¿Dónde van a parar los actores cuando mueren? ¿Qué será del teatro en el futuro? ¿Shakespeare seguirá siendo por siempre la vara de medida de la eternidad y la grandeza? Desde su ya mítico reducto del Sportivo Teatral, Ricardo Bartis habla acerca del origen de La máquina idiota, su nueva obra en la que propone una reflexión radical sobre la actuación y la relación íntima entre el teatro y la muerte, y opina sobre los aspectos políticos del arte en la actualidad. Recreando, con mirada no exenta de cariño y respeto, un panteón marginal de actores olvidados que reflotan sus ilusiones gracias a una posible representación de Hamlet, La máquina idiota llega a interrogarse acerca de si, en verdad, no es el teatro el que ha muerto, para contestar que tal vez muere y renace en cada época y sobre todo en cada actor que supo ponerle el cuerpo.
› Por Mercedes Halfon
Como un obsesivo estratega, o alguien que permanentemente reordena las cartas que le tocaron, la tropa que comanda, en cada una de sus últimas cuatro obras Ricardo Bartis ha trabajado sobre un frente distinto de su teatro-estudio, el mítico Sportivo Teatral. Donde más duele (2003) ocurría teniendo como fondo el patio florido del estudio y es hacia esa oscuridad vegetal a donde partían los personajes, tristes hermanas enamoradas de un mismo hombre, el anciano y decrépito Don Juan, que aún operaba desde las sombras. En De mal en peor (2005), una decena de actores transitaba enloquecidamente por todo el estudio, pero finalmente se instalaba en un salón delantero, dándole a la escena un aspecto de hogar señorial que era clave a la hora de contar las peripecias de aquella familia de aristócratas que se sacaba los ojos por sus últimas esquirlas de riqueza, en el primer centenario de Buenos Aires. En La pesca (2008), la acción tenía lugar sobre el fondo del estudio y allí se construyó una fosa que se llenó de agua para dar sustento a aquella práctica del título, que llevaban adelante tres hombres que volvían a la fábrica abandonada de su juventud, donde se había multiplicado una deforme y peligrosa fauna marina. En El box (2010), el frente utilizado fue el izquierdo, y en esa escena apaisada vimos a la fornida atleta del cuadrilátero salir de la lona, entrenarse furiosamente y cranear estrategias de un cada vez más imposible retorno triunfal. Y así llegamos a La máquina idiota, la obra que pudo verse en ensayos abiertos y algunas funciones en 2013 y que ahora estrena en su versión definitiva para quedarse todo este año. Obra que por supuesto utiliza un frente diferente, el derecho, el exactamente opuesto a su última producción.
Pero todo esto, más que el capricho formal de una mente preocupada por generar una novedad al público que lo sigue, habla de las condiciones en las que Ricardo Bartis viene produciendo en los últimos diez años y más. Desde ese reducto irreductible, ese espacio a su medida donde reina, pero también sostiene con trabajo meticuloso, atiende el teléfono, poda la glicina, da clases y monta sus espectáculos. Es difícil ver una obra de este director en otro lugar que no sea el Sportivo: no trabaja en el teatro comercial, hace demasiado que tampoco en el oficial –“no me llaman”–, y si bien las hace, no es fanático de las giras internacionales –“los espectáculos pierden mucho”–. Para ver una obra de Ricardo Bartis, no queda otra que ir hasta ese lugar que hace alrededor de quince años existe en la calle Thames del barrio de Palermo. El Sportivo es también un ámbito de formación por donde pasaron casi todos los directores, actores y dramaturgos que existen hoy en la escena porteña, y desde donde se propagó la mayor renovación del teatro contemporáneo en Buenos Aires, al extenderse la idea de que no era un encumbrado autor el que tenía que escribir las obras, para que después viniera un director entusiasta a traducir y darles las pautas a unos actores obedientes de cómo eso debía ser representado. Esos estatutos comenzaron a resquebrajarse junto con el surgimiento de un nuevo modelo de actor, esta vez creador, y un nuevo estilo para la dirección y la dramaturgia, mucho más presente y atento a las particularidades de la escena y la carne de la escena, que no es otra cosa que el actor.
