Alguien
tiene que hablar con Amis
Tibor Fischer dice que Martin Amis anda perdido.
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POR
TIBOR FISCHER
Por lo general, cuando uno toma una decisión,
a menos que se tenga acceso a universos paralelos, resulta imposible
juzgar cuán acertada ha sido esa decisión. Uno puede
mudarse a Río de Janeiro pero, quién sabe, quizá
sería más feliz si se quedara en Londres.
Hace unos años despedí a mi agente, Andrew Wyle, alias
El Chacal. No se trató de una separación amistosa.
Lo despedí porque no estaba haciendo lo suficiente por mí.
Y esto no es un solipsismo para decir que no había conseguido
vender mi libro a Hollywood a cambio de unos pocos millones. Se
trató más bien de un veredicto madurado mientras subía
las escaleras de su oficina en busca de la edición alemana
de uno de mis libros, acomodada en un estante desde hacía
meses, a pesar de que ya le había pedido que me lo enviara
en cuatro oportunidades. En ese momento me di cuenta de que un agente
debería hacerme la vida más fácil, no más
difícil.
La agencia Wylie también había implementado una política
sorprendente en materia de fotocopias. Para poner el tema en perspectiva,
llevo tres años con la Agencia William Morris, han vendido
mis libros en todo el mundo y no he pagado ni una sola de sus fotocopias.
Podría seguir. Por eso, despedir a Wylie fue, por muchos
motivos, la decisión correcta. Aún hoy me regocijo
al pensar en el tema. Pero tampoco podía dejar de preguntarme
qué hace Wylie todo el día. Hasta que hace poco descubrí
que dedica su tiempo a pensar demandas. Sucedió cuando recibí
un ejemplar de la nueva novela de Martin Amis, Yellow Dog, junto
a una carta que demanda que no se reproduzca o revele absolutamente
nada del libro.
Siento que debería respetar la demanda, pero permítanme
remitirlos a amazon.com: “Cuando el esposo ideal Xan Meo es
atacado en el jardín de un pub inglés, sufre una lesión
en su cabeza y un cambio de personalidad. Mientras, exploramos el
mundo de Henry England: Pamela, su esposa incapacitada; He Zhezun,
su amante china; Victoria, su hija de 15 años víctima
de una intrusión fílmica que recorre el mundo porque
ella es la futura reina de Inglaterra, y su padre, Henry IX, el
rey”.
Así que no voy a contarles nada sobre Yellow Dog, pero voy
a decirles que es terrible.
Y quiero ser claro: sigo a Marty desde el principio. Tengo la primera
edición de su primer libro, El libro de Raquel, y no por
habérselo comprado a un coleccionista sino porque lo compré
en 1973, cuando se publicó. Estuve cuando Amis leyó
para seis personas (incluido yo) en Cambridge en 1980. Disfruté
de La información (okey, era un refrito de Campos de Londres,
pero me hizo reír). Mis amigos negaban con la cabeza cuando
salió El tren de la noche, pero yo lo defendí, señalando
su remarcable ventriloquía. Amis es uno de los pocos escritores
vivos que puedo citar de memoria. Sin embargo, se podía oler
a podrido en Experiencia. Su memoir estaba hermosamente escrita
y era divertida. Amis es el amo y señor del diccionario Oxford.
Nadie puede movilizar el inglés como él. Nadie. Pero
como libro, Experiencia era desprolijo y delgado. Se notaba el intento
desesperado por ser profundo (una de las debilidades de Amis es
que no se conforma con ser un buen escritor: quiere ser profundo;
el problema con la profundidad es que, como el humor, se tiene o
no; esforzarse no ayuda). Esta búsqueda de gravitas han engendrado
sus trabajos más débiles: La flecha del tiempo y sus
textos sobre la guerra nuclear.
