Dom 21.09.2003
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NOTA DE TAPA

Una hermosa amistad

Casablanca cumple 60 años y sólo se puede celebrar. Estaba basada en una obra de teatro de amateurs. El estudio quería un producto clase B. El guión se escribió sobre la marcha. En lugar de Bogart, se llegó a pensar en Ronald Reagan. Bergman recién aceptó cuando le dijeron que era demasiado culona para otra película que sí quería hacer. A casi todos los involucrados el film les parecía apenas mediocre. Los guionistas entraban y salían, todos metían mano y hasta improvisaban líneas. Y sin embargo, de eso salió la película que Charles De Gaulle pidió para pasarle a su Estado Mayor, a la que Umberto Eco atribuye dimensiones homéricas y que sigue ganando espectadores según pasan los años. Rodrigo Fresán se emociona una vez más con “La Marselleise” y le canta el “Feliz cumpleaños”.

Por Rodrigo Fresán

La inmortalidad –aunque todavía imposible– no deja de ser un asunto bastante vulgar. Alcanza con vivir para siempre, con alterar la polaridad de las pilas de la vida y seguir de largo habiendo anulado la decadencia de la carne. Mucho más complejo –el que se pueda acceder a ello no implica necesariamente que sea algo sencillo– es ser eterno. La eternidad tiene que ver con esa condición intangible del alma y nada tiene que ver con la materia, lo físico o la Física. La eternidad no es, simplemente, durar: la eternidad es permanecer.
Lo que nos lleva a Casablanca, una película para la que no pasan los años. Una película que acaba de cumplir seis décadas reuniendo a los sospechosos de siempre mientras un avión asciende hacia los cielos de Africa rumbo a Lisboa y, de ahí, a la libertad de Hollywoodland. Una película donde jamás dejan de acariciarse las teclas de ese piano con rueditas por el que, no hace mucho, un millonario japonés que pidió permanecer en el anonimato, pagó una pequeña fortuna en una de esas enormes subastas de Sotheby’s. Una película que transcurre en su título, pero se proyecta en todas partes.

