Domingo, 9 de febrero de 2014 | Hoy
CINE La semana que viene se estrena la remake de Robocop, aquel polémico clásico de Paul Verhoeven de 1987, que muchos tildaron de fascista aunque, más bien, se trataba de una parodia y una reflexión sobre el crimen y la violencia. La nueva Robocop la dirige José Padilha, el director brasileño conocido por Tropa de elite, un realizador acostumbrado a la controversia y también a rodar secuencias de acción urbana y policial. En entrevista con Radar, Padilha celebra el debate que puede abrir su película, habla de la brutal policía de Río de Janeiro, y se pregunta qué va a pasar cuando los únicos soldados que se utilicen en las guerras sean drones.
Por Mariano Kairuz
Sacrilegio, gritaron en los foros internéticos los fans de Robocop (1987), cuando unos años atrás se enteraron de que su amado hombre de hojalata sería objeto de una remake, y siguieron gritando cuando se filtraron algunas de las nuevas vueltas que se le había dado al guión actualizado, y cuando vieron las primeras imágenes del nuevo diseño del robo-traje, y ni hablar de cómo se pusieron algunos cuando se enteraron de que la película había sido calificada con un tibio “sólo apta para mayores de 13”, porque, ¿qué fue entonces de toda la gloriosa, sanguinolenta violencia que hizo del original un objeto de culto?
Nadie necesita remakes de películas recientes y perfectamente vigentes como el film con el que el holandés Paul Verhoeven hizo su ingreso al mainstream hollywoodense en el ‘87, pero así están las cosas y, sorpresa: la nueva Robocop es una muy buena película que hace variaciones interesantes sobre algunos de los temas de la película original. Dirigida por el brasileño José Padilha (Tropa de elite), arranca con una secuencia impresionante capaz de derribar las suspicacias del fan más aguerrido: la cobertura en un programa periodístico de un canal ultraconservador a lo Fox News de la operación Liberen a Teherán, que EE.UU. lleva adelante en territorio iraní con drones (unos robots patones directamente tomados de la Robocop original). Mientras la rubia corresponsal relata la misión, los drones liquidan en cámara a un chico local, presunto terrorista. “¿Estás bien?”, le pregunta el presentador (Samuel L. Jackson) a su colega, totalmente indiferente a la muerte adolescente que acabamos de presenciar: los drones simplemente han hecho lo que se espera de ellos.
En los 26 años transcurridos entre el Robocop de Verhoeven y el de Padilha, lo que pasó fue que muchas de sus ideas de ciencia ficción se volvieron realidad, noticias de todos los días. Lo que se discute en Robocop 2014 —que está ambientada en 2028— es su aplicación policíaca, en un mundo en el que ya es un hecho en materia de política exterior, pero que todavía se resiste a la implementación de policías robots en las calles de Norteamérica.
“Esto es algo que ya está pasando de algún modo y que se va a acentuar”, dice José Padilha en conversación telefónica con Radar, días antes del lanzamiento mundial de su nueva película. “El asunto de su aplicación en política exterior es particularmente polémico, porque si ya no se envían soldados al exterior, si tener una presencia permanente en suelo ajeno ya no tiene un costo en vidas estadounidenses, las guerras podrían extenderse indefinidamente, no existiría la presión en contrario que tienen ahora. Pero el de los drones es un tema que se va debatir en las Naciones Unidas y todos los países van a tener que tomar posición.”
En la Norteamérica de la nueva Robocop, la compañía OmniCorp (igual nombre que en el film original) no consigue franquear la oposición de los sectores más demócratas del Congreso. El argumento de unos y otros, a favor y en contra de meter cíborgs policías en las vidas cotidianas de los norteamericanos, es esencialmente el mismo: que los drones no son humanos. Para unos esto significa que están libres de fallas humanas; para otros, que no tienen sentimientos ni convicciones. El CEO de Omnicorp, interpretado por Michael Keaton, encarna acaso la incómoda ambivalencia que puede sentir el espectador común ante la cuestión. “Y es que ambas posiciones, la de Keaton y la de sus opositores, son complicadas, no hay una respuesta”, dice Padilha. “Hay filósofos contemporáneos que argumentan, como el personaje de Keaton, que no existe el libre albedrío, que los seres humanos son máquinas biológicas. Por otro lado, este personaje no es un villano tipo The Joker, un loco peligroso que quiere matarnos a todos. No, él quiere imponer estas máquinas porque de verdad cree que sería bueno: las máquinas, dice, no tienen prejuicios, no son racistas, no se cansan; pueden ser programadas de acuerdo con una serie de valores ideales, no pueden ser sobornadas. Y cuando dice esto, uno piensa: bueno, no está un 100 por ciento equivocado. Pero al mismo tiempo sabe que es peligroso seguir su línea de pensamiento, porque abre una puerta para seguir programando máquinas, y cuando la máquina hace un desastre, como en la secuencia de Teherán al principio de la película, ¿quién es responsable?: ¿la máquina o quien la programó?”