Por todo esto, me asombró el rapto casi unánime con
que se celebró Experiencia. Y creo que fueron esos elogios
los que lo destrozaron. Claramente se le metió en la cabeza
que puede escribir sobre cualquier cosa y será venerado como
Moisés con las tablas. De ahí Koba, su libro sobre
Stalin que no es sino la reseña bibliográfica más
larga del mundo, con digresiones sobre sus vacaciones y su compadre
Christopher Hitchens. Mi novela Voyage to the End of the Room fue
publicada el mismo día que Yellow Dog. Me da vergüenza
admitir que, como escritor, me alivia que Amis haya producido una
novela indigna de su talento. Como lector, sin embargo, estoy sinceramente
triste. Yellow Dog no es ni mala ni muy buena ni apenas desilusionante.
Es tan mala que uno no sabe para dónde mirar. Mientras leía
en el subte, me aterraba que alguien leyera sobre mi hombro (no
sólo por la demanda de la agencia Wylie sino porque alguien
podría pensar que yo gozaba con eso). Es tan mala como que
descubran a tu tío favorito masturbándose en un colegio.
En la industria editorial inglesa uno pasa de no ser publicado no
importa cuán bueno sea a ser publicado no importa cuán
malo sea. Una vez fui con Louis de Bernières a una charla
de John Fowles que resultó ser dolorosamente aburrida (en
su defensa, Fowles estaba muy enfermo). En un momento, Louis se
metió la mano en el bolsillo, sacó un boleto de tren,
garabateó algo en él y me lo pasó. Era una
autorización firmada para pegarle un tiro si alguna vez se
volvía un viejo mentiroso. Creo que voy a mandarle a Louis
una autorización para que me pegue un tiro si alguna vez
escribo algo como Yellow Dog.
Alguien, quizá sus amigos, sus editores, incluso su agente,
Andrew Wylie, debería decirle algo a Amis.
Lo más curioso del caso ocurrió cuando
un lector, tras leer este
artículo, entró a amazon.co.uk y descubrió
que la librería virtual ofrecía un suculento descuento
a quienes compraran ambas novelas: Yellow Dog de Amis y Voyage to
the End of the Room de Fischer.
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La
gran P
El poder corrompe. El poder del PowerPoint corrompe
absolutamente.
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POR
EDWARD TUFTE
Imagine un remedio caro y muy usado que promete
hacernos hermosos, pero no lo hace. Y que tiene serios efectos secundarios:
induce a la estupidez, transforma al usuario en un pedante, hace
perder el tiempo y degrada la calidad y credibilidad de las comunicaciones.
Una droga así sería retirada del mercado a escala
mundial.
Y aun así el slideware –los programas de computación
para presentaciones– es omnipresente: en las empresas, en
las burocracias públicas y hasta en las escuelas. Cientos
de millones de copias dePowerPoint mastican miles de millones de
pantallas cada año. El slideware puede ayudar a los expositores
a delinear sus charlas, pero la conveniencia del que habla puede
ser el castigo del contenido y de la audiencia. La típica
presentación en PowerPoint pone al formato sobre el contenido,
traicionando una actitud de comercialismo que transforma todo en
un argumento de venta.
Claro que no hay nada de nuevo en reuniones donde se intercambian
datos. Años antes del slideware, en las presentaciones de,
por ejemplo, la IBM a sus clientes militares usaban “diapositivas”.
Pero con el PowerPoint, creado en 1984 y luego adquirido por Microsoft,
ese formato se transformó en ubicuo. El estilo agresivo del
PowerPoint busca establecer la supremacía del que habla sobre
la audiencia.
La adopción en las escuelas del estilo cognitivo del PowerPoint
resulta particularmente preocupante. En lugar de aprender a escribir
usando frases, a los chicos se les enseña a formular frases
vendedoras y cortas, como slogans publicitarios. Los ejercicios
de primaria en PowerPoint -como aparecen en manuales para docentes
y en trabajos de alumnos subidos a Internet– suelen consistir
en 10 a 20 palabras y una imagen en cada pantalla de presentaciones
de tres a seis pantallas, un total de 80 palabras, o sea 15 segundos
de lectura, por semana de trabajo. Los alumnos estarían mejor
si la escuela simplemente cerrara y todo el mundo se fuera al zoológico
o escribiera un texto explicando algo.
