LIBROS
La guerra del hielo
A mediados de 1942, y bajo el más absoluto secreto, los líderes aliados pusieron en marcha un proyecto de máxima prioridad: la invención de un hielo que no se derritiera. El objetivo: suplir la escasez de hierro y fabricar una armada de “portaaviones y barcos témpano” con los cuales reconquistar Europa e invadir Japón. En sus flamantes y extraordinarias memorias, Ojalá te hubiese hecho enojar antes (Granica), el Premio Nobel de Química Max Perutz, parte fundamental del proyecto, revela la trama secreta de este hilarante episodio internacional en medio de la Segunda Guerra que parece escrito a cuatro manos entre Graham Greene y Mel Brooks.
Por Max Perutz
Un día de la primavera de 1942, una llamada telefónica urgente me convocó a Londres. Debía ir a un apartamento en el edificio Albany –su propietario era el excéntrico sir William Stone, también conocido como el Caballero de Piccadilly– donde miembros prósperos del Parlamento y escritores como Graham Green alquilaban viviendas temporarias. Allí me encontré con Pyke, una figura adusta, de rostro cetrino, mejillas demacradas, ojos fogosos y una barbita canosa, perdido en medio de pilas de libros, periódicos, revistas y colillas de cigarrillos esparcidas sobre los escasos muebles. Parecía un agente secreto de una película de espías, y me dio la bienvenida con un aire de misterio e importancia, diciéndome con voz gentil y persuasiva que actuaba en representación de lord Louis Mountbatten, que entonces era el jefe de Operaciones Combinadas, para pedir mi consejo sobre excavaciones en glaciares.
Pasaron seis meses antes de que Pyke me llamara nuevamente. Esta vez, como si quisiera probarme, me recibió con una retahíla de frases enigmáticas y luego me dijo, como un gran hombre que confiara un secreto a otro, que precisaba mi ayuda para el proyecto más importante de la guerra, un proyecto del que sólo estaban enterados él mismo y nuestro amigo común John Desmond Bernal. Cuando le pregunté de qué se trataba, me aseguró que deseaba poder decírmelo, a mí, un amigo que había entendido y apreciado sus ideas desde el principio, pero que había prometido no revelar nada, en caso de que se enterara el enemigo, o aun peor, esa colección de inútiles en quienes Churchill tenía que confiar para la conducción de la guerra.
Me fui entusiasmado y sin saber mucho más que antes sobre lo que se suponía que debía hacer. Pero Bernal, que había sido mi primer supervisor de investigación en Cambridge, me dijo unos pocos días más tarde que debía descubrir cómo incrementar la dureza y la velocidad de congelación del hielo, no importaba para qué. El proyecto tenía la prioridad más alta, y yo podía requerir cualquier ayuda o instalaciones que necesitara. A pesar de mis investigaciones en los glaciares, no estaba seguro de la fuerza del hielo, y no fue mucho lo que encontré en los textos. Las pruebas pronto demostraron que era a la vez blando y quebradizo, y no encontré ninguna manera de hacerlo más duro.
Entonces, un día, Pyke me alcanzó un informe que él encontraba difícil de entender. Era del Hermano Mark, mi antiguo profesor de fisicoquímica en Viena, que había perdido su puesto cuando los nazis invadieron Austria, y había encontrado refugio en el Instituto Politécnico de Brooklyn. Era experto en plásticos, y sabía que muchos son frágiles cuando están puros, pero se los puede endurecer al agregarles fibras como la celulosa, tal como el hormigón es reforzado con cables de acero. Mark y su asistente Walter P. Hohenstein pusieron un poco de hilo de algodón o de pulpa de madera –la materia prima del papel del periódico– en agua antes de congelarla y descubrieron que estos agregados reforzaban radicalmente el hielo.