Uno Empieza así: “En un lugar de Marruecos del cual no quiero acordarme, no hace mucho tiempo que vivía un americano de los de pistola en mano, bar de moda y pianista negro”. No, no empieza así. Empieza con un globo terráqueo girando y una voz en off –”...y esperan, y esperan y esperan”– y un avión que aterriza luego de planear peligrosamente cerca de un café sobre cuya puerta se lee Rick’s Café Américain y, enseguida, un tiroteo en una calle de una ciudad lejana.
Pero en realidad, se sabe, lo que verdaderamente importa en Casablanca es adónde va a dar ese principio; a cuál de los muchos finales posibles. En este sentido, las historias alrededor de los planos, arquitectura y construcción de Casablanca son, ya, legendarias y no tiene mucho sentido explorarlas aquí más que en un rápido repaso para los pocos que nunca estuvieron allí, para los que nunca vieron ni sintieron esta película porque, seguro, todavía no han nacido y ya irán gateando a verla apenas les sea posible.
Se sabe que Casablanca es una película dirigida por el despótico húngaro Michael Curtiz especialista en films “de héroes” como Las aventuras de Robin Hood y Capitán Blood; protagonizada por Humphrey Bogart, Ingrid Bergman, Paul Henreid y Claude Rains; y acompañados por una élite de secundarios que solía saltar en grupo de estudio a estudio y entre los que se cuentan Conrad Veidt, Peter Lorre, Sidney Greenstreet, S. Z. Sakall y Dooley Wilson, a los que hay que agregar Marcel Dalio en el rol del croupier y quien era una estrella en Francia por su participación en La gran ilusión. Se sabe que mucho de los extras que participan en la secuencia de “La Marselleise” –uno de los momentos más legítimamente emocionantes en la historia del cine– eran fugitivos del Reich o tenían familiares muertos en los campos de exterminio. Se sabe que dura 102 minutos; que se estrenó en 1942; que batió récords de recaudación (la gente hacía horas de cola bajo la lluvia); que se ganó todos los elogios de la crítica; que se llevó tres Oscars de los ocho a los que había sido nominada –mejor película, mejor director y mejor guión– y que, por el camino, se quedaron con las ganas Bogart y, máxima injusticia, el cínico capitán Renault de Claude Rains. Se sabe que Casablanca fue pensada en principio como uno de los muchos especímenes Clase B y nada más y que su rodaje estuvo marcado a fuego por lo que podríamos llamar –siguiendo la tendencia de apellidos beckettianos– la Ley de Molloy: recurso complementario y antagónico de la Ley de Murphy y donde todo lo mucho que puede llegar a salir mal acaba saliendo de la mejor manera posible. Se sabe que Rick iba a ser Ronald Reagan (se supo por un rumor periodístico pero, la verdad sea dicha, nadie pensó demasiado seriamente en él depuertas para adentro), pero acabó siendo Bogart quien, a partir de entonces, se ganó un impensable status de galán, se consagró como posterman de smoking blanco e impermeable bajo la lluvia y la niebla, y dejó de ser el obvio malo de la película (“Cualquier hombre tiene sex-appeal si es Ingrid Bergman quien lo mira”, masculló Humphrey). Se sabe que el estudio había pensado inicialmente en Ann Sheridan, Hedy Lamarr, Olivia De Havilland. Se sabe que Bergman sólo estaba allí, de pésimo humor, porque le habían negado –tenía el culo muy gordo para andar todo el tiempo en pantalones, le explicaron con sutileza y elegancia– su añorado protagónico en Por quién doblan las campanas (que finalmente consiguió, dicen, por influencia de Hemingway). Se sabe que todo el asunto sale de una absurda obra de teatro jamás estrenada –Everybody Comes to Rick’s, derechos adquiridos por 20.000 dólares– escrita por una pareja de profesores de secundaria norteamericanos de vacaciones en la Riviera francesa fascinados por esos bares desbordantes de personajes “coloridos” mientras afuera se agitaba con fuerza el cocktail de una guerra inminente e inevitable. Se sabe que en la obra Rick es un abogado que se tortura por haberle sido infiel a su esposa. Se sabe que lo único que la película respeta de la obra es el personaje del patriota Victor Lazlo. Se sabe que la escritura del guión fue complicada: varios guionistas: los formidables mellizos Julius y Philip Epstein (responsables de buena parte de las frases célebres y graciosas) y Howard Koch (autor de los segmentos más dramáticos/políticos) y, fuera de créditos, Casey Robinson (inventor de Ilsa Lund, quien en un primer bosquejo no era más que una desinhibida divorciada norteamericana de nombre Lois Meredith; del pianista portátil Sam; y del inolvidable flashback parisino al que, en principio, todos se resistieron). Se sabe que nadie tenía muy claro cómo iba a terminar el asunto (así Casablanca fue una de las primeras películas en filmarse siguiendo el curso de la trama rezando por que en algún momento a alguien se le ocurriera esa escena importante que suele ir antes del THE END). Se sabe que la despedida de ese “Louis, I think this is the beginning of a beautiful friendship” fue idea del productor Hal B. Wallis porque le parecía que “habiéndose ido la chica, Rick tenía que volver a ser el mismo de siempre”. Se sabe que a buena parte de sus responsables –Ingrid Bergman, Humphrey Bogart, Max Steiner, Michael Curtiz– Casablanca siempre le pareció simplemente un producto aceptable por no decir mediocre o, en algún caso, espantoso. Se sabe que Paul Henreid odió la película desde el vamos, que habló mal de Bogart hasta el día de su muerte (“Lo único que hace en Casablanca es sollozar”, masculló) y que no dejó de recordar a historiadores y fans –mintiendo o delirando, no se encontró rastro alguno de esto en todos los documentos firmados por él– que “mis contratos siempre incluían la cláusula de que al final yo siempre tenía que quedarme con la chica... Así que no entiendo por qué tanto lío con eso del final de Casablanca”. Se sabe que “As Time Goes By” –hoy por hoy parte inseparable del film, un personaje más, un personaje protagónico– era una canción que por entonces ya tenía diez años de edad y que se incluyó en la película mientras Max Steiner componía un tema original que jamás llegó a terminar porque, ay, la Bergman ya se había cortado el pelo al rape para Por quién doblan las campanas y resultaba imposible volver a filmar esas escenas y, no, a nadie, por suerte, se le ocurrió –o prefirió no sugerirla– la solución de una peluca. Se sabe que Charles De Gaulle –entonces jefe de las fuerzas de la Francia Libre– pidió una copia para proyectársela a su Estado Mayor. Se sabe que –sesenta años después– Casablanca se ha convertido en uno de esos contados artefactos misteriosos que trascienden género y especie para convertirse en algo diferente, raro, inimitable y tantas veces, en vano, imitado.
Se sabe que se podrían filmar varias películas con todo lo que se sabe sobre Casablanca.