El Robocop de 1987 es un clásico de culto y su estreno fue un éxito comercial, pero parte de la crítica la recibió con muchas reservas y desconfianza. Muchos sencillamente la tildaron de fascista. Suele pasar: a los espectáculos violentos sobre la violencia se los ataca a menudo porque parecen regodearse en sus propios procedimientos, porque parecen celebrar o glorificar o tratar de seducirnos con eso mismo que supuestamente están criticando. Es lo que le achacan a Tarantino; es lo que dicen los detractores de El lobo de Wall Street. El Robocop de Verhoeven —con guión de Ed Neumeier y Michael Miner— estaba ambientado en Detroit a fines de la era Reagan, cuando la ciudad industrial había alcanzado una de las más altas tasas de criminalidad del país. Robocop era el cowboy, el Harry el Sucio de metal que llegaba para “limpiar” la ciudad, involuntariamente sirviendo a los intereses de corporaciones con proyectos inmobiliarios y comerciales multimillonarios. Verhoeven filmó el asesinato del agente Alex Murphy (Peter Weller, el tipo al que OmniCorp convierte en Robocop) con salvaje sadismo, en una secuencia gráfica, de mutilaciones y baldazos de sangre; esa, entre otras secuencias, motivaron que la junta calificadora de la industria le devolviera la película con una calificación X (una de las más restrictivas debajo del porno), ¡once veces! Decidido a alivianarla un poco, Verhoeven hizo unos cortes, así como unos agregados que fueron los que le aportaron al film parte de su identidad y lo convirtieron en un objeto de culto: le insertó falsas publicidades —había una particularmente inolvidable, sobre un juego de mesa familiar en el que los integrantes hacen estallar una bomba nuclear— y parodias de anodinas sitcoms televisivas. Con estas secuencias, Verhoeven se proponía dejar un poco más claro, menos sutilmente, que Robocop tenía humor, que sí cruzaba la fina línea que separa una propuesta fascista de su parodia. Que no estaba celebrando esta fuerza robótica que se pone por encima de la ley y de los derechos humanos básicos, sino jugando con la idea más que probable de que este tipo de cosas se hicieran realidad en nuestro futuro inmediato. “Fascismo para liberales”, lo llamaron algunos. No habían entendido el chiste.
Casi desprovista de humor, la película de Padilha suplanta los comerciales paródicos por el presentador-operador de ultraderecha interpretado por Samuel Jackson, pero sabe que con una película de este tipo corre los mismos riesgos que Verhoeven. “Yo sé que es probable que parte del público no entienda algunas de las pequeñas ironías que aparecen en segundo plano, como pasó con el film original, que algunos no encuentren irónico que el personaje de Samuel Jackson le exija a su público que ‘deje de lloriquear’ ya por la criminalidad y acepte los drones. Seguramente habrá quien crea que hicimos otra película fascista.”
Ocurre además que Padilha ya tiene experiencia en este tipo de polémicas. La película que lo hizo famoso a nivel internacional fue Tropa de elite (y su continuación), un éxito masivo en Brasil, pero que fue recibido en buena parte del mundo, incluido el Festival de Berlín del que se llevó el Oso de Oro, como una aventura fascistoide. Tropa de elite, ha dicho Padilha, se originó en una suerte de movimiento de reacción tras la extraordinaria recepción que había tenido una película anterior suya, el documental Onibus 174 (2002), codirigido con Felipe Lacerda. Onibus 174 reconstruía con imágenes de archivo el estremecedor caso de un chico de la calle, Sandro do Nascimento, que en 2000 asaltó un colectivo en las calles cariocas, tomó de rehenes a sus pasajeros, y mantuvo en vilo a Brasil —que lo vio todo por televisión— durante las algo más de cuatro horas que duró el operativo policial, que acabó con un rehén y el propio Sandro muertos. Con entrevistas a expertos, conocidos de Sandro, los rehenes y varios agentes de la ley, además de las imágenes de los canales de televisión, Onibus 174 relata el amargo episodio a la vez que da cuenta de la falta de entrenamiento y equipamiento policial, y del contexto social de pobreza, orfandad y falta de contención que produce personajes marginales como Sandro. Por esto, dice Padilha, la derecha lo tomó por marxista. Su siguiente proyecto fue contar un operativo desde el punto de vista de la policía, no para justificar la violencia, corrupción e inoperancia de las fuerzas cariocas, sino porque le parecía que era algo que no estaba mostrado en el cine de su país. Ante la franca imposibilidad de hacerlo en formato documental, montó una ficción que resultó ser un espectáculo intenso, embriagante, en el que muchos críticos no encontraron otra cosa que la glorificación de los sucios procedimientos de la policía de Río de Janeiro. La acusaron de poner en escena una espectacularización fascista y manipuladora, y las acusaciones crecieron con los 15 millones de espectadores que la vieron. Parece que evidente que son estos antecedentes los que llevaron a los productores a considerar que Padilha era el hombre ideal para filmar un Robocop del siglo XXI (tomando la posta de Darren Aronofsky, el director asignado previamente): no sólo había probado su eficiencia para poner en escena complejas escenas de acciones policiales, sino que ya se había metido en el barro, había caminado esa fina línea que parece dividir una sensibilidad fascista de su parodia.