Los PowerPoint de negocios suelen contener 40 palabras u ocho segundos
de lectura, lo que hace necesarias muchas, muchas pantallas. La
audiencia tiene que aguantarse una secuencialidad insoportable,
pantalla tras pantalla. Cuando la información se segmenta
temporalmente, es muy difícil entender el contexto y evaluar
las relaciones. El razonamiento visual suele funcionar mejor cuando
se muestra lado a lado la información a relacionar, especialmente
si hablamos de datos estadísticos.
Un buen ejemplo es la tabla que muestra tasas de sobrevivencia de
personas con cáncer relativas a personas sin cáncer
en el mismo período. Son 196 números y 57 palabras
describiendo las tasas de supervivencia y sus márgenes de
error para 24 tipos de cáncer. Al aplicar el PowerPoint a
esta simple tabla se crea un desastre analítico. La información
estalla en seis pantallas caóticas que ocupan el triple de
superficie. Está todo mal con esos gráficos incoherentes:
los textos son incomprensibles, el color es inútil, los logos
molestan. No sirven para comparar, no contienen evidencia, y son
tan magros en datos que no se entiende para qué existen.
Son gráficos que podrían ser una farsa siniestra si
se los usara para algo serio, como ayudar a un paciente de cáncer
a estimar cuánto le queda de vida.
Para vender un producto que arruina la información con intensidad
tan sistemática, Microsoft abandonó toda pretensión
de integridad y razonamiento. Las presentaciones suelen sostenerse
o caer por la calidad, relevancia e integridad de sus contenidos.
Si los números aburren, es porque son los números
equivocados. Si las palabras o imágenes no van al tema, llenarlas
de colorete no las hace relevantes. El aburrimiento del público
viene del mal contenido, no de la mala decoración.
Como mínimo, un formato de presentación no debería
hacer daño. Pero el estilo PowerPoint rutinariamente interrumpe,
domina y trivializa los contenidos. Por eso, las presentaciones
en PowerPoint son tan parecidas a un acto escolar: gritonas, lentas,
simples. La conclusión es clara: PowerPoint es un administrador
y proyector de pantallas competente, pero en lugar de apoyar una
presentación se transformó en su sustituto. Este mal
uso desconoce la principal regla de la oratoria: respetar al público.
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Y
si vas hacia la izquierda y girás a la derecha...
Por fin alguien corre a Christopher Hitchens por izquierda.
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POR
PATRICK MARNHAM
En Regime Change, la recopilación de sus
polémicas publicadas en diferentes medios, Christopher Hitchens
expone los argumentos con los que apoyó la guerra contra
Irak. “Exponiéndome a parecer ridículo –escribe
en la introducción–, quiero decir que traté
de escribir estas frases como si fueran a ser leídas póstumamente.
Y digo esto sin aclararme la garganta para ver cómo suena
en unas semanas.” Los lectores de Hitchens –que lo conocen
como uno de los polemistas más talentosos de la izquierda
norteamericana– disfrutarán de los riesgos periodísticos
que afirmaciones como éstas acarrean, sobre todo cuando gozan
del placer adicional de verlo ingresar en la lista de quienes defienden
a George W. Bush.
El grueso del argumento de Hitchens, publicado en su mayoría
en la revista on-line Slate entre noviembre y abril de este año,
es que era necesario y justo derrocar el régimen de Baaz
porque Saddam Hussein era un hombre muy malo que había asesinado
a muchos kurdos. Esto, por supuesto, elude el debate sobre las armas
de destrucción masiva, la finalización del programa
de inspecciones de Naciones Unidas, la necesidad de acción
multilateral, el crecimiento del imperialismo americano, la guerra
contra el terrorismo, la existencia de otros hombres muy males,
etc, etc. Saddam Hussein se tenía que ir por ser un neonazi
con un record como genocida. Y, dado que Estados Unidos es la única
potencia capaz de echarlo, los motivos son finalmente irrelevantes.