dos Y, por supuesto, abundan los análisis que van desde la un tanto absurda interpretación homoerótica (la curiosa y juguetona y reprimida relación entre Rick y Renault, ver Love and Death in Casablanca, de William Doneley, donde se invocan las palabras del imperfecto prefecto de policía francesa: “Rick es la clase de hombre del que yo me enamoraría de ser mujer”) a las numerosas manipulaciones semióticas. Como la de Umberto Eco, quien la definió como “collage intertextual”, “película preposmoderna que adelante la necesidad de tantas películas posmodernas de alcanzar instantáneamente la categoría ‘de culto’” y “objeto arquetípico porque desborda de arquetipos hasta alcanzar una profundidad homérica”. Eco agrega que la fascinación que ejerce este film sobre nosotros tiene que ver con la constante resonancia de elementos míticos y ancestrales en su trama como son el talismán (los visados), las palabras mágicas (“As Time Goes By”), la máquina voladora para huir (el avión), el pícaro (Renault), el héroe en el exilio (Rick) y la tierra prometida (América).
Pero lo más interesante de Casablanca es que –a pesar de estar claramente situada en el tiempo y en el espacio, en la realidad del presente en la que fue escrita y filmada, a lo largo de tres días y dos noches– nada de lo que se nos cuenta era entonces cierto o real o, siquiera, posible. Las codiciadas letters of transit, los nazis en Casablanca... todo es falso, nunca sucedió. Así, toda Casablanca parece transcurrir en otra dimensión, una dimensión parecida a la nuestra, pero diferente. Casi como si se tratara de una de esas novelas de Philip K. Dick. Una especie de parque temático de lo extranjero –esa inmensa y jamás solucionada preocupación norteamericana- donde exóticos lugares comunes son arrojados al aire para ver cómo caen. Así, al entrar en Casablanca –cada vez que volvemos a verla y a visitarla– experimentamos la curiosa sensación de viajar a otro planeta que está en éste donde todos son formidablemente ingeniosos a la hora de conversar. Un planeta donde Ingrid Bergman ostenta una preocupante cantidad de sombreros y vestidos para ser alguien en fuga y Paul Henreid un impecable traje blanco y pequeña cicatriz en la frente luego de pasar un año en Auschwitz o alguna de sus sucursales. Un planeta donde, misteriosamente, como impulsados por un reflejo automático e irresistible, perseguidores y perseguidos vuelven –como nosotros– noche tras noche a Rick’s para intercambiar one-liners como si se trataran de fichas de ruleta con la misma patológica y potente felicidad que al poco tiempo demostraría Groucho Marx en Una noche en Casablanca. Y, sí, en Casablanca se habla inglés –con acento alemán o francés o ruso o italiano o yiddish o español o marroquí o checo–, pero es un inglés único e irrepetible e inolvidable. Una suerte de esperanto sentimental con perfume de mantras. Junto a la Biblia y a Shakespeare, el guión de Casablanca es el que más citas célebres ha implantado en el inconsciente colectivo llegando, incluso, a clavar una frase fantasma que todos juran haber oído pero nadie escuchó: el “Play it again, Sam” que Bogart no pronuncia nunca pero es como si lo hubiera hecho, como si lo siguiera haciendo.

