Dom 21.09.2003
radar

Punch

Alguien tiene que hablar con Amis
Tibor Fischer dice que Martin Amis anda perdido.
POR TIBOR FISCHER

Por lo general, cuando uno toma una decisión, a menos que se tenga acceso a universos paralelos, resulta imposible juzgar cuán acertada ha sido esa decisión. Uno puede mudarse a Río de Janeiro pero, quién sabe, quizá sería más feliz si se quedara en Londres.
Hace unos años despedí a mi agente, Andrew Wyle, alias El Chacal. No se trató de una separación amistosa. Lo despedí porque no estaba haciendo lo suficiente por mí. Y esto no es un solipsismo para decir que no había conseguido vender mi libro a Hollywood a cambio de unos pocos millones. Se trató más bien de un veredicto madurado mientras subía las escaleras de su oficina en busca de la edición alemana de uno de mis libros, acomodada en un estante desde hacía meses, a pesar de que ya le había pedido que me lo enviara en cuatro oportunidades. En ese momento me di cuenta de que un agente debería hacerme la vida más fácil, no más difícil.
La agencia Wylie también había implementado una política sorprendente en materia de fotocopias. Para poner el tema en perspectiva, llevo tres años con la Agencia William Morris, han vendido mis libros en todo el mundo y no he pagado ni una sola de sus fotocopias. Podría seguir. Por eso, despedir a Wylie fue, por muchos motivos, la decisión correcta. Aún hoy me regocijo al pensar en el tema. Pero tampoco podía dejar de preguntarme qué hace Wylie todo el día. Hasta que hace poco descubrí que dedica su tiempo a pensar demandas. Sucedió cuando recibí un ejemplar de la nueva novela de Martin Amis, Yellow Dog, junto a una carta que demanda que no se reproduzca o revele absolutamente nada del libro.
Siento que debería respetar la demanda, pero permítanme remitirlos a amazon.com: “Cuando el esposo ideal Xan Meo es atacado en el jardín de un pub inglés, sufre una lesión en su cabeza y un cambio de personalidad. Mientras, exploramos el mundo de Henry England: Pamela, su esposa incapacitada; He Zhezun, su amante china; Victoria, su hija de 15 años víctima de una intrusión fílmica que recorre el mundo porque ella es la futura reina de Inglaterra, y su padre, Henry IX, el rey”.
Así que no voy a contarles nada sobre Yellow Dog, pero voy a decirles que es terrible.
Y quiero ser claro: sigo a Marty desde el principio. Tengo la primera edición de su primer libro, El libro de Raquel, y no por habérselo comprado a un coleccionista sino porque lo compré en 1973, cuando se publicó. Estuve cuando Amis leyó para seis personas (incluido yo) en Cambridge en 1980. Disfruté de La información (okey, era un refrito de Campos de Londres, pero me hizo reír). Mis amigos negaban con la cabeza cuando salió El tren de la noche, pero yo lo defendí, señalando su remarcable ventriloquía. Amis es uno de los pocos escritores vivos que puedo citar de memoria. Sin embargo, se podía oler a podrido en Experiencia. Su memoir estaba hermosamente escrita y era divertida. Amis es el amo y señor del diccionario Oxford. Nadie puede movilizar el inglés como él. Nadie. Pero como libro, Experiencia era desprolijo y delgado. Se notaba el intento desesperado por ser profundo (una de las debilidades de Amis es que no se conforma con ser un buen escritor: quiere ser profundo; el problema con la profundidad es que, como el humor, se tiene o no; esforzarse no ayuda). Esta búsqueda de gravitas han engendrado sus trabajos más débiles: La flecha del tiempo y sus textos sobre la guerra nuclear.
Por todo esto, me asombró el rapto casi unánime con que se celebró Experiencia. Y creo que fueron esos elogios los que lo destrozaron. Claramente se le metió en la cabeza que puede escribir sobre cualquier cosa y será venerado como Moisés con las tablas. De ahí Koba, su libro sobre Stalin que no es sino la reseña bibliográfica más larga del mundo, con digresiones sobre sus vacaciones y su compadre Christopher Hitchens. Mi novela Voyage to the End of the Room fue publicada el mismo día que Yellow Dog. Me da vergüenza admitir que, como escritor, me alivia que Amis haya producido una novela indigna de su talento. Como lector, sin embargo, estoy sinceramente triste. Yellow Dog no es ni mala ni muy buena ni apenas desilusionante. Es tan mala que uno no sabe para dónde mirar. Mientras leía en el subte, me aterraba que alguien leyera sobre mi hombro (no sólo por la demanda de la agencia Wylie sino porque alguien podría pensar que yo gozaba con eso). Es tan mala como que descubran a tu tío favorito masturbándose en un colegio.
En la industria editorial inglesa uno pasa de no ser publicado no importa cuán bueno sea a ser publicado no importa cuán malo sea. Una vez fui con Louis de Bernières a una charla de John Fowles que resultó ser dolorosamente aburrida (en su defensa, Fowles estaba muy enfermo). En un momento, Louis se metió la mano en el bolsillo, sacó un boleto de tren, garabateó algo en él y me lo pasó. Era una autorización firmada para pegarle un tiro si alguna vez se volvía un viejo mentiroso. Creo que voy a mandarle a Louis una autorización para que me pegue un tiro si alguna vez escribo algo como Yellow Dog.
Alguien, quizá sus amigos, sus editores, incluso su agente, Andrew Wylie, debería decirle algo a Amis.