Al leer el informe, les recomendé a mis superiores desechar nuestros experimentos con hielo puro e instalar un laboratorio para fabricar y probar el hielo reforzado. La Oficina de Operaciones Combinadas requisó una gran tienda de carne de cinco pisos subterráneos debajo del mercado de Smithfield, a la vista de la catedral de San Pablo y pidió vestimentas con calefacción eléctrica, del tipo que usan los aviadores, para que nos mantuviéramos abrigados a 16 grados bajo cero. Nos asignaron algunos jóvenes comandos para que cumplieran las funciones de técnicos, e invitaron a Kenneth Pascoe, que por entonces era estudiante de física y que más tarde daría clases de ingeniería en Cambridge, para que me ayudara. Construimos un túnel de viento grande para congelar la pasta húmeda de pulpa de madera y cortamos el hielo reforzado en bloques. Nuestras pruebas pronto confirmaron los resultados de Mark y Hohenstein. Los bloques de hielo que contenían apenas un cuatro por ciento de pulpa de madera eran tan fuertes como el concreto; en honor al fundador delproyecto, llamamos pykreto al hielo reforzado. Cuando disparábamos un fusil contra un cubo de hielo puro de sesenta centímetros de lado por treinta centímetros de espesor, el bloque se hacía pedazos; en el caso del pykreto, la bala hacía un pequeño cráter y se hundía en el cubo sin causar más daños. Mis provisiones de pykreto crecían, pero nadie me decía para qué se necesitaban, salvo que eran para Habacuc. El Libro de Habacuc dice: “Mirad en las gentes y ved y maravillaos pasmosamente; porque obra será hecha en vuestros días, que aun cuando se os contare, no lo creeréis”, pero eso no me ayudaba a resolver el acertijo.
Tan secreto era el proyecto Habacuc, que se suponía que nadie debía saber quién era yo, por las dudas de que mi nacionalidad (Austria = montañas = glaciares = hielo) o mi trabajo de investigación pudieran traicionar el secreto. Trabajábamos con Pascoe abajo en la carnicería, mientras que en los pisos de arriba fornidos cargadores con mamelucos grasientos entraban y salían cargando medias reses. Nunca nos dieron ni siquiera un poco de esa carne, para complementar nuestras magras raciones.
En un momento, Mountbatten envió a Pyke a Canadá en misión para Habacuc; llevaba una presentación personal de Winston Churchill dirigida a Mackenzie King, el primer ministro canadiense. Mientras Pyke requería la ayuda canadiense, Mountbatten decidió mostrarles las maravillas del pykreto al Estado Mayor británico. ¿Pero quién les mostraría el pykreto? Por cierto que no un civil austríaco: ¡un extranjero enemigo! Se decidió delegar la tarea en el capitán de corbeta Douglas Grant, que había sido arquitecto en tiempos de paz y que administraba Habacuc. No tenía experiencia con el manejo de pykreto, pero vestía uniforme. Le di las barras del hielo y de pykreto y le deseé suerte. El día siguiente esperé las noticias, pero no llegaron.
El racionamiento había golpeado los pequeños restaurantes y casas de té de la city. Pascoe y yo solíamos tomar el bus que bajaba por la calle Fleet, toda marcada por los bombardeos, hasta los palaciegos cuarteles de Operaciones Combinadas, donde podíamos conseguir una comida básica a un precio razonable y escuchar los últimos rumores. Pero aquel día, Pyke, siempre entretenido, estaba todavía en Canadá, y todos los demás parecían evitarnos. Después del almuerzo, me puse a buscar a Grant, que en general estaba sereno, y lo encontré de un humor terrible. El anciano caballero no había podido romper ninguna de las barras, ni siquiera las de hielo normal. Luego, había disparado su revólver contra el bloque de hielo, éste se rompió como se esperaba, pero al dispararle al bloque de pykreto, la bala rebotó y golpeó en el hombro al jefe del Estado Mayor Imperial. El jefe no estaba herido, pero Habacuc se encontraba bajo el manto de la duda. Lo peor estaba por llegar.
