Domingo, 15 de junio de 2014 | Hoy
TENDENCIAS Vietnam tuvo su literatura, enfocada en explicar el trauma de la guerra, la derrota, el desquicio de no entender por qué el enemigo se empecinaba en luchar. Después de 2001, y cuando un ejército profesional y remoto parecía terminar con cualquier chance de generar una nueva narrativa, las degradantes guerras de los norteamericanos en Afganistán e Irak volvieron a aparecer en la mirada de dos autores jóvenes, veteranos ambos, y que prometen ser la avanzada de una nueva movida. Pero los libros de Kevin Powers y Phil Klay traen la sorpresa de hacer foco en lo que sucede en el verdadero frente de batalla: el regreso a casa de los que fueron a pelear.
Por Sergio Kiernan
Se suponía que un ejército profesional, sin servicio militar compulsivo y formado sólo por voluntarios, iba a terminar con la queja, la protesta y los libros de guerra. Esta idea apenas demuestra que quienes visten uniforme están tan presos de la ilusión como los que se casan por tercera vez o tienen aquel dato para la carrera del domingo. La queja va con la experiencia del combate, la protesta con la política de la guerra y la literatura con el mero hecho de digerir la experiencia.
Con lo que la demorada, ambigua y degradante guerra de los norteamericanos en Afganistán e Irak desde 2001 cae en las generales de esta ley. Primero fue una avalancha de ensayos justificando, atacando o relatando, luego festivales enteros de películas mejores o peores, y ahora por fin un asomo de lo que puede ser la literatura de esta guerra. Dos libros realmente notables, escritos por dos ex combatientes, perfilan la que se viene y sorprenden por un acento llamativo: donde Norman Mailer dedicó los cientos de páginas de Los desnudos y los muertos a reproducir la experiencia del combate, sus sucesores insisten en que la verdadera batalla es volver de la guerra.
La industrialización del combate a partir de la Primera Guerra Mundial causó un cambio brutal en los libros que cuentan eso de matarse de uniforme. Hasta el fin del siglo diecinueve, los relatos fueron de clase alta, de oficiales participantes o de civiles observantes, como Tolstoi en La guerra y la paz. Esta literatura raramente se desvió del tema de la gloria, del valor, del sufrimiento abnegado, del sacrificio por otros, con lo que tuvo héroes que Homero reconocería y una épica de la acción. El joven Winston Churchill todavía pudo ponerse en ese rol en sus libros sobre la guerra boer, que pese al Mauser de pólvora sin humo daba para la aventura juvenil.
Pero las trincheras, la demolición de ciudades enteras, el bombardeo a distancia y desde el aire, la mecanización, el submarino y la movilización nacional, masiva, cambiaron la experiencia de la guerra de dos maneras. Una fue que el campo de batalla se vació, ya que cualquier cosa visible era acribillada, y los humanos cedieron todo protagonismo a sus máquinas. La otra fue que la movilización de millones de hombres puso por primera vez un uniforme a los escritores y mandó al frente a gente acostumbrada a leer. Quien volviera vivo de la batalla tenía una historia que contar y un público a quien contarle. Así surgieron relatos como los de Henri Barbusse o Erich Maria Remarque, plebeyos, brutales y novedosos en su repudio a la misma idea de que puede haber algo noble en lo que les hicieron y en lo que les hicieron hacer. Esta alienación del deber y el patriotismo ya está tan instalada, que cuesta reconocer la novedad de El fuego o Sin novedad en el frente para sus primeros lectores.
Por supuesto, esta tendencia no es homogénea y varía de guerra en guerra. Ernest Hemingway no trata la Guerra Civil Española como trató el frente italiano en 1917. George Orwell no tiene nada de alienado en su historia de Cataluña en 1937 y quien acuse a Vassily Grossman de indiferente tras leer su Vida y destino tiene serias preguntas que hacerse. Pero aquí entra la tesis del sociólogo Alan Allport, que en 2009 publicó un original estudio sobre la recepción de los soldados británicos que volvían a casa en 1945 y 1946. Lo que descubre Allport es que nadie los consideró héroes que regresaban de un infierno tras haber protegido a la nación. De hecho, los casi cinco millones de uniformados que fueron desmovilizados solían estar más sanos, mejor comidos y vestidos que los maltratados y hasta envidiosos civiles.
