DESPEDIDAS Hace una semana murió el documentalista brasileño Eduardo Coutinho, en un final trágico, asesinado a los 81 años por su propio hijo esquizofrénico. Durante sus cuarenta años de carrera y con películas como Edificio Master, Boca de Lixo, Santo Forte o el clásico Cabra Marcado Para Morrer, construyó una obra lejana del paternalismo y basada en una creencia denodada en el valor de la palabra del otro.
› Por Alan Pauls
“Yo hago películas sobre mujeres porque no soy mujer, sobre negros porque no soy negro. Hago películas sobre los que no son como yo, ni social ni culturalmente.” Así, haciéndola propia, encarnándola, refrescaba el paulista Eduardo Coutinho la gran tradición de curiosidad social del cine documental en el siglo XX. “Desde Grierson, hace 80 años, desde Nanouk, el otro –el que no es el cineasta– es el pobre. Siempre son víctimas.” La lista de otros a los que Coutinho dedicó su obra es larga y variada y debería incluir también a obreros metalúrgicos (Peones), pescadores (Boca de lixo), etc. La semana pasada, cuando se enteró de su muerte, alguien se preguntó si habría filmado alguna vez algo sobre psicóticos, esos otros de la razón. Coutinho murió en su casa, a los 81 años, apuñalado junto a su esposa por su propio hijo, que era esquizofrénico y vivía con ellos.
Es un final desgraciado y macabro, pero parece extraña, macabramente entrelazado con una ética personal y artística de una notable radicalidad. A lo largo de unos cuarenta años, Coutinho se acostumbró a vivir con otros en sus películas y, como muchos de los artistas contemporáneos más interesantes, concibió su arte –el cine documental– como un lugar común, un espacio que a su modo intentaba responder a una pregunta ciento por ciento contemporánea: cómo vivir juntos. Pero nunca condescendió a filmar un solo fotograma que ocultara o disimulara la diferencia que lo separaba (a él, el cineasta) de su otro de turno (la víctima). Coutinho no filmaba para achicar esa distancia; filmaba para encontrar, y poner en escena, todas las posibilidades que nacen de esa distancia.
No hay voz popular, no hay acento de clase ni habitus callejero que no se hagan oír en las películas de Coutinho, verdaderas cámaras de resonancia donde repercuten los dichos de trabajadores, mucamas, costureras, jubilados, inválidos, amateurs, desempleados: las voces “de los que no tienen voz” (como rezaba el slogan del viejo periódico fundado por el senador Saadi), o, en palabras de Coutinho, “los que no tienen nada que perder”. Pero es difícil encontrar una obra menos sospechosa de pietismo, de sentimentalidad, de mimetismo caritativo que la suya. Coutinho busca, castea, elige y filma a esos otros cuyas historias le interesan, pero jamás quiere ser como ellos, ni siquiera como estrategia metodológica, para romper el hielo, ganárselos o arrancarles la confesión que les vedaría la distancia. Pero, a diferencia de los etnógrafos –esos profesionales de la intrusión que, para bien o para mal, modelaron la relación de los documentalistas con el mundo–, los otros tampoco le interesan como objetos de saber, materias primas de teoría o campo de corroboración de hipótesis. Así, Coutinho elude (o resuelve) varios de los peligros típicos que acechan a todo proyecto documental: el populismo y el paternalismo epistemológico.
Queda un tercero, el más complicado: el televisionismo, superación o fusión extrema, amnésica, de los dos anteriores. Sabemos hasta qué punto el “retorno de lo real” que afectó al cine y a las artes a partir de los años ’90 trenzó, en un parentesco siempre equívoco pero siempre productivo, las innovaciones más audaces del arte con los experimentos más demenciales de la biomediática: documentales y reality shows, bioinstalaciones y American Idols, etc. Hay mucho en el cine de Coutinho que tiende a la televisión-realidad: el dispositivo talking heads (todos los films de Coutinho están hechos de gente que habla), la hegemonía formal del plano medio, la sensibilidad por las menudencias de la actualidad social, la creencia denodada, casi ciega, en el valor de la palabra del otro. Sólo que cuando la televisión sale a la calle y entrevista a un portero, una maestra, un travesti o un obrero sin trabajo, no hace otra cosa que producir gente. (Gente –del Doña Rosa de Neustadt al “La Gente” de Lanata– es el nombre de esa bruma vaga, informe, en la que la tele evapora a sus entrevistados mientras los entrevista, y también, por supuesto, esa instancia de soberanía quejosa e irreflexiva en nombre de la cual se jacta de hablar, mostrar, informar, denunciar, inventar el mundo, etc.)