Hitchens acepta que, bajo un liderazgo neoconservador, Estados Unidos
es una potencial imperial, pero tampoco duda en apoyar un imperialismo
que lucha contra “el Mal”. (Siempre es refrescante ver
a un polemista de izquierda adoptar el concepto de un “Mal”
personalizado.)
Hitchens ha sido un amigo fiel de los kurdos por años y presenció
los efectos de los ataques químicos ordenados por Saddam
Hussein en 1991. Porlo tanto, su apoyo a Bush Jr. es coherente con
una honorable posición personal. Sin embargo, sus razones
para apoyar la guerra tienen poco que ver con las de Bush. En la
segunda línea de la primera página, Hitchens presenta
a su nuevo héroe: Paul Wolfowitz, el secretario de Defensa,
y una figura de culto desde que Saul Bellow lo usó como modelo
para uno de los protagonistas de su novela/memoir Ravelstein. Es,
por supuesto, el mismo señor Wolfowitz quien, desde que Regime
Change entró en imprenta, describió las armas de destrucción
masiva como “un pretexto burocrático” para atacar
Irak. El verdadero motivo, dice ahora, era poder sacar las bases
norteamericanas de Arabia Saudita. Admitir eso en su momento no
hubiese mejorado las relaciones entre Washington y la oposición
iraquí, cuyos intereses Hitchens defiende con tanta pasión.
Además, el “pretexto burocrático” era
la base legal de la guerra. Porque financiar una guerra ilegal ha
sido siempre el precio que se paga para incrementar el poder imperial,
como Hitchens normalmente señalaría antes que nadie.
Lo que menos aguanta el paso del tiempo es el tono. A diferencia
de los militares norteamericanos, Hitchens no defiende las “bombas
inteligentes”, por lo menos para sus ataques intelectuales.
Entre sus oponentes, incluye al Partido Demócrata, el Vaticano,
la mayoría de los Cristianos, Chirac, el mundo árabe,
Ariel Sharon, Noam Chomsky, la “vieja Europa”, el 78
por ciento de la opinión pública francesa, el 92,4
por ciento de la española, los pacifistas y los antinorteamericanos:
todos los que tenemos una tendencia universal a “sollozar”.
Un poco de abuso retórico aviva el debate, pero si uno está
escribiendo para la posteridad es poco común tratar a todos
los que disienten con uno de tonto o pillo.
Sólo en el epílogo Hitchens se presenta como ensayista.
Escribiendo desde Safwan y lejos de Mr. Wolfowitz, tiene la honestidad
de registrar el persistente apoyo a Saddam Hussein y las arrolladoras
complicaciones de la ayuda humanitaria. Los chistes irrelevantes
y un puñado de anécdotas bien seleccionadas pulsean
con las percepciones de un buen periodista.
Si me preguntan, Regime Change forma parte de una guerra mucho más
vieja: la guerra entre los Hitchens. Mientras el “rabioso
y derechista” Peter Hitchens probó desde sus columnas
ser un férreo opositor a Bush y declaró que la aventura
imperial norteamericana es una “guerra izquierdista”,
su hermano Christopher, alguna vez editor literario de International
Socialism, demuestra que podría tener un futuro brillante
en el Partido Republicano. Nunca conocí a su madre, pero
me imagino que la señora Hitchens debe ser una mujer extraordinaria.
Creo que, de intervenir en el asunto, diría: “Basta
de kurdos, Christopher. Es hora de que conozcas más árabes”.
