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Domingo, 5 de octubre de 2003

PLáSTICA

Al abordaje

Con la muestra A Parasite Showing, una artista alemana (Elke Zauner) y dos argentinos (Enrique Banfi y Jorge Macchi) inauguraron el primer espacio de arte flotante de Buenos Aires: El Toro, un carguero de madera de 17 metros de eslora –con esqueleto incluido– que un joven alemán, Gregor Passens, acondicionó gracias a una beca con el afán de crear una “plataforma de intercambio” y “expandir el proceso artístico”.

POR MARIA GAINZA
El mar abierto está picado. El Toro se tambalea de un lado a otro, siempre a punto de darse vuelta. A lo lejos se ve la costa, pero aún faltan dos horas para llegar. Y las olas suben y suben y los cuatro hombres –entre ellos un alemán que poco tiene de marinero– se aferran a lo que pueden para no caer. Después llega la calma. Y finalmente echan amarras. Desde el sencillo puerto de frutos del Tigre hasta el coqueto Yacht Club Puerto Madero, fue un viaje iniciático, un rito de paso para El Toro, este barco carguero de madera y 17 metros de eslora que, durante tres meses, dejará de transportar canastos de frutas y verduras para alzarse como una espléndida galería de arte contemporáneo.
Ideado por Gregor Passens –un joven artista alemán que utilizó el dinero de una beca del servicio de intercambio académico de su país (DAAD) para armar un “cubo blanco” sobre la bodega de una antigua chata de trabajo–, el proyecto intenta diseñar un espacio que funcione como plataforma de intercambio, “no como una forma de establecerme como galerista sino con el interés de expandir el proceso del arte”. La primera muestra, A Parasite Showing, hace referencia al parásito, ese animal o vegetal que se alimenta y crece con la sustancia de otro, al que vive asido, tal vez por la fuerte relación que parece establecerse entre el agua, el espacio del barco/galería y las obras que allí se presentan. Como si lo uno no pudiera existir sin lo otro. Entonces, ya desde su concepción, el barco supone en sí una curaduría –y no un mero espacio de exhibición– en el sentido de que las obras elegidas están íntimamente ligadas a una concepción de escenario flotante. Al existir en ese contexto, terminan de apretar la tuerca de su razón de ser.
En “Sudamérica-back to the roots”, la alemana Elke Zauner –de profesión restauradora de iglesias– usa 1500 papeles de oro para cubrir centímetro a centímetro la totalidad de la cubierta de El Toro, planteando una mirada crítica hacia los europeos que saquearon las colonias y transportaron toneladas del precioso material al Viejo Mundo. Esa obsesión por el oro recuerda indefectiblemente a otro alemán, el cineasta Werner Herzog, que en Aguirre, la ira de Dios registraba el derrumbe mental de un conquistador español que se interna en el laberinto fluvial de la jungla amazónica en busca de la mítica ciudad de El Dorado. Pero así, tapizada de oro, la cubierta se insinúa también como un majestuoso fondo de pintura bizantina para, inmediatamente después, contradecir su solemnidad: para ingresar al barco no queda otra opción que caminar sobre la obra, mancillarla, degradarla con las pisadas, y volverse así cómplice de esa burla contra lo sagrado que pregona cierta concepción de la obra de arte.
Zauner ya había trabajado con Passens hace unos años, cuando juntos realizaron “Schneebilder”, una instalación en un pasaje subterráneo que une dos calles en Munich. Concibieron un paisaje de nieve hecho a partir de pelotitas de telgopor que, sacudidas por ventiladores, volaban como tremendas neviscas y formaban blancos acantilados, bahías y desiertos. Pero a Enrique Banfi y Jorge Macchi, los otros dos artistas presentes en A Parasite Showing, Passens los conoció en el curso de sus largas recorridas por los talleres de artistas porteños, cuando aún no terminaba de encontrar el destino para el dinero de la beca.
La obra de Banfi, “Recorrido 2003”, consiste en dos pequeños monitores de televisión instalados en la cabina y el compartimiento de popa al lado del timón, que difunden imágenes de video tomadas desde una embarcación que navega por el Tigre. Como un jueguito electrónico o un simulador de vuelo, las imágenes ponen en escena, con una cámara al ras del agua, un viaje a toda máquina que contrasta con el plácido pero casi imperceptible vaivén del Toro. La obra produce una dislocación espacio-temporal inquietante, como si dentro de la cabina el tiempo se hubiera congelado en otro día y otro lugar. Afuera, un cielo abierto, delineado por edificios modernos; adentro, las semisombras de un canal tigrense con sus casitas paradas en pilotes. Banfi viene trabajando con proyecciones desde 1995, cuando se asoció con Silvana Perl para realizar una serie deintervenciones denominadas “arte urbano”, en el sentido de que tomaban la ciudad misma