Y esta renovación que se propagó a partir de principios de los años ‘90 y ciertas ideas que desde ese mismo espacio se impulsaron acerca de la vinculación del teatro con la política –no la partidaria, no la que se dirime en las urnas–, una política teatral, que aparece en la escena toda vez que los roles y las prioridades autor-director-actor son puestos en duda y luego radicalmente modificados, vuelven, más que nunca, en La máquina idiota. La discusión de Bartis acerca de la posición y la autonomía de los actores en la escena, de los modos de apropiación de universos literarios –ha trabajado con Roberto Arlt, Florencio Sánchez, Molière, ahora Shakespeare, pero ellos no son los dueños de la pelota en sus obras– es, siempre ha sido, política. Pero no solamente eso. También el hecho de ser uno de los pocos, si no el único director teatral, que a esta altura de su vida y de su obra sigue creando con un modo de producción independiente, sin intervención estatal ni comercial. El suyo es un teatro testarudo, de resistencia. Y todos estos temas, estos problemas, que han preocupado a Bartis en todos sus trabajos, están llevados a escena, puestos en acto, en su última obra teatral.
Todo ocurre en el Cementerio de la Chacarita. Contiguo al muro del Panteón Oficial de la Asociación Argentina de Actores, ha ido creciendo, como si de una hiedra se tratase, una mutual anexa de figuras menores del espectáculo. Allí, un orden repetido los ordena. Proliferan los reclamos y una melancolía plagada de recuerdos de tiempos sospechosamente gloriosos que han quedado atrás. Y sin embargo, el destino los ha llamado a escena una vez más. Estos seres fantasmagóricos encuentran un sentido a su sobrevida cuando los convocan desde el sindicato: se trata de una actuación para celebrar unos festejos del mes de octubre. Entusiasmados, se proponen ensayar Hamlet, pero carecen del texto. Mientras se espera la llegada de estos libretos provenientes de la Asociación, se suceden escenas pequeñas, ensayitos, pugnas entre fracciones, fragmentos de discursos se filtran por las paredes enmohecidas. Itelman, el director –una figura odiosa y lamentable por sus evidentes esfuerzos en la manipulación de los ánimos de la compañía– intenta modificaciones entre los nichos para congraciarse con las autoridades. Muchos esperan que esa obra sea el merecido reconocimiento que los haga pasar del otro lado del muro, al Panteón Oficial.
La puesta incluye más de quince actores. Como el friso de un cementerio, donde las urnas de placas idénticas no se diferencian por el tamaño de sus bronces, sino más bien por la frase emotiva con que sus deudos quisieron despedirlos, o las flores más o menos marchitas, estos actores comparten un mismo tiempo, espacio y desarrollo. La obra es coral, en el sentido pleno del término. Hay un inglés enamorado, una ex bailarina contorsionista, una mujer que pregunta por el destino de su marido también finado, un director psicópata, un asistente obsecuente, una supuesta primera actriz que no quiere mezclarse con el vulgo, un mozo (vivo) que vuelve una y otra vez a ver a la mujer (muerta) que lo tiene perdido. Y más, muchas historias más. Estos muertos conforman un mismo cuerpo, o mejor dicho, una misma máquina, que repite sus mecanismos de funcionamiento para nada, sin un fin último. La repetición propia del oficio del actor. La repetición propia de la burocracia como eje del funcionamiento de un Estado. La repetición desnuda, idiota.