Además ocurrió que, mientras estaba en pleno rodaje de Robocop, los diarios cubrían los operativos que se estaban llevando a cabo en Brasil para “limpiar” las favelas para el Mundial, lo que en la cabeza del director debe inevitablemente haber tendido un puente entre el film que lo hizo famoso y su potencialmente polémico, primer trabajo hollywoodense. “El problema de las favelas tiene tres partes, para mí”, dice Padilha, recordando todos los cuestionamientos que se le hicieron por aquella película. “El primero, es la igualdad social, toda esa gente que no tiene muchas oportunidades. Uno no resuelve esto poniendo policía en la favela, sino abriendo escuelas allí, y eso aun no está ocurriendo. El siguiente problema son los narcotraficantes, que cooptan a todos esos chicos que no tienen otra cosa, y que una vez que se vuelven dealers quedan inmersos en una violencia inmensa. Y el tercer problema es la policía en sí misma: la mayoría de los crímenes que se cometen en Brasil tienen involucrada en alguna medida a policías. La de Río es probablemente una de las peores policías del mundo, no sólo es sorprendentemente corrupta, sino también violenta: es una policía que tortura, y la gente sabe poco de eso. Es terrible que estemos usando la misma policía para ‘limpiar’ las favelas, para el Mundial y los Juegos Olímpicos. Se necesita una nueva policía, hay que cambiar la que tenemos o nada puede cambiar. Pero dicho esto, siempre es un desafío hacer una película que trata sobre un tema del mundo real. Robocop tiene algo de película de superhéroes, pero no es como la mayoría de esas en tanto tratamos de hacer un film que tienda algún puente con estos temas, que provoque un poco al público. Las grandes producciones tienden a alejarse de esto, y es cierto que hay que ser cuidadoso cuando se abordan temas complicados como éste, pero al mismo tiempo, no hay que tener miedo. Algunos lo van interpretar incorrectamente, pero otros no, y si la película dispara una pequeña controversia, mejor.”
Finalmente, dice Padilha, el aspecto más político del hombre-máquina es para él sólo uno de dos temas de igual importancia. “El otro es la pregunta sobre qué es lo que nos hace humanos.” Mientras que el Robocop de 1987 era una máquina desprovista casi de conciencia que de a poco iba recuperando la memoria de su antigua identidad humana, el nuevo Murphy/Robocop (Joel Kinnaman, de la versión norteamericana de la serie The Killing) es concebido como una suerte de “producto con conciencia”: la solución “mixturada” que diseña el personaje de Keaton y su noble pero ambivalente genio científico (el gran y eficiente Gary Oldman) cuando se encuentra con una oposición infranqueable a sus robots.
La escena en la que Murphy despierta de su cirugía y descubre la suerte que le ha tocado a su cuerpo es un momento de alto impacto, que parece suplir la ausencia de sangre (que chorreaba en momentos clave del film original). Eventualmente, los restos de conciencia que preserva la máquina de su pasado humano, plantean diversos problemas y OmniCorp resuelve ir restándole “humanidad” de a poco, por lo que el personaje atraviesa diversas, traumáticas fases, que en el film del ‘87 sólo estaban sugeridas. “La pregunta estaba de algún modo presente en aquella película”, dice Padilha, “pero acá la desplegamos y le dedicamos más tiempo. ¿Qué es lo que nos hace diferentes de las máquinas? ¿El hecho de que tenemos un cuerpo físico, de que tenemos conciencia, libre albedrío? ¿Es porque tenemos emociones? Al despertar, Murphy cree estar soñando, y luego se ve y se quiere morir. De a poco se le quitan sus emociones. En la película original llegábamos a eso en el final, pero acá nos tomamos más tiempo para un tema que para mí es esencial. Son más de 40 minutos hasta que Murphy se convierte en Robocop. Y luego lo tenemos en modo robot por media hora. Nuestra película trata más sobre las implicancias de la transformación, sobre todo lo que significa para una persona convertirse en Robocop, que otra cosa.”
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