Lo más curioso del caso ocurrió cuando un lector, tras leer este
artículo, entró a amazon.co.uk y descubrió que la librería virtual ofrecía un suculento descuento a quienes compraran ambas novelas: Yellow Dog de Amis y Voyage to the End of the Room de Fischer.


La gran P
El poder corrompe. El poder del PowerPoint corrompe absolutamente.
POR EDWARD TUFTE

Imagine un remedio caro y muy usado que promete hacernos hermosos, pero no lo hace. Y que tiene serios efectos secundarios: induce a la estupidez, transforma al usuario en un pedante, hace perder el tiempo y degrada la calidad y credibilidad de las comunicaciones. Una droga así sería retirada del mercado a escala mundial.
Y aun así el slideware –los programas de computación para presentaciones– es omnipresente: en las empresas, en las burocracias públicas y hasta en las escuelas. Cientos de millones de copias dePowerPoint mastican miles de millones de pantallas cada año. El slideware puede ayudar a los expositores a delinear sus charlas, pero la conveniencia del que habla puede ser el castigo del contenido y de la audiencia. La típica presentación en PowerPoint pone al formato sobre el contenido, traicionando una actitud de comercialismo que transforma todo en un argumento de venta.
Claro que no hay nada de nuevo en reuniones donde se intercambian datos. Años antes del slideware, en las presentaciones de, por ejemplo, la IBM a sus clientes militares usaban “diapositivas”. Pero con el PowerPoint, creado en 1984 y luego adquirido por Microsoft, ese formato se transformó en ubicuo. El estilo agresivo del PowerPoint busca establecer la supremacía del que habla sobre la audiencia.
La adopción en las escuelas del estilo cognitivo del PowerPoint resulta particularmente preocupante. En lugar de aprender a escribir usando frases, a los chicos se les enseña a formular frases vendedoras y cortas, como slogans publicitarios. Los ejercicios de primaria en PowerPoint -como aparecen en manuales para docentes y en trabajos de alumnos subidos a Internet– suelen consistir en 10 a 20 palabras y una imagen en cada pantalla de presentaciones de tres a seis pantallas, un total de 80 palabras, o sea 15 segundos de lectura, por semana de trabajo. Los alumnos estarían mejor si la escuela simplemente cerrara y todo el mundo se fuera al zoológico o escribiera un texto explicando algo.
Los PowerPoint de negocios suelen contener 40 palabras u ocho segundos de lectura, lo que hace necesarias muchas, muchas pantallas. La audiencia tiene que aguantarse una secuencialidad insoportable, pantalla tras pantalla. Cuando la información se segmenta temporalmente, es muy difícil entender el contexto y evaluar las relaciones. El razonamiento visual suele funcionar mejor cuando se muestra lado a lado la información a relacionar, especialmente si hablamos de datos estadísticos.
Un buen ejemplo es la tabla que muestra tasas de sobrevivencia de personas con cáncer relativas a personas sin cáncer en el mismo período. Son 196 números y 57 palabras describiendo las tasas de supervivencia y sus márgenes de error para 24 tipos de cáncer. Al aplicar el PowerPoint a esta simple tabla se crea un desastre analítico. La información estalla en seis pantallas caóticas que ocupan el triple de superficie. Está todo mal con esos gráficos incoherentes: los textos son incomprensibles, el color es inútil, los logos molestan. No sirven para comparar, no contienen evidencia, y son tan magros en datos que no se entiende para qué existen. Son gráficos que podrían ser una farsa siniestra si se los usara para algo serio, como ayudar a un paciente de cáncer a estimar cuánto le queda de vida.
Para vender un producto que arruina la información con intensidad tan sistemática, Microsoft abandonó toda pretensión de integridad y razonamiento. Las presentaciones suelen sostenerse o caer por la calidad, relevancia e integridad de sus contenidos. Si los números aburren, es porque son los números equivocados. Si las palabras o imágenes no van al tema, llenarlas de colorete no las hace relevantes. El aburrimiento del público viene del mal contenido, no de la mala decoración.
Como mínimo, un formato de presentación no debería hacer daño. Pero el estilo PowerPoint rutinariamente interrumpe, domina y trivializa los contenidos. Por eso, las presentaciones en PowerPoint son tan parecidas a un acto escolar: gritonas, lentas, simples. La conclusión es clara: PowerPoint es un administrador y proyector de pantallas competente, pero en lugar de apoyar una presentación se transformó en su sustituto. Este mal uso desconoce la principal regla de la oratoria: respetar al público.