En ausencia de Pyke, un comité del Almirantazgo presidido por el jefe de Construcciones Navales había enviado un informe muy poco entusiasta a Mountbatten sobre Habacuc. Cuando Pyke, en Canadá, se enteró de lo que pasaba, el asunto no hizo más que confirmar su desprecio por el conservadurismo del establishment británico, que resumió en su dicho burlón: “Nada debe hacerse por primera vez jamás”. Contestó con un cable clasificado como “máximo secreto, circulación restringida al jefe de Operaciones Combinadas”. El mensaje decía: “El jefe de Construcciones Navales es una vieja. Firmado Pyke”. La denominación “máximo secreto” se reservaba para asuntos operativos, y por lo tanto se los consideraba con respeto, pero el contenido del cable de Pyke pronto llegó a oídos de su víctima: un almirante. Indignado porque un civil loco cuestionaba su valor, el almirante irrumpió en la oficina de Mountbatten demandando la renuncia inmediata de Pyke. El proyecto Habacuc parecía condenado. Pero entonces, Pyke volvió a Canadá eufórico por el éxito de su misión, especialmente por la actuación espléndida de un prototipo que los canadienses habían logrado botar en el lago Patricia, en Alberta. ¿Pero un prototipo de qué?
No recuerdo que nadie me revelara oficialmente en qué consistía Habacuc, pero gradualmente el secreto se fue develando, como se escapa el ácido de una lata oxidada. Pyke previó que (para varios propósitos) se precisaría una cobertura aérea que estaba más allá de los aviones con base terrestre. Los portaaviones convencionales, argumentó, eran demasiado pequeños como para que pudieran despegar los pesados bombarderos y los cazas veloces que se necesitarían en la invasión de cualquier país distante. Ya entonces, para extender la presencia aérea aliada sobre todo el Atlántico, se necesitaban bases flotantes; tales bases permitirían que los aviones volaran desde Estados Unidos a Gran Bretaña sin que hubiera que llevarlos en barcos. También facilitarían la invasión a Japón. ¿Pero de qué material podían hacerse esas islas si hasta la última tonelada de acero se necesitaba para hacer barcos, tanques y armas, y cada tonelada de aluminio era para aviones? ¿Qué material había que aún fuera abundante? Para Pyke, la respuesta era obvia: el hielo. En el Artico podía conseguirse todo el que se precisara; una isla de hielo se derrite muy lentamente, y es imposible de hundir. Podía fabricarse con un 1 por ciento de la energía que insumiría un peso equivalente de acero. Pyke propuso que un témpano, natural o artificial, fuera nivelado para que se pudiera usar como pista de aterrizaje, y ahuecado para ofrecer refugio a los aviones.
Mountbatten transmitió a Churchill la propuesta de Pyke. Entonces, Churchill le escribió a su jefe de Estado Mayor que le concedía “la mayor importancia a la revisión inmediata de estas ideas... La ventaja de una isla o islas flotantes, aun si sólo se usan como depósitos para reabastecerse de combustible, son tan impresionantes que no merecen discutirse en este momento. No habrá ninguna dificultad para introducir estos ‘escalones’ en cualquiera de los planes de guerra que se consideran actualmente”.
¿Se podría construir con suficiente rapidez un témpano de hielo del grosor necesario para soportar las olas del Atlántico? Era para responder esa pregunta que Pyke y Bernal me llamaron por primera vez, pero sin permiso para decirme cuál era la pregunta. Como sabe cualquiera que haya intentado construir una pista de patinaje sobre hielo en el patio de su casa, lleva mucho tiempo, aun en un clima muy frío, congelar una gruesa capa de agua. La película delgada de hielo que se forma en la superficie retrasa la transferencia de calor entre el agua de abajo y el aire frío por encima. ¿Y qué sucedía con un témpano natural? En los años 30, una expedición rusa había descubierto que aun en el Polo Norte el hielo no tiene más que unos tres metros de espesor. Las olas del Atlántico pueden elevarse treinta metros, con una distancia de más de quinientos metros entre cada cresta. Además, bombas y torpedos no lo hundirían, pero podrían romperlo. Por su lado, la superficie de encima del agua de un témpano de hielo natural es demasiado pequeña para los aviones, y suelen voltearse de imprevisto.