Cuando Coutinho va en busca de los militantes obreros que acompañaron a Lula en la construcción del PT (Peones), o se mete en un colmenar de Copacabana a interrogar a sus moradores (Edificio Master), lo que produce son singularidades. Es singular él, el cineasta, que sólo se permite entrar en cuadro para preguntar, y para preguntar siempre en su propio nombre, y son singulares las voces que registra, las caras y los cuerpos que encuadra, y sobre todo la relación entre esas voces y esos cuerpos y los lugares o historias o experiencias que atravesaron y que los marcaron.
El cine de Coutinho es invulnerable a la televisión porque, aun cuando su repertorio de otros –pobres, marginales, freaks sociales: “víctimas del sistema”– sea el mismo que puebla los decorados de talk shows y los informes de los noticieros, lo que busca de ellos, lo que les pide, lo que convoca cada vez que los convoca, no es la tipicidad, ni el “caso”, ni la anomalía como espectáculo, sino una materia para la que la televisión-realidad no tiene sensibilidad ni sensores: relatos. Si los otros en Coutinho son singulares, es básicamente porque son narradores. Cuentan cosas –una vida en tres líneas, un asalto en veinte minutos, un desengaño amoroso, un chiste, la pérdida de un hijo, una anécdota de viaje–, y es ese contar y sus protocolos peculiares –rodeos, repetición, atajos, arrepentimientos, postergaciones, suspensos, golpes bajos– lo que las películas de Coutinho describen con paciencia, con tiempo, con detalle. En ese sentido, una vez más, Coutinho es profundamente antipopulista: cree mucho menos en la voz (signo “natural”, inmediato, transmisor y garante de “verdad”) que en la narración (que, por espontánea que sea, siempre es fabricada, artificiosa, estratégica). Aquí el punctum de la singularidad no es el grano de la voz; es el grano del relato.
Narrar en Coutinho es una operación que singulariza, pero no porque conduzca necesariamente a la verdad sino porque el que narra, al narrar, se pone en escena, se estiliza, se estetiza, y en ese trabajo de autoproducción refunda una subjetividad y, con ella, su derecho a la palabra. Es la lección magistral de un film como Jogo da cena, donde Coutinho filma a una serie de mujeres comunes, reclutadas a través de un casting, que cuentan episodios más o menos traumáticos de sus vidas familiares, y sin aviso, como quien desliza en el mazo un par de naipes marcados, intercala a un puñado de actrices brasileñas, algunas célebres, que retoman y reinterpretan algunos de esos testimonios con todo el arsenal expresivo de su profesión. Lo que está en juego, por supuesto, no es el límite entre mentira y verdad, o entre ficción y testimonio. El documental filma “lo que ocurre”, y todo lo que ocurre “frente a la cámara” es verdad, no importa que sea actuado o sincero, urdido o espontáneo. Lo que está en juego es la posibilidad de una comunidad de relatos: un cierto comunismo narrativo en el que documento y ficción sólo sean coeficientes aleatorios de singularidad.
De ahí que las “víctimas” que Coutinho filma nunca sean víctimas, no inspiren misericordia, no nos vuelvan más cristianos. De ahí la extraña alegría que despiertan estas películas sobrias, a la vez salvajes (Coutinho artista del jump-cut) y rigurosas, de una inteligencia tan vital como subrepticia: una alegría experimentada, alerta, que recuerda siempre, que no niega nada. Alegría crítica. Los “informantes” de Coutinho pueden sufrir, pueden haber sido dejados de lado, maltratados, traicionados. Pero pueden narrar, y esa potencia es la que los rescata definitivamente de esa segunda miseria a la que suele condenarlos la televisión. Pueden narrar, y esa potencia es también el capital que les permite participar de la situación entrevista (y no sufrirla), hacer frente al otro (el cineasta), medirse y encontrarse con él en un terreno nuevo, inventado por la película, que no es ni el del deseo del cineasta ni el de la debilidad de la víctima y donde parece asomar algo parecido a una negociación feliz.
Hoy nadie le pregunta nada a nadie sin culpa. Ultraimpugnada por etnógrafos y sociólogos (los primeros que la usaron como una “herramienta de conocimiento” neutral, eufemismo que disfrazaba la relación de fuerzas instituida entre el que pregunta y el que contesta), hoy no hay alma progre que encare una entrevista sin tomar la precaución de entrecomillarla y entrecomillarse. Coutinho no. Coutinho muere por entrevistar, y el énfasis militante con que asume el papel del que pregunta (un papel en el que sólo puede comparársele Erroll Morris, otro pesado genial) es el mismo con el que desafiaba a sus entrevistadores cuando decía que no, que él no estaba “del lado de” las mujeres y los negros, que hacía películas sobre mujeres y negros porque él no era mujer ni negro. Ese es el secreto, en realidad. Porque no es mujer ni negro (ni quiere serlo), no tiene miedo de entrevistarlos. Por eso, y también porque la entrevista –situación, procedimiento, juego de lenguaje, técnica de manipulación– es en su cine el teatro de una suerte de economía primitiva utópica, fundada, quizás, en el más antiguo de los intercambios: una pregunta por una narración.
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