tres Pensar en Casablanca como en la trama jamás escrita a deux entre Scott Fitzgerald y Hemingway; porque Rick es mitad Jay Gatsby y mitad Robert Jordan: un enamorado perpetuo que no por eso ha perdido su pulsión de aventurero solitario. Lo mejor de ambos mundos, un sueño hecho realidad y, sí, hay algo onírico, casi davidlynchiano y twinpeakesco, en Casablanca. Una especie de fiebre de déjà-vu que nos cubre y nos afecta. Podemos saberla de memoria y mover los labios para decir con Rick aquel “Here’s looking at you, kid”; podemos saber todo sobre su génesis y su gloria y su constante resurrección, y aún así la película sigue conservando cierta condición inasible, cierto misterio afortunadamente impenetrable y por qué –Cointreau, un cocktail, whisky y una copa dechampagne que él no solicita pero que acepta con gusto– Victor Lazlo siempre pide un trago diferente.
Todo esto se hizo todavía más evidente cuando –a la hora del cincuentenario– el escritor norteamericano Chuck Ross realizó el experimento de transcribir textualmente el guión de Casablanca, lo rebautizó con el título original de Everybody Comes to Rick’s, lo firmó con el seudónimo de Erik Demos, y lo envió a doscientos diecisiete agentes de Hollywood para ver lo que pasaba. Lo que ocurrió fue que sólo treinta y dos de estos agentes –uno de cada siete del total– reconocieron la fuente y celebraron la jugada. Ocho lo rechazaron señalando “algunas similitudes con Casablanca”. Cuarenta y uno lo consideraron inadecuado para los gustos del espectador actual. Tres lo aceptaron y se ofrecieron a ser representantes del autor. Uno sugirió que lo indicado sería que el autor lo convirtiera en novela, lo publicara, y recién entonces lo ofreciera a los estudios. Otro –en broma o en serio, no se sabe– contestó: “Tengo algunas buenas ideas para el posible elenco de este magnífico guión, pero la mayor parte de mis candidatos ha muerto”.

cuatro Ayer vi un episodio de Los Simpson –esa serie que se nutre de todo, que devora el universo como si fuera un voraz agujero negro que se la pasa haciendo guiños– donde se aludía a Casablanca. En él, Bart buscaba un tesoro con un detector de metales en el jardín de su casa y para encontrar una lata con celuloide conteniendo un final alternativo de Casablanca. El final mostraba a Ilsa saltando en paracaídas desde el avión para caer justo sobre el nazi Strasser y salvar a Rick y fundido a salida de boda en iglesia con Sam tocando el piano o algo así. De inmediato aparecía un viejo sobreviviente de los estudios Warner que le ofrecía a Bart canjearle esa lata por otra donde se leía: “Final alternativo a ¡Qué bello es vivir!: George Bailey masacra a todos”. El gag –además de la risa– provoca una interesante asociación entre estos films. Ambos son clásicos indiscutibles y están protagonizados por actores vocales: pocos sonidos más inmediatamente identificables que las voces de Humphrey Bogart y James Stewart. Los dos tienen como protagonistas a dos americanos paradigmáticos: uno no puede salir de la patria chica de Bedford Falls y el otro –todo parece indicarlo– no puede regresar a USA. George Bailey es un hombre generoso que sucumbe a un momento de egoísmo absoluto mientras que Rick Blaine es un egoísta absoluto que sucumbe a un momento de generosidad y, luego de sus respectivos crack-ups, aspiran a una situación de –como define Renault– “neutralidad absoluta”: Rick Blaine como fugitivo desde siempre mientras que George Bailey, quien nunca pudo huir, pide el deseo de no haber existido. Sus “vidas” provienen de fuentes extra-cinematográficas: un obra de teatro “turística” y el texto de una postal navideña. Ni una ni otra tienen finales exactamente felices: George Bailey se salva de la cárcel pero sigue sin poder dejar atrás su pueblo chico e infierno grande mientras que Rick Blaine sacrifica su amor y vende su bar y tiene que salir corriendo de la ciudad. Y el bueno y el no tan bueno son, finalmente, quiet americans, antihéroes domésticos o internacionales, marcando las pautas y los credos y la ética de un way of life a todo el mundo. Así, Casablanca y ¡Qué bello es vivir! pueden ser consideradas como virtuales cursos de etiqueta o manuales existencialistas. Woody Allen –el hombre común– vive y revive Casablanca como si se tratara de los Diez Mandamientos en Sueños de un seductor; y la idea de las Navidades como fecha fantástica de redención y reconciliaciones arranca en el fantasmal Cuento de Navidad de Dickens pero se consolida en la angélica película de Capra. La diferencia más que atendible es que una sirve para maridos-padres, la otra –más selectiva– funciona sólo a la hora de las hermosas amistades. Y es posible que alguna mañana George Bailey se despierte sonriendo después de haber soñado todala noche con que él era Rick Blaine. Y es seguro que Rick Blaine abriría los ojos con un alarido y correría a servirse un bourbon para olvidarse de esa terrible pesadilla donde no dejaba de nevar y él corría por las calles de una ciudad súbitamente llamada Pottersville. Y ni uno ni otro –ahora o nunca– aceptarían protagonizar una película titulada Bagdad.