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Cara
de piedra
Los
Rolling Stones publican sus memorias. El problema es que no se acuerdan
de nada. |
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POR
CHARLES SHAAR MURRAY
Unos años atrás, Mick Jagger decidió
que ya era hora de escribir su autobiografía. Se negoció
el contrato y se cobró un adelanto impresionante. Pero el
proyecto tropezó con ciertas dificultades cuando Jagger se
dio cuenta de que, en realidad, podía recordar muy poco del
día a día de su carrera. Así fue como buscó
la ayuda de Bill Wyman, prolífico anotador en su diario privado
y un obsesivo recopilador deminucias sobre los Rolling Stones. Pero
Wyman se negó a ayudarlo porque ya estaba trabajando en su
propia autobiografía. Así fue como cancelaron el contrato,
Jagger devolvió el adelanto y el proyecto cayó en
el olvido.
Publicado en 1990, un año después de haber abandonado
el grupo, Stone Alone –el libro de Wyman, que el año
pasado publicó unas memorias mucho más recientes,
tituladas Rolling with the Stones– no fue demasiado complaciente
con sus ex compañeros. Trece años más tarde,
el resto de los Stones finalmente le han devuelto el golpe. Titulado
According to the Rolling Stones (es decir, Según los Rolling
Stones) y firmado por Mick Jagger, Keith Richards, Charlie Watts
y Ronnie Wood, el flamante volumen es un libro enorme, lleno de
fotos y construido como una historia oral a partir de entrevistas
realizadas el año pasado con sus co-autores.
Alguna vez John Lennon señaló que cada vez que los
Beatles hacían algo, los Stones lo repetían seis meses
después. According to the Rolling Stones, ciertamente, tiene
un sorprendente parecido –en concepto, formato y diseño–
con el Anthology que los Beatles publicaron tres años atrás.
Sin embargo, los responsables de ese libro se las ingeniaron para
salvar las casi dos décadas que uno de los protagonistas
clave llevaba muerto: recurrieron a viejos reportajes para que Lennon
dijese lo suyo. Los Stones esquivaron ese camino, dejando sin voz
no sólo al fallecido Brian Jones sino también al muy
vivo Mick Taylor, de quien se dicen algunas cosas duras en el libro.
Tal vez hubiese sido interesante escuchar su versión de la
Época Stone. A pesar de ser un libro hermoso y de que los
recuerdos de los integrantes del grupo son entretenidos aunque no
reveladores, According to the Rolling Stones funciona como la gran
oportunidad del grupo para instalar su propia agenda. Así
es como les gustaría ser recordados, hablando de su música
y de sí mismos, y no del raid de Redlands, Almont, sus mujeres
o Canadá, entre otros tópicos prácticamente
ausentes en un volumen que evita agregar combustible al consumo
de drogas de Richards y la vida sexual de Jagger.
La decisión de basar el libro en cómo Jagger, Richards,
Watts y Wood recuerdan lo que sucedió también nos
priva del placer de repasar, con el beneficio del tiempo transcurrido,
muchas de las cosas que dijeron sobre el mundo y sobre cada uno
de ellos en épocas menos políticamente correctas.
Allá por 1978, cuando el punk estallaba a su alrededor, los
Stones les respondieron a quienes los denunciaban como “viejos
vendidos” con una canción titulada “Respetable”,
de su disco Some Girls, en la que Jagger sarcásticamente
cantaba “We’re so respecta-bowwwl!”. Pero poco
importa la firmeza de su respuesta de entonces, ya que en estos
días aquella canción se ha hecho realidad. Quienes
busquen detalles sobre los escándalos de toda una vida se
encontrarán en cambio con los recuerdos de unos abuelos copados,
que pasaron de ser una amenaza para la civilización occidental
a algo más que “accepted in socie-tee”, como
cantaba Jagger entonces. Son millonarios entrados en años,
uno de ellos con una orden de caballero, cuyos ingresos representan
una contribución masiva a la economía de donde sea
que paguen impuestos en la actualidad.
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