en mi vida. Por otra parte, yo no entiendo cómo la gente no se aburre de sí misma al cabo de un rato; digo, a mí me saturan ciertas cosas de lo personal, de lo personal ajeno y de lo propio, y en ese sentido apelo a esas formas de la diversidad, no funciono de la misma manera cuando hablo de literatura o cuando conduzco un programa político y eso es lo que me mantiene vivo con bastante optimismo. Lo que me interesa es poder hacer las cosas más libremente sin tener que andar dando explicaciones. A diferencia de los noventa, no tengo por qué explicar el motivo por el cual soy peronista, por ejemplo. Hoy estoy con mucha menos frivolidad que en esos momentos, acercándome a todas esas cosas: el tiempo, la escritura, la muerte y la condición femenina.
En La mujer pez está presente la idea de que son las mujeres las portadoras y depositarias de una especie de sabiduría que de algún modo la voz poética intenta desentrañar, pero que no termina de lograrlo.
–Pienso que la permanencia de ese misterio es lo que las relaciona con el saber, en el sentido más profundo del término. Por un lado, hay algo en la condición femenina que es absolutamente desbordante y determinante e inaccesible, porque las mujeres saben cosas sobre la vida que uno no va a saber nunca y eso las acerca, al mismo tiempo, a una especie de divinidad. Y por el otro lado, aquello que se emparienta con la escritura: uno sabe que hay muchas cosas misteriosas acerca del deseo y que, en mi caso, se construye desde el lado de lo femenino, las ideas femeninas que lo atraviesan a uno. Creo que la idea de la muerte es una idea femenina, por ejemplo, como también la idea de la patria y el heroísmo. Por otro lado, a mí me tranquilizó respecto del amor escribir La mujer pez; me hizo superar la angustia de lo inmediato. Si uno mide la vida en términos de éxitos y fracasos, mi relación con el amor ha sido de un fracaso pleno; de otra manera no se explica que no haya podido consolidar una historia de amor duradera. Creo que lo que estoy entendiendo es algo que aparece medio insinuado en el poema “Sospecha del seductor”. Quiero decir que a esta provecta edad estoy funcionando como si fuera un adolescente sabio, lo cual es claramente un oxímoron, ¿no? Pues no. En eso consiste ser un poeta.
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