Allport explica que la guerra tiene una economía moral muy clara, en la que el guerrero pasa por experiencias terribles y a cambio recibe la gratitud y la culpa de los civiles. En 1918, los británicos recibieron a sus soldados con los brazos abiertos y la movilización para ayudar al millón de lisiados fue notable, en lo económico y en lo humano. Gran Bretaña se sentía tan agradecida como culposa con esos hombres que volvían sin piernas, sin brazos o sin ojos. Pero en 1945, el país bombardeado y harto de malcomer no estaba para consuelos. La Luftwaffe y los submarinos de Doenitz se habían encargado de anular la distancia entre combatiente y civiles, con lo que el contrato moral no funcionó.
Los norteamericanos, al contrario, idealizaron cada vez más a sus soldados de 1945 –ya son la Gran Generación cargada de miniseries hagiográficas– y crearon un standard de conducta que nunca más pudieron alcanzar. La dura guerra de Corea parece no haber existido, los golpes militares y desembarcos punitivos en América latina no califican de guerras, con lo que el gran nudo viene a quedar en Vietnam. Nada casualmente, fue otra guerra interminable, ambigua, sucia y al final ya casi inexplicable, que generó una insurrección civil en el frente interno y dejó la figura arbitraria e injusta del veterano loco y violento.
Los pájaros amarillos de Kevin Powers y el flamante Redeployment de Phil Klay tienen en común ser novelas de debut de autores jóvenes, veteranos de Irak y/o Afganistán, y graduados de los ya inevitables masters en artes para escritores. Las diferencias arrancan con que uno sirvió en el ejército y el otro fue Marine, que Powers es un poeta editado que no lo esconde en su prosa y que Klay parece de a momentos el mejor de los periodistas posibles, un cronista. Ninguno de los dos tiene la menor idea de cómo explicar su guerra.
Powers empieza su historia con un gesto de amplitud: “La guerra trató de matarnos en la primavera. Cuando el pasto reverdecía en la llanura de Nínive y el clima se entibiaba, patrullamos las sierras bajas más allá de las ciudades y los pueblos. Las cruzamos y cruzamos los pastos altos sólo con fe, como si fuéramos pioneros amasando senderos en la hierba movida por el viento. Mientras dormíamos, la guerra rezaba refregando sus mil costillas sobre el suelo. Cuando seguíamos, exhaustos, sus ojos eran blancos y se abrían en la oscuridad. Mientras comíamos, la guerra ayunaba, alimentada por su propio sacrificio. Hizo el amor y dio a luz y se expandió por el fuego”.
Este poema en prosa –con otra puntuación, un poema asonante– marca el tono lírico y matizado de la novela, que se sostiene hasta en las escenas de combate. Powers tiene todos los detalles del soldado entrenado, con lo que sus personajes saben crear campos de fuego cruzado, saben emplazar sus automáticas tácticas y evitar trampas cazabobos, y ciertamente saben abrir su formación cuando van en descubierta. Sargentos y dragoneantes viven señalando puntos de peligro y advirtiendo a sus hombres que no se dejen ver en contraluz sobre un techo. Con un realismo instantáneo, el lector está en medio de la más notable característica de esta guerra, el eterno retorno a las mismas calles y plazas, el tiroteo mezclado con el allanamiento brutal, la pausa del llamado a oración.
“Uno les presta atención a las cosas raras y la muerte no era rara. Raro es una bala con tu nombre grabado, una bomba puesta justo ahí para uno. A esas cosas uno sí les presta atención.” Powers explica por qué en su unidad nadie cuenta los muertos, ni propios ni ajenos, y todos se consideran inmortales hasta que llega la bala, el mortero, la explosión. Todo esto es, por supuesto, filosofía para pibes, que es exactamente la idea: la edad promedio del ejército norteamericano en operaciones es de 20 años, con lo que una mayoría absoluta tiene 19 apenas cumplidos. La conclusión de estos chicos de uniforme es que “nuestro peor error era pensar que tenía alguna importancia lo que pensáramos”.