cinco Las primeras seis décadas de Casablanca no han sido años precisamente inocurrentes y su poderoso culto arrancó casi desde el día siguiente al estreno. El departamento de publicidad de la Warner lanzó el slogan “¿Cómo? ¿No ha visto Casablanca más que una vez?”; Curchill y Roosevelt y De Gaulle acordaron una cumbre en la verdadera Casablanca poniendo el nombre de la película en la primera plana de todo el mundo; y enseguida comenzó a pensarse en una secuela a titularse Brazzaville relatando las nuevas aventuras de Blaine y Renault. Por suerte –por complicaciones contractuales de un reparto diseminado en múltiples sets o porque todo hace pensar que hubiera sido un producto improvisado, un guión ya existente y rápidamente retocado para que entraran Rick & Ilsa & Sam & Renault– no pudo ser. Se pensó, en 1943, en una continuación que arrancaba en el aeropuerto y donde se nos informaba que Rick y Renault siempre habían trabajado en secreto tándem para la Resistencia y de ahí directo a Pearl Harbour. Lo que no impidió que, por las suyas, Koch reescribiera durante años una secuela donde el hijo de Rick e Ilsa -concebido en esa única y última noche juntos, en el bulín en los altos de Rick’s– volvía años después a Casablanca para averiguar qué había sido de su padre. O que en 1951 y otra vez, en 1967, uno de los Epstein haya intentado convertir el clásico en un musical de Broadway con canciones de Allan Jay Lerner y Frederick Lowe. Los que tuvieron acceso al libreto diagnosticaron lo obvio: Rick no canta, no puede ni le gusta cantar. Después, la serie de 1955-56 (ver recuadro) que duró seis meses con Charles McGraw como Rick y un Marcel Dalio ascendido de croupier a Renault. Una segunda serie en 1983 con David Soul –de Starsky y Hutch– estuvo apenas tres semanas en el aire. Por el camino, en 1974, alguien de Hollywood le ofreció a François Truffaut filmar un remake de Casablanca y Truffaut pensó que se trataba de una broma. Más práctico, el magnate Ted Turner estrenó en el Museum of Modern Arte la versión “coloreada” en 1992. Stephen Bogart –hijo de Bogey y asistente en representación de la familia– se acercó al millonario texano y a su por entonces primera dama Jane Fonda y, los genes son los genes, les encajó una frase digna de Rick: “Supongo que lo próximo es ponerle brazos a la Venus de Milo, ¿no?”. En 1998, Michael Walsh publicó –con importante promoción mundial, llegó a editarse en Argentina– As Time Goes By: A Novel of Casablanca donde, con cierta gracia, se nos cuenta la vida del gángster judío Yitzik “Rick” Baline en plan prequel y sequel: su pasado y su futuro con constantes invocaciones al presente eterno de lo que se ve y se vuelve a ver en el film. Nadie se atrevió a filmarla y tal vez, quién sabe, cuando se perfeccione esa técnica digital –leyenda urbana de Hollywood– que servirá para resucitar estrellas y hacer actuar a los muertos.
Pero el verdadero culto de Casablanca tuvo su génesis en abril de 1957, tres meses después de la muerte de Bogart, cuando el Brattle Theatre -sala de cine-arte europeo frente a la Harvard University– programó la película. Tuvo tal éxito entre los estudiantes que enseguida se programó un Ciclo Bogart donde Casablanca era seguida por los alumnos como si se tratara de una experiencia religiosa lanzando gritos, catando “As Time Goes By” y poniéndose de pie y puño en alto cuando sonaba “La Marselleise”. Enseguida, la fiebre saltó a otros campus, abundaron los Club Casablanca y, para 1977, la película ya era la más veces emitida en toda la historia de la televisión y –de acuerdo– siempre aparecía segunda, luego de Citizen Kane, a la hora de los rankings de la mejorpelícula norteamericana pero figuraba inevitablemente primera cuando se trataba de coronar a la película más querida por los habitantes de Estados Unidos. De ahí la ceguera amorosa de intentar volver a capturar ese sentimiento irrecuperable como todo amor perfecto una y otra vez. La receta parece ser engañosa pero la clave está en la justa medida de ingredientes complejos hasta conseguir el exponente más sublime de gracia surgida de la presión. Como ocurre con los mejores diamantes. A veces se acercan bastante a su intensidad, como en algunas escenas de Tener y no tener, con Bogart y Bacall. Otras naufragan en un triste mar de buenas intenciones y acaban produciendo la vergüenza ajena que todos experimentamos la primera y única vez que vimos Havana, con Robert Redford y Lena Olin. Y tal vez el Indiana Jones de Harrison Ford sea el tipo –en algunos tramos de Los cazadores del arca perdida– que más cerca estuvo de la mística de Rick moviéndose y corriendo dentro de una película que, como Casablanca, también es una perfecta sucesión de good parts. En cualquier caso y hasta entonces –a golpes se aprende– cada vez lo intentan menos, cada vez quieren más al original. Y Sam canta cada día mejor.