El proyecto se hubiera abandonado en 1942 a no ser por el descubrimiento del pykreto: es mucho más fuerte que el hielo pero pesa lo mismo; puede trabajarse como la madera o moldearse una costra aislante de pulpa de madera empapada que impide que el interior siga derritiéndose. Sin embargo, Pascoe y yo encontramos un inconveniente grave: aunque el hielo es duro ante el golpe de un hacha, es blando ante el empuje continuo de la gravedad, que hace que los glaciares fluyan como los ríos: más rápidos en el centro que en los lados, e igualmente más rápidos en la parte superior que cerca del lecho. Una nave grande hecha de hielo ordinario, a la temperatura de congelación del agua, se combaría bajo su propio peso más lentamente, pero no con suficiente lentitud, salvo que se la enfriara a temperaturas de 16 grados centígrados bajo cero. Para mantener el casco a esa temperatura, la superficie debía protegerse con una capa aislante; y la bodega debía contar con un sistema refrigerante que enviara aire frío a través de una compleja red de ventilación. De todas formas, los planes siguieron en marcha. Los expertos determinaron los requisitos, los ingenieros navales se instalaron en sus mesas de dibujo, y los comités mantuvieron largas reuniones. El Almirantazgo quería que la nave fuera lo suficientemente fuerte como para soportar las olas más grandes conocidas –casi 35 metros y separadas entre sí por 650 metros–, aun cuando tales olas gigantescas sólo se reportaron una vez, en el Pacífico Norte y después de tormentas prolongadas. También solicitaban que la nave fuera autopropulsada, con suficiente poder para mantener el rumbo incluso en los temporales más fuertes, y que el casco fuera a prueba de torpedos, lo que significaba que debía tener, al menos, 13 metros de espesor. La aviación naval demandaba una cubierta 15 metros encima del agua, de 65 metros de ancho y 650 metros de largo, para permitir el despegue de los bombardeos pesados. Los estrategas deseaban un rango de crucero de 11.200 kilómetros. El diseño final le daba a la Nave Témpano, como se la bautizó, un desplazamiento de dos millones doscientas mil toneladas; 26 veces mayor que el del “Queen Elizabeth”, el barco más grande de la flota. Generadores turboeléctricos de vapor producirían treinta y tres mil caballos de fuerza para 26 motores eléctricos, cada uno dotado de una hélice y alojado en su propia barquilla, a ambos lados del casco. Los motores impulsarían la nave a una velocidad de siete nudos, la mínima necesaria para evitar que quedara a la deriva en el viento. El gobierno de la nave presentó el problema más difícil. Al principio, nosotros pensamos que podía maniobrarse variando la velocidad relativa de los motores de cada lado, como un avión carreteando en la pista, pero la armada decidió que para mantener el curso era fundamental contar con un timón. El problema de instalar y controlar un timón de la altura de un edificio de quince pisos nunca se resolvió. De hecho, aun en la actualidad los timones causan problemas en los supercisternas petroleros, de solamente un décimo del tonelaje de la Nave Témpano.