Y si vas hacia la izquierda y girás a la derecha...
Por fin alguien corre a Christopher Hitchens por izquierda.
POR PATRICK MARNHAM

En Regime Change, la recopilación de sus polémicas publicadas en diferentes medios, Christopher Hitchens expone los argumentos con los que apoyó la guerra contra Irak. “Exponiéndome a parecer ridículo –escribe en la introducción–, quiero decir que traté de escribir estas frases como si fueran a ser leídas póstumamente. Y digo esto sin aclararme la garganta para ver cómo suena en unas semanas.” Los lectores de Hitchens –que lo conocen como uno de los polemistas más talentosos de la izquierda norteamericana– disfrutarán de los riesgos periodísticos que afirmaciones como éstas acarrean, sobre todo cuando gozan del placer adicional de verlo ingresar en la lista de quienes defienden a George W. Bush.
El grueso del argumento de Hitchens, publicado en su mayoría en la revista on-line Slate entre noviembre y abril de este año, es que era necesario y justo derrocar el régimen de Baaz porque Saddam Hussein era un hombre muy malo que había asesinado a muchos kurdos. Esto, por supuesto, elude el debate sobre las armas de destrucción masiva, la finalización del programa de inspecciones de Naciones Unidas, la necesidad de acción multilateral, el crecimiento del imperialismo americano, la guerra contra el terrorismo, la existencia de otros hombres muy males, etc, etc. Saddam Hussein se tenía que ir por ser un neonazi con un record como genocida. Y, dado que Estados Unidos es la única potencia capaz de echarlo, los motivos son finalmente irrelevantes. Hitchens acepta que, bajo un liderazgo neoconservador, Estados Unidos es una potencial imperial, pero tampoco duda en apoyar un imperialismo que lucha contra “el Mal”. (Siempre es refrescante ver a un polemista de izquierda adoptar el concepto de un “Mal” personalizado.)
Hitchens ha sido un amigo fiel de los kurdos por años y presenció los efectos de los ataques químicos ordenados por Saddam Hussein en 1991. Porlo tanto, su apoyo a Bush Jr. es coherente con una honorable posición personal. Sin embargo, sus razones para apoyar la guerra tienen poco que ver con las de Bush. En la segunda línea de la primera página, Hitchens presenta a su nuevo héroe: Paul Wolfowitz, el secretario de Defensa, y una figura de culto desde que Saul Bellow lo usó como modelo para uno de los protagonistas de su novela/memoir Ravelstein. Es, por supuesto, el mismo señor Wolfowitz quien, desde que Regime Change entró en imprenta, describió las armas de destrucción masiva como “un pretexto burocrático” para atacar Irak. El verdadero motivo, dice ahora, era poder sacar las bases norteamericanas de Arabia Saudita. Admitir eso en su momento no hubiese mejorado las relaciones entre Washington y la oposición iraquí, cuyos intereses Hitchens defiende con tanta pasión. Además, el “pretexto burocrático” era la base legal de la guerra. Porque financiar una guerra ilegal ha sido siempre el precio que se paga para incrementar el poder imperial, como Hitchens normalmente señalaría antes que nadie.
Lo que menos aguanta el paso del tiempo es el tono. A diferencia de los militares norteamericanos, Hitchens no defiende las “bombas inteligentes”, por lo menos para sus ataques intelectuales. Entre sus oponentes, incluye al Partido Demócrata, el Vaticano, la mayoría de los Cristianos, Chirac, el mundo árabe, Ariel Sharon, Noam Chomsky, la “vieja Europa”, el 78 por ciento de la opinión pública francesa, el 92,4 por ciento de la española, los pacifistas y los antinorteamericanos: todos los que tenemos una tendencia universal a “sollozar”. Un poco de abuso retórico aviva el debate, pero si uno está escribiendo para la posteridad es poco común tratar a todos los que disienten con uno de tonto o pillo.
Sólo en el epílogo Hitchens se presenta como ensayista. Escribiendo desde Safwan y lejos de Mr. Wolfowitz, tiene la honestidad de registrar el persistente apoyo a Saddam Hussein y las arrolladoras complicaciones de la ayuda humanitaria. Los chistes irrelevantes y un puñado de anécdotas bien seleccionadas pulsean con las percepciones de un buen periodista.
Si me preguntan, Regime Change forma parte de una guerra mucho más vieja: la guerra entre los Hitchens. Mientras el “rabioso y derechista” Peter Hitchens probó desde sus columnas ser un férreo opositor a Bush y declaró que la aventura imperial norteamericana es una “guerra izquierdista”, su hermano Christopher, alguna vez editor literario de International Socialism, demuestra que podría tener un futuro brillante en el Partido Republicano. Nunca conocí a su madre, pero me imagino que la señora Hitchens debe ser una mujer extraordinaria. Creo que, de intervenir en el asunto, diría: “Basta de kurdos, Christopher. Es hora de que conozcas más árabes”.


