Domingo, 9 de febrero de 2014 | Hoy
Por Guillermo Saccomanno
Hay un artista plástico que describe entre rudimentario y tosco esa Rusia que, por entonces, generaba escritores de la percepción social de Gogol, Tolstoi, Turgueniev, Chejov y Gorki. Me refiero al georgiano Niko Pirosmanashvili (1862-1918), más conocido tal vez como Pirosmani. Hijo de unos viñateros pobretones, Pirosmani encarna al pibe que viniendo de abajo intenta hacerse un camino nada menos que en el arte. Huérfano desde chico, lo criaron sus hermanas mayores. Apenas pudo, se escapó a Tiflis y se empleó como sirviente de ricos. Se las ingenió para aprender a leer y escribir. Más tarde volvió al pueblo y se conchabó como pastor. Completamente autodidacta, caracterizado más tarde como un primitivista, se especializó en pintar sobre hule negro. Cuando inauguró un taller, fracasó. Entonces se enganchó como maquinista del ferrocarril. Hasta que pudo ganarse la vida pintando carteles. A pesar de que la pintura era su vocación, no vacilaba en pintar paredes si la necesidad lo apretaba. Por su temperamento tan “primitivo” como su estilo, no fue diplomático en el ambiente de la plástica. Murió pobre, enfermo y olvidado. Recién en el siglo XX fue celebrado por las vanguardias europeas. Picasso le dedicó un retrato. Y hace unos meses, en diciembre de 2013, se expusieron treinta de sus obras en la National Gallery. La justicia siempre es lenta y estos reconocimientos póstumos no son novedosos.
Si se observan sus obras, con ese aura casi infantil, se verán desde fiestas rurales hasta bailes populares, pasando por una fauna que, con una reminiscencia de ilustración de cuento infantil, incluye ciervos, jirafas, camellos, osos, bueyes, vacas, ovejas, cerdos y lobos. Es notable: sus campesinos, taberneros, pastores, bailarinas, soldados y chicos no presentan diferencia con los animales. La suya es toda una representación de ese mundo rural en el que se crió y al que tan intuitivamente –más que un realista– supo arrancarle una identidad plástica. Si hay una obra suya que no deja de sorprenderme es Millonario sin hijos y mujer pobre bendecida con sus hijos. Ya el título desarrolla el contenido de la pintura. A una pareja ricachona le falta algo, eso que seguramente le sobra a la campesina: bocas que alimentar. La campesina con un bebé en brazos, prendido a una teta, tiene a su lado a una nena y un nene. El detalle: están descalzos.
En más de un sentido, su interpretación de la realidad permite enfocar una dialéctica de las contradicciones sociales más elocuente que cualquier pintura de denuncia. Debo admitirlo, nunca pude tragar la idealización de los obreros musculosos como salidos de la Marvel, ni los conjuntos idealistas como el escultórico Canto al Trabajo que se encuentra frente a la CGT. Me resultan de una hipocresía bien pensante. En la visión de Pirosmani no hay esperanza. Puede haber inocencia, la de un pibe que intenta darle forma al mundo por primera vez. Pero no hay esa fuerza idealizada de otra pintura de su tiempo como La sirga, de Illia Rubin, predilecta de Dostoievski. En sus campesinos no hay torsos de superhéroes. Bueno, admitámoslo, tampoco en la realidad se encuentran laburantes con inclinación al físico-culturismo. Y de esto, hace mucho. No hace falta ir a una manifestación o apreciar un piquete villero para darse cuenta. La pintura de Pirosmani tiene eso: una sinceridad que no idealiza ni celebra una esperanza redencionista. Hay un todos los días, un aquí y ahora, una atmósfera de “esto es lo que hay”. Y me pasa a menudo, cuando camino por las noches el Bajo, cuando veo los tirados en las calles, borrachos encogidos contra una pared, pibes dados vuelta, putas chillonas, que pienso en Pirosmani. Ya no les va ni la manifestación ni el piquete. ¿Alguna vez tuvieron otro destino trazado?, me pregunto. De acuerdo, Pirosmani es un primitivo. Pero también un sincero brutal. No puedo imaginarme a estas “pobres gentes” vapuleadas por el sistema pintadas por otro artista.
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