Mientras los planos de la nave se volvían más complicados con cada encuentro del comité, la mente de Pyke dio un paso adelante para pensar cómo debían usarse estas naves para ganar la guerra. Argumentó que las naves témpano resolverían el difícil problema de invadir las costas hostiles, porque serían capaces de abrirse camino directamente hacia los refugios costeros del enemigo. Las tropas defensoras quedarían, literalmente, petrificadas. Más exactamente, quedarían congeladas. ¿Cómo? Las naves témpano estarían provistas de tanques enormes llenos de agua súper enfriada (agua que permanece líquida por debajo de su punto de congelación) que se congelaría al rociarse sobre los enemigos. Después, más agua súper enfriada se bombardearía en la costa para construir baluartes de hielo, detrás de los cuales las tropas aliadas podrían reunirse sin peligro y prepararse para tomar la ciudad. Fue la mejor obra de ciencia ficción de Pyke. En realidad, el enfriamiento del agua por debajo de su punto de congelación sólo se observa en las diminutas gotas de agua de que están hechas las nubes. Pyke no pudo haber encontrado en la literatura científica ningún informe de nadie que haya hecho más que un poco de agua supercongelada, pero eso no disminuyó su entusiasmo por su uso en toneladas.
El siguiente problema que debí abordar fue el de encontrar un sitio para construir la nave témpano. ¿Cómo podíamos obedecer el sensato consejo de Churchill de dejar que la naturaleza hiciera su trabajo? Estudiando los mapas de clima del mundo, fui incapaz de encontrar un lugar en la tierra lo suficientemente frío como para congelar dos millones de toneladas de pykreto en un invierno. La refrigeración iba a tener que ayudar a la naturaleza. Eventualmente elegimos Corner Brook, en Newfoundland, donde la pulpa de madera provista por los molinos locales sería mezclada con agua y congelada en bloques en una planta de refrigeración de más de 90 hectáreas. El problema de la botadura de nuestro Leviatán se solucionaría colocando los primeros bloques de pykreto sobre balsas de madera unidas,para formar una gran plataforma flotante. La plataforma se hundiría gradualmente cuando la masa de pykreto se fuera construyendo. El prototipo se construiría en el invierno de 1943-1944, y sería seguido por una flota de naves témpano que se construirían en la costa del Pacífico Norte el invierno siguiente, a tiempo para la invasión de Japón.
Un día, Mountbatten me llamó a su oficina para preguntarme quién debía representar a Habacuc en las reuniones de alto nivel. Yo sugerí a Bernal, por ser el único que poseía el conocimiento técnico, la estatura intelectual y el poder de persuasión como para presentarse ante los líderes de la guerra. Bernal era el orador más brillante que yo conocía. Cuando estalló la guerra, las autoridades le pidieron a Bernal que determinara los daños probables de un bombardeo aéreo. Él solicitó la ayuda de su antiguo colaborador pero, para su asombro, su solicitud fue denegada por razones de seguridad. Bernal ridiculizó la decisión y demandó conocer el porqué. Finalmente, le mostraron, a desgano, el legajo: los archivos afirmaban que no podía confiarse en ese hombre porque estaba asociado con el tristemente célebre comunista Bernal.
A Mountbatten le gustaba rodearse de gente poco convencional, como contrapeso a la ortodoxia de la armada, y apreciaba los prodigiosos conocimientos de Bernal y su enfoque original de toda clase de problemas. Mountbatten mismo me impresionó mucho por su mente rápida y ejecutiva. Estaba preparando la reunión de alto nivel que tendría lugar en Quebec en agosto de 1943, comandada por Churchill y Roosevelt. Bernal puso en escena una demostración del pykreto que impresionó tanto a los líderes de la guerra que decidieron darle la prioridad más alta. Los planos detallados para la construcción inmediata de un prototipo se realizarían en Washington. Allí se envió inmediatamente el equipo británico, excepto a Pyke, cuyo ingenio mordaz había enfurecido a los militares norteamericanos al punto de prohibirle que fuera.