seis“¿Puedo contarte una historia?”, pregunta Ilsa, y agrega: “Aunque todavía no sé cómo termina”. Rick le responde: “Bueno, hazlo. Tal vez se te ocurra el final a medida que la vas contando”. No lo sabían Bogart y Bergman al filmar esa escena; lo sabemos nosotros ahora: Casablanca termina en un aeropuerto porque todos los caminos conducen al aeropuerto de Casablanca y es en el aeropuerto donde, finalmente, comprendemos y apreciamos mejor la rareza del asunto: una película de amor que no es exactamente romántica, una película de guerra que no es exactamente belicosa, una película de aventuras que no es tan audaz, un thriller que no es exactamente intrigante y todos esos factores –el corazón, las luchas, el botín, el misterio– van a parar a los fondos de un estudio de cine, un estacionamiento de unos pocos metros donde –otra vez, se sabe– se ubicó una silueta de cartón piedra de un aeroplano junto a la que se dispusieron varios enanos haciendo de mecánicos aéreos para crear un efecto más o menos verosímil de perspectiva y después se cubrió todo con niebla artificial para disimular el truco y la trampa. Allí se encuentran todos: Rick, Ilsa, Lazlo, Strasser y Renault quien –después de los disparos– ordena que se “arreste a los sospechosos de siempre”. Y los sospechosos de siempre –orgullosos de serlo– somos todos nosotros. Parte inseparable y –por qué no– insustituible del elenco; porque ya hemos visto tantas veces esta película; felices habitantes de esta Aldea Global, de esa patria de todos que es Casablanca; siempre listos para cantar “La Marselleise” cuando sea necesario.
Lo escribí hace diez años, vuelvo a escribirlo ahora y volvemos a vernos en el 2013: a la hora de una eventual próxima sonda Voyager –cuando se trate de explicar quiénes somos y de dónde venimos y a dónde vamos; cuando se quiera sintetizar lo mejor de la condición humana para la iluminación de hipotéticos aliens lejanos tal vez dispuestos a estudiarnos, comprendernos y perdonarnos tantos pecados inmortales– meter las varias latas de la eterna Casablanca adentro de la cápsula inmortal y apuntar a la pupila del ojo del universo y sentarnos en la oscuridad de ese globo terráqueo de película que gira en el espacio, a esperar y esperar y esperar salir vivos de aquí algún día cuando consigamos la documentación necesaria.
No hace falta agregar nada más al mensaje.
Ahí está todo.

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