Bartis tiene una anécdota del momento en que con los actores empezaron a investigar en este universo. “Decidimos ir al panteón de la Asociación Argentina de Actores, ya con la idea de hacer algo con actores muertos. Fuimos al panteón, que muchos no conocían, un día a las tres de la tarde. Caminamos bajo un sol abrasador por una Chacarita vacía hasta llegar al panteón, que estaba cerrado. Y había un timbre. Tocamos, insistentemente. Todos diseminados, veintipico de personas sentadas entre las tumbas esperando. Hasta que se abre una mirilla buzón y del otro lado un señor que dice: ‘¿Sí?’. Y nosotros: ‘Queremos pasar, tenemos un permiso’. Nos dice que no se puede. Entonces se da una discusión a través de una mirilla, en la que le tenemos que pasar el teléfono, para que hable con uno de la Asociación para que le diga que nos deje entrar. Entonces entramos y le preguntamos por qué estaba cerrado ese lugar, un día de semana a las tres de la tarde. Y dijo una frase extraordinaria: ‘Estos muertos no son queridos’.” Esa escena, el espacio enrarecido, rápidamente les armó el mundo del anexo, donde van a parar los actores que ya nadie recuerda, ni quiere ir a ver. “Había también un cartel que decía: ‘La asociación pide que se paguen las cuotas...’ ¡como bajo apercibimiento de que les daban salida! Nos fue muy impactante esa situación. El lugar, obviamente, que era muy raro, pero también el vínculo que empezó a aparecer de la actuación con la muerte. Y no por nada necrófilo, sino por la construcción en el teatro de un tiempo que luego se muere. El actor después tiene que esperar como un adicto hasta el próximo llamado. Como Batman, que está esperando la aparición de la señal en el cielo para empezar a operar. A actuar. Cuando se actúa, además de hacer la obra de Fulano de Tal, de decir un texto, de repetir acciones mecánicamente, de hacer equis cantidad de movimientos, se actúa. Esa carne, esa experiencia, pasó a ser el centro de la obra.”
Algo también del orden de lo real que empezó a hacer sentido en los ensayos fue la famosa fosa que hay en el fondo del Sportivo, construida para La pesca. “La fosa nos conectaba con la tragedia”, explica Bartis. Y por supuesto, con el Príncipe de Dinamarca que dice su monólogo calavera en mano, al borde de un pozo exactamente igual. La muerte y la actuación, nuevamente conectados. Como la frase que corona el programa de mano, texto del propio William Shakespeare: “¿Cómo es posible que ese actor, no más que en ficción pura, en sueños de pasión, pueda subyugar así su rostro, al punto tal que broten lágrimas de sus ojos y palidezca su piel?”. Bartis cuenta: “Para nosotros estaban muy presentes las reflexiones de Hamlet en relación con la idea del artificio como un elemento de verdad, o que permite acceder a la verdad. La actuación excede en mucho a un arte simplemente considerado. Y se le manifiesta a Hamlet como algo que le permite superar esa idea más bifronte de ser o no ser. Porque tanto el actor como el padre muerto son y no son. Pero operan claramente en su vida. Entonces él urde ese plan de la obra teatral y, a través del actor, atrapar al tío. Todos esos elementos nos parecían temáticamente atractivos. Nos parecía que colocaban a la condición del actor, su materialidad, como tema. En un abordaje diferente de como se suele hacer, que es pensarlo desde su mera funcionalidad o en términos psicológicos”.
Aparecen otros tópicos de teatro, como cuando a partir de la falta de los libretos alguien dice: “Sin texto no hay obra”, que es una idea con la que vos estás históricamente enfrentado.
–Sí, la broma respecto del original de Hamlet nos permite burlarnos, con esa frase provocadora y conservadora, con la que alguna vez se trató de zanjar un problema que está más vinculado a la recaudación de impuestos que a un pensamiento teórico sobre qué está en juego en la hipótesis de autoría en la escena teatral. También hay mucha burla sobre la dirección. Es muy hostil la mirada hacia el director. Los que fungen ese oficio en la obra son una lacra, están todo el tiempo detrás de las cosas organizativas, resolviéndolas tontamente.
Por otro lado a los actores les da mucha ilusión la aparición del texto. Como si hubiera un ansia que se calmara en eso escrito.
–A ellos les importa únicamente volver a actuar y tener un reconocimiento. Estos fiambres dicen: “Nos metemos en esto y volvemos.” Que es un viejo tema de la Argentina. Volver. Ahora con Vaca Muerta, volvemos. Ahora sí, ascendemos a Primera A, ésta es la nuestra, ha sonado finalmente el clarín. Es un ansia de reivindicación y afirmación, que es un tema nacional. Por eso también aparece Maradona, como una referencia iconográfica de lo que nosotros somos, lo mejor, lo más potente y lo más disparatado. Y por eso es verdadero el reclamo que hace el tonto del inglés cuando dice: “Debería haber sospechado de un pueblo que erige en mito un gol que se hace con la mano ¡y goza!”.