Los otros miembros del equipo Habacuc ya se habían embarcado. Para alcanzarlos, yo viajé por aire. Al llegar a Washington, donde me imaginé que el equipo británico estaría ocupado dieciséis horas del día planeando la construcción de la nave témpano, me sorprendí al encontrarlos a todos recibiéndome en la estación en la mitad de la tarde de un día de semana. No parecían apurados por volver a la mesa de trabajo. A la mañana siguiente, cuando me presenté a cumplir mis deberes en una casilla del Departamento de Construcciones Navales, me enteré que Habacuc estaba bajo estudio por los ingenieros navales del departamento, y que no había nada que pudiéramos hacer hasta que terminaran su informe. Lord Zuckerman, otro de los consejeros científicos de Mountbatten durante la guerra, me explicó hace poco por qué nadie nos prestó mucha atención en Washington. Justamente cuando llegamos a la ciudad, Mountbatten abandonó Operaciones Combinadas para convertirse en el comandante en jefe de las fuerzas aliadas del sureste de Asia. Como él había sido el defensor principal de Habacuc, su prioridad había caído estrepitosamente.
Finalmente, la armada de Estados Unidos decidió que Habacuc era un falso profeta. Una de las razones era que la enorme cantidad de acero que se requería para construir la planta enfriadora que congelaría el pykreto era mayor que la necesaria para construir todo el transportador mismo con acero. El argumento crucial era que el número creciente de instalaciones aéreas en tierra hacía innecesarias a las islas flotantes. Ese fue el fin del ingenioso proyecto de Pyke.
Cuando informé a mi superior en el almirantazgo sobre el fallecimiento de Habacuc, éste no se mostró sorprendido. Pyke estaba desilusionado, pero ya estaba ocupado con ideas nuevas. Una de ellas era la construcción de una tubería desde Birmania a China. A través de ella pretendía mandar soldados, tanques y armas impulsados con aire comprimido para ayudar a Chiang Kai-shek a derrotar al ejército japonés. Otro de sus planes era la destrucción de los yacimientos rumanos de petróleo, de donde los alemanes obtenían la mayor parte de su combustible. En la oscuridad de la noche, un escuadrón de aviones debía atacar los yacimientos con bombas incendiarias y de alto poder explosivo, mientras que otro escuadrón lanzaría un grupo de comandos en una ubicación cercana, con la tarea de destruir los yacimientos desde tierra. Pero, ¿cómo podrían penetrar las defensas? Tenían que capturar una estación de bomberos, disfrazados de bomberos rumanos y dirigirse al incendio con los camiones, donde simularían extinguir el fuego, pero en realidad lo activarían.
Algunos meses antes, yo me había dado cuenta de que la construcción y la navegación de la nave témpano podía resultar tan difícil como por entonces me parecía viajar a la Luna, aunque Habacuc era sólo uno de los varios proyectos aparentemente imposibles concebidos durante la guerra. En cada caso, la pregunta no era tanto la viabilidad de las ideas sino si las ventajas estratégicas que se lograrían estaban en proporción con los materiales y los hombres que se precisaban. En retrospectiva, parece sorprendente que Mountbatten tomara en serio cualquiera de los proyectos de Pyke, pero por entonces era el miembro más joven del comando en jefe y encabezaba una organización dispuesta para las estrategias de guerra no convencionales. Enfrentado a esa tarea, prefería atraer a sus cuarteles a hombres que no hubieran ido a la escuela de comando y cuyas ideas, de esa manera, fueran más difíciles de anticipar por el enemigo. No le importaba si estos hombres no usaban medias.
En tiempos de paz, la mayoría de las ideas de Pyke hubieran sido descartadas como ciencia ficción, y lo eran, pero Mountbatten confiaba en los consejos científicos de Bernal, sin darse cuenta de que la principal falla de Bernal era su falta de juicio crítico. Pyke tenía la arrogante convicción cartesiana de que un hombre inteligente podía resolver cualquier problema por medio de la razón, en vez de aceptar la máxima humilde de Francis Bacon de que “la argumentación no basta para el descubrimiento de nuevas obras, dado que la sutileza de la naturaleza es varias veces mayor que la sutileza del argumento”.