Pero el relato de la guerra no es el centro de Los pájaros amarillos, apenas una manera necesaria de preparar la escena. Lo verdaderamente importante es la vuelta a casa, a unos Estados Unidos donde todo el mundo siguió absolutamente de joda, de compras, de YouTube, de preocuparse por la vida y obra de las estrellas. Un buen día, vía Alemania, desarmado, el soldado vuelve a casa y los amigos le dan una fiesta en el bar de siempre. Ahí hay abrazos y saludos y preguntas sobre cómo estás, que el soldado contesta con un “bien, bien”. Y se queda con las ganas de decirles que “estoy como alguien que siente que se lo están comiendo por adentro y no se lo puedo contar a nadie porque todo el mundo está tan agradecido por mis servicios y me siento un desagradecido”. Y lo que lo devora por dentro es la idea de que “no hay manera de compensar haber matado mujeres o haber visto matar mujeres, o por caso haber matado hombres por la espalda y acribillarlos más de lo necesario para que se queden muertos”.
No hay vuelta a casa, porque “todo el mundo está contento como la mierda de verte, el asesino, el mierda de cómplice, el como-mínimo-responsable-en-parte, y todos te abrazan y uno empieza a querer quemar el maldito país entero”. Powers es simplemente brillante al poner todo esto en una relación de pareja: pobres las novias de los soldados.
Klay es menos poético, pero mucho más burlón y cínico. Su flamante libro, publicado en Nueva York el mes pasado, tiene el ambiguo título de Redeployment, literalmente “redespliegue”, en el sentido de volver a ser enviado al frente. Pero en este caso, los soldados son vueltos a enviar a ese país desconocido que es Estados Unidos, un lugar al parecer poblado de idiotas. En las historias concatenadas que forman el relato, aparecen burócratas que no entienden que toda la ayuda a los civiles en Irak y Afganistán es una farsa que no debe jamás bajo ningún concepto tomarse en serio –las consecuencias pueden llegar a lo penal– y marines que vuelven a casa y descubren que lo mejor que pueden hacer es aprovecharse del “raro pedestal en el que pusieron a los veteranos” para emborracharse y coger.
Los soldados de Klay matan perros por deporte y le dicen “Operación Scooby”, vuelan casas con civiles adentro y le dicen “órdenes del TNT”, por el teniente. No pueden ir al capellán, porque el cura no tiene experiencia de combate y cree que los soldados que van a hablarle están locos y son peligrosos. Cuando vuelven, quieren romperles la cara a los que les invitan un trago porque son veteranos y se dedican a pelearse con los pacifistas, aunque estén de acuerdo en todo lo que dicen: es que no tienen derecho a decirlo, aunque tengan razón. El e-mail trae cada noche cartas de los compañeros que siguen allá, el teléfono avisa que te caen ex oficiales “que eran mis dioses” y en el mundo real son unos borrachos imposibles. Y cada reunión, cada fiesta, es una operación psicológica donde se evalúa cómo contar anécdotas de guerra, dependiendo de la compañía y de las tetas de la chica que es el blanco. Hasta hay una historia que hace compadecer a su futuro traductor porque está escrita, con perfecta seriedad y mortal ironía, en la más cerrada jerga militar. El arranque avisa que el EOD pasaba las bombas, el SSTP trataba las heridas y el PRP procesaba los cuerpos mientras los 08s disparaban DPICMs y el MAW daba cobertura al CAS, suficiente como para agradecer esos inconcebibles diccionarios de Internet dedicados a las siglas bélicas.
Ni Powers ni Klay escribieron un libro como El árbol de Humo de Denis Johnson, tal vez el único que arrima a explicar la guerra de Vietnam. Sería un milagro, porque este esbozo de entendimiento tomó casi cuarenta años desde la retirada norteamericana de Saigón. Los dos debutantes recibieron interminables elogios –la edición de bolsillo de Los pájaros amarillos abre con diez páginas de citas de reseñas entusiastas– y ambos están en la posición tan rara para un escritor joven de poder publicar lo que quiera, con las editoriales peleando el contrato. Habrá que ver si trascienden no sólo el temido primer libro que da fama, sino la misma temática de la guerra.
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