El inglés aparece para reclamar, entre otras cosas, el tema del original en Shakespeare, preguntarse por el sentido de esas palabras en su lengua.
–Eso nos permitía reflexionar sobre esa idea de cuál es la escena original en el teatro. El tema de las interpretaciones. Hamlet dice: “El tiempo está saltando para cualquier lado”. ¿Por qué tenemos que entender que lo dice para la escena puntual que está ocurriendo? Si está lleno de formulaciones teatrales y de referencias a las problemáticas que ocurrían en las compañías de su tiempo. Es un tratado teórico de la actuación. ¿Por qué no pensar que dice “En la escena, el tiempo tiene que saltar para cualquier lado”? Eso daría por tierra todo el tratamiento tradicional shakespeareano. Y por eso, justamente, nosotros tratamos de pensarlo así. Eso es un intento, no digo que salga bien. Pero no veo que se piense mucho en esos temas, que son los problemas del teatro. Cómo hacemos para construir escenas que se nieguen entre sí, que tengan un tufillo de realidad pero que al mismo tiempo tengan dinámicas que deriven de la propia teatralidad. Creo que hay todo un sector que ha abandonado esa búsqueda que fue de una gran importancia teatral a finales de los ’80 y los ’90, de mucho cuestionamiento, de una actuación mucho más poética y potente. Se abandonó eso.
Al ver una obra de teatro donde los protagonistas son actores y están muertos, uno podría preguntarse: ¿el teatro está muerto?
–¡No! Muere y renace permanentemente. Es cíclico. Genera anticuerpos. Porque de repente hay obras extraordinarias, o actores extraordinarios en obras que no lo son, pero ellos lo son tanto que producen entusiasmo y te recuerdan los motivos de tu relación con ese lenguaje. La verdad es que nos hemos reído mucho con un tema tan inquietante como el que abordamos en esta obra. Siempre se tuvo una mirada piadosa hacia estos actores muertos, porque la broma era que ellos eran como nosotros. Resentidamente, mirando a los directores y actores de éxito que hacen el teatro en serio y nosotros acá con nuestras cositas, tratando de ver si se nos da (risas).
Así es que en este espacio apaisado, que se fuga hacia ambos laterales, por un lado hacia la fosa donde los cuerpos duermen, por el otro, hacia el patio donde el mozo del Rodney (“bar mítico en Jorge Newbery donde se falopeaban los tangueros y después los modernos consumían cocaína frente a los muertos”) sirve unos vasitos de cocoa; estos fantasmas corpóreos se arrastran, recitan y en un instante preciso y desaforado, bailan. Los colores de la puesta, en tonos plenos pero opacados por alguna clase de efecto del tiempo, recuerdan esas fotografías coloreadas de antaño –mejillas sonrosadas, párpados celestes–, o la imagen lejana de alguna clase de kermesse o calesita antigua.
Hay algo sumamente plástico y rítmico en el ondular de esta gran cantidad de actores que por momentos se recortan en el frente, por otros sostienen situaciones mínimas. El entusiasmo arremete cuando aparece en el horizonte la posibilidad de volver a un escenario. En ese sentido, el mes de octubre como catalizador de la esperanza no es nada casual. Una vez más aparece la historia política filtrándose en una puesta de Bartis, en este caso sí en una alusión concreta. El, que suele molestarse con las categorizaciones más obvias, explica su postura: “Siempre se formula esa idea de que yo hago un teatro político. Considero que el teatro es político por naturaleza, y nosotros tenemos grandes diferencias con el teatro que realmente enuncia políticamente, tanto sea de izquierda como de derecha, me refiero a todo un sector muy importante que lo que hace es formular una visión del mundo que es perversa, relaciones humanas que son perversas y que tornan digerible lo que es básicamente indigerible. Digo esto porque si no se piensa que el teatro político es Bertolt Brecht o Teatro por la Identidad, como si Nito Artaza o Moria Casán no hicieran teatro de derecha, para no nombrar a personas que están muy cerca de nosotros y que para mí hacen un teatro conservador, reaccionario”.