como soporte y llevaban el museo a la calle. “El asombro, la indiferencia, la ignorancia, la contemplación, la curiosidad, la sorpresa, son reacciones posibles de un público heterogéneo y constituyen un desafío estimulante”, sostienen los artistas. La primera instalación, “Obras del Mirador”, de 1996, fue pensada para la fuente de Las Nereidas de Lola Mora. Doce miradores instalados en la plaza apuntaban a detalles de la escultura, invitando al espectador a contemplar la obra por partes, eligiendo y reparando en cada forma. Un año después, frente a la Biblioteca Nacional, crearon una instalación permanente que durante la noche proyecta poesías en una fuente. Y en 1998 llevaron a cabo “Proa al Sur”, que proyectaba imágenes y textos acerca de la inmigración sobre el casco de antiguos barcos varados en el puerto de La Boca.
“El navegante”, de Jorge Macchi, ocupa el interior de lo que Passens optó por llamar su White Cube, un guiño al ascetismo solemne de las galerías de arte. “Ocupa” es una manera de decir; en realidad, lo que la obra pone en escena es la desaparición de un cuerpo. En el cuartito de punta en blanco sólo queda el rastro de una presencia: un esqueleto de laboratorio cuyos huesos han sido reemplazados por sus respectivos nombres, que cuelgan de tanzas: “húmero” (cling), “esternón” (cling cling), “costillas” (cling), que chocan entre sí y tintinean cuando el barco se mece. En Fuegos de artificio (2002), su última muestra en Ruth Benzacar, Macchi había presentado imágenes digitalizadas de una enciclopedia médica que formaban un esquema de arterias y venas, un cráneo y un corazón. Entonces, como ahora, el cuerpo se esfumaba y quedaban las flechas y los nombres, que sugerían posibles dibujos. En esta ocasión, el artista ajustó más el sistema, arrancándolo del plano y convirtiéndolo en un móvil a la Calder. Las obras de Macchi tienen una capacidad asombrosa de resonar en la mente del que las contempla mucho tiempo después de haberlas visto. Como si al ausentarse irrumpieran en la realidad y suspendieran nuestra cotidianidad con la potencia que sólo tienen las buenas ficciones.
La idea de un esqueleto fantasmal dentro del barco, con su simpleza y su humor, desencadena cientos de imágenes. Desde el célebre Mary Celeste, el navío del siglo XIX cuya tripulación desapareció inexplicablemente, dejando intacto su interior, pasando por el poema sobre el buque fantasma de H.W. Longfellow y las Memorias del Señor Schnabelewopski de Heinrich Heine (fuente de inspiración de El Holandés Errante, la ópera de Wagner), hasta la novela El Agente Secreto de Joseph Conrad, la idea de lo espectral es un clásico de las leyendas del mar. Se alimente de espejismos, alucinaciones o excesos de alcohol, lo cierto es que el folklore marítimo indica que las apariciones suelen predecir muertes o desastres. Con lo cual quizás lo mejor sea no divagar demasiado y bajarse rápido del Toro, cosa de dejar que suban otros.
En tiempos en que las familias se debaten entre la visita al shopping y la excursión al museo –las cajas fuertes en las que guardamos los tesoros de la humanidad–, mientras las galerías cargan con el estigma de ser agentes legitimadores de un mercado de arte que mueve hilos misteriosos, encontrar nuevas formas de renovación de la experiencia estética siempre es alentador. Como señaló Pierre Bourdieu en La distinción, cada clase tiene su microclima cultural, en el interior del cual respira. Sin embargo, anclado en esa suerte de escenografía trumanshowesca de la nueva city porteña que es Puerto Madero –una ciudadela de edificios de oficinas flamantes y desoladores, donde las grúas desafían la escala humana, el sol pega de lleno todo el día y el puente de Calatrava raja el horizonte, y que en los días de semana concentra miles de hormigas trajeadas y los sábados y domingos se llena de turistas y domingueros montados en rollers–, A Parasite Showing, unos pasitos al margen del circuito tradicional de galerías, recibe a un público distinto, entusiasta, que envidiaría cualquier “espacio alternativo” de arte de Buenos Aires.

A Parasite Showing.
Hasta el 12 de octubre en el Yacht Club Puerto Madero. De miércoles a domingos de 16 a 20. Entrada gratis.
Próximas inauguraciones: el 15 de octubre, a las 19, Tamara Stuby, Esteban Alvarez y Jana Hiller (Alemania).
En noviembre (fecha aún a confirmar), Hubert Kostner (Italia) y Andreas Hofer (Alemania).

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A Parasite Showing hace referencia al parásito, ese animal o vegetal que se alimenta y crece con la sustancia de otro, al que vive asido, tal vez por la fuerte relación que parece establecerse entre el agua, el espacio del barco/galería y las obras que allí se presentan. Como si lo uno no pudiera existir sin lo otro.
 
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