Cara de piedra

Los Rolling Stones publican sus memorias. El problema es que no se acuerdan de nada.

POR CHARLES SHAAR MURRAY

Unos años atrás, Mick Jagger decidió que ya era hora de escribir su autobiografía. Se negoció el contrato y se cobró un adelanto impresionante. Pero el proyecto tropezó con ciertas dificultades cuando Jagger se dio cuenta de que, en realidad, podía recordar muy poco del día a día de su carrera. Así fue como buscó la ayuda de Bill Wyman, prolífico anotador en su diario privado y un obsesivo recopilador deminucias sobre los Rolling Stones. Pero Wyman se negó a ayudarlo porque ya estaba trabajando en su propia autobiografía. Así fue como cancelaron el contrato, Jagger devolvió el adelanto y el proyecto cayó en el olvido.
Publicado en 1990, un año después de haber abandonado el grupo, Stone Alone –el libro de Wyman, que el año pasado publicó unas memorias mucho más recientes, tituladas Rolling with the Stones– no fue demasiado complaciente con sus ex compañeros. Trece años más tarde, el resto de los Stones finalmente le han devuelto el golpe. Titulado According to the Rolling Stones (es decir, Según los Rolling Stones) y firmado por Mick Jagger, Keith Richards, Charlie Watts y Ronnie Wood, el flamante volumen es un libro enorme, lleno de fotos y construido como una historia oral a partir de entrevistas realizadas el año pasado con sus co-autores.
Alguna vez John Lennon señaló que cada vez que los Beatles hacían algo, los Stones lo repetían seis meses después. According to the Rolling Stones, ciertamente, tiene un sorprendente parecido –en concepto, formato y diseño– con el Anthology que los Beatles publicaron tres años atrás. Sin embargo, los responsables de ese libro se las ingeniaron para salvar las casi dos décadas que uno de los protagonistas clave llevaba muerto: recurrieron a viejos reportajes para que Lennon dijese lo suyo. Los Stones esquivaron ese camino, dejando sin voz no sólo al fallecido Brian Jones sino también al muy vivo Mick Taylor, de quien se dicen algunas cosas duras en el libro. Tal vez hubiese sido interesante escuchar su versión de la Época Stone. A pesar de ser un libro hermoso y de que los recuerdos de los integrantes del grupo son entretenidos aunque no reveladores, According to the Rolling Stones funciona como la gran oportunidad del grupo para instalar su propia agenda. Así es como les gustaría ser recordados, hablando de su música y de sí mismos, y no del raid de Redlands, Almont, sus mujeres o Canadá, entre otros tópicos prácticamente ausentes en un volumen que evita agregar combustible al consumo de drogas de Richards y la vida sexual de Jagger.
La decisión de basar el libro en cómo Jagger, Richards, Watts y Wood recuerdan lo que sucedió también nos priva del placer de repasar, con el beneficio del tiempo transcurrido, muchas de las cosas que dijeron sobre el mundo y sobre cada uno de ellos en épocas menos políticamente correctas. Allá por 1978, cuando el punk estallaba a su alrededor, los Stones les respondieron a quienes los denunciaban como “viejos vendidos” con una canción titulada “Respetable”, de su disco Some Girls, en la que Jagger sarcásticamente cantaba “We’re so respecta-bowwwl!”. Pero poco importa la firmeza de su respuesta de entonces, ya que en estos días aquella canción se ha hecho realidad. Quienes busquen detalles sobre los escándalos de toda una vida se encontrarán en cambio con los recuerdos de unos abuelos copados, que pasaron de ser una amenaza para la civilización occidental a algo más que “accepted in socie-tee”, como cantaba Jagger entonces. Son millonarios entrados en años, uno de ellos con una orden de caballero, cuyos ingresos representan una contribución masiva a la economía de donde sea que paguen impuestos en la actualidad.

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