Se viene Octubre. Hay que ensayar (marchar) y a eso se abocan, en la medida en que sus cuerpos maltrechos se lo permiten, los actores muertos. Pero en un instante fatídico alguien se detiene en los calendarios y cae en la cuenta de que ¡están en Navidad! Hace mucho que la ilusión se terminó y ni siquiera repararon en ello. “Hay un tema que es muy solemne, por eso lo bromeamos un poco, que es que esto de la esperanza que quedó atrás. No sólo la de la izquierda o del proyecto de la revolución setentista. Es un problema para la humanidad. Porque antes la humanidad tenía el socialismo. No es sólo un problema para la izquierda no tener esa ilusión. Es un problema para el hombre. ¿Hacia dónde nos dirigimos? ¿Hacia dónde progresamos?, para decirlo ingenuamente.”
El peronismo aparece en esta obra, como en otras tuyas, a través de los discursos de Perón y Evita que aparecen como contrabandeados.
–Nos interesaban esos discursos en su dimensión poética, de actuación. “Aunque deje en el camino jirones de mi vida, yo sé que ustedes recogerán mi nombre y lo llevarán como bandera a la victoria.” Es el discurso de Evita cuando se está muriendo, pero que en la obra está camuflado como el discurso de Natasya Filipovna, que se despide del emperador y de su pueblo desde el lecho de muerte. Ese cuerpo, desfalleciente, apostaba a una eternidad con un gesto de actuación. Y está también “Llevo en mis oídos la más maravillosa música”, que es una frase hermosa, de actuación, no de la política. Es una frase de un actor que le dice a un pueblo que lo está escuchando, que eso que él escucha, que es la voz de ellos, es lo que se va a llevar cuando esté muerto. Y sabe que esa frase va a vivir en ellos. No la frase, no el sentido, sino el acto emocional que él le pone a eso. Es una frase extraordinaria, y que la pueda decir un político habla de que la calidad del vínculo entre él y las personas que lo están escuchando es extraordinaria. En ese sentido es una escena de actuación. Y después agregamos ¡viva el teatro! Porque ¿qué otro más teatrero que Perón? Que a vos te digo esto y a vos aquello. “Si nos quedamos sólo con los buenos, si sólo vamos a hacer la revolución con los buenos... son muy poquitos.” Perón es un actor, en el sentido pleno del término, un gran actor de la política. Es ridícula la discusión que había hacía un tiempo sobre el relato o no relato, si gran parte del encanto de la política es su campo ficcional. La construcción imaginaria de una posibilidad de un mundo, un mañana, un proyecto y, por supuesto, un campo de gestión.
Se podría invertir la frase y afirmar también todo lo contrario: ¿Qué otro director más político que Bartis? ¿Qué teatro hoy más político que éste? Si gran parte del encanto del teatro es su posibilidad de inscribirse en términos políticos, de discutir condiciones de visibilidad, impresiones de realidad, negar pactos preexistentes e instaurar unos nuevos. Y, puertas adentro, producir una nueva división del trabajo. Son posibilidades, cuestionamientos, intenciones. De eso se trata La máquina idiota. De afirmar la potencia del fantasma –del teatro, del actor, del pasado Octubre o los espectros de Marx– en su asedio al presente.
La máquina idiota, de Ricardo Bartis, con Rosario Alfaro, Dana Basso, Facundo Cardosi, Fabián Carrasco, Flor Dyszel, Nicolás Goldschmidt, Mariano González, Martín Kahan, Luciana Lamoglia, Darío Levy, Hernán Melazzi, Sebastián Mogordoy, Pablo Navarro, Lucía Rosso, Gustavo Sacconi, Matías Scarvaci y Sol Titiunik.
En el Sportivo Teatral, Thames 1426. Viernes y sábado a las 22, domingo a las 20.
Entrada: $ 100.
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