Domingo, 15 de junio de 2014 | Hoy
PLASTICA Las pinturas del artista cordobés Germán Wendel en su nueva muestra, llamada Junio, plantean paisajes como escenografías y los personajes que lo habitan, muchas veces animales antropomorfizados, tienen un carácter onírico. Pero, finalmente, se trata, frente al diseño frío y los discursos remanidos, de la construcción de una ficción, de una ensoñación narrativa que se acerca, al mismo tiempo, a la ilustración y a la fábula.
Por Eugenia Viña
No se sabe a ciencia cierta cuándo ni en qué lugar nació el pintor de los campesinos. Pero un dato ayudó a armar el rompecabezas de la vida de Pieter Brueghel: en 1551 fue aceptado en el gremio de pintores. El hombre se había esforzado y su singular talento se había refinado de tal forma, que el aire de campo y la vida rural dieron lugar a una cosmogonía tan arquetípica como original. Este hilo parece ser el que mantiene el artista Germán Wendel para no perderse en el laberinto: la tierra como lugar de origen, la pintura como oficio, el trabajo diario y la búsqueda permanente como única bandera.
Ajeno al espectáculo que construye en sus universos, y a la infinidad de historias que al mirarlos pueden inferirse, la primera –y única– razón que nombra al ser indagado por la construcción de esos universos enormes, son estrictamente plásticas e históricas. Más exactamente, sociales. ¿Será un guiño –una continuación– del clásico inglés The Wind in the Willows, donde sapos, ratas y topos representaban las distintas clases sociales, aunque hermanadas por el campo y la amistad?
El mundo de Wendel ya no comparte el horizonte con el del pintor de los campesinos ni con la época victoriana. Ante un mundo repleto de diseño frío y discursos obscenos en su obviedad, el artista cordobés levanta una muralla para invitarnos a leer un cuento, que –sin negar la absurdidad del mundo y los dolores que causa– hace de reflejo pacífico, aumentando su belleza a través de una estética literaria, embriagando como un opio que tienta para hacernos caer en su viaje onírico.
Es paradójico. Las pinturas de Wendel están ancladas en el tiempo. Hay viento, hay caminos, hay despedidas, hay lectura, pero su luz insiste en llevarnos siempre al mismo lugar. Allí donde algo está muriendo y algo está por nacer. Es la luz del atardecer, que para colmo, esconde a lo lejos la amenaza permanente de la lluvia.
Sus personajes no se inmutan: el conejo, el ratón, atraviesan una tormenta de la misma manera que atraviesan un sueño. Su magia reside en el vacío que se genera entre la belleza de las imágenes y la falta de ilusiones desmesuradas de sus animales humanizados.
Es la alegría que se complace en ser paz, y que sus personajes encuentran en lo más accesible y lo más difícil: en un libro, en una fruta, en una copa de árbol que se incrusta en el cielo, en un abrigo, en una casa que nos protege del frío, en una mano amiga. Es un mundo donde un apretón de manos, una nube rosa, un cuadro y una rama se constituyen como armas secretas de supervivencia y de placer. Todo al mismo tiempo.
Los paisajes son escenografías, en el mismo sentido que las personas que habitan ese mundo son personajes. No es manierismo intelectual, es un recurso plástico: Wendel –a quien sus amigos llaman Topo– lucha contra las etiquetas de género. No es un paisaje. No es un rostro. No es un conejo. No es una mesa. Es una pintura. Es la construcción de una ficción, desde la disciplina de la técnica gobierna hasta donde el capricho de sus debilidades le permite. Dice el artista: “El conejo es muy simpático, es bueno, no hincha. La gente tonta no es mala. La tranquilidad del burro. La belleza ingenua de los osos. Con caras humanas la pintura se hacía demasiado densa. Quise salir de eso. Despersonalizar. Acercándome a la fábula y la ilustración. Me interesa mucho la posición del cuerpo, pintar la ropa más que el rostro. En el arte hay muchos arquitectos y pocos albañiles. Pinto desde que tengo 20 años. Para mí es una búsqueda. Sin certezas. Como dijo Kipling: ‘Al éxito y al fracaso, esos dos impostores, trátalos siempre con la misma indiferencia’. A mí no me interesa ni sumar protagonismo ni sumar fama. Me interesa ser lo más humano y lo más falible posible”.
Para despistar, en la exposición Junio hay algunos cuadros que rompen el clima de ensoñación narrativa. El artista sabe que está construyendo un relato y su veracidad es aumentada por los cuadros donde aparecen las pinturas en el taller del artista, o la ventana del taller mirada desde afuera. ¿Se puede amar con conciencia? ¿Se puede generar una ficción con grietas?
Wendel sostiene que “la pintura es el resultado de una pulseada en la que no sos amo ni esclavo. Uno no controla todo, aunque tampoco hay que permitir que la pintura te meta la pata encima. Si te metés ahí, tenés que meter pecho. No podés meter la pata. Es el resultado entre esos dos ingredientes. No respeto ahora tanto la pintura. Veo todos los defectos. Siempre siento que puedo hacer las cosas mejor. Todos estamos buscando. Le doy porque tengo vocación. No me afano de mi ignorancia. Es oficio. La pintura es más que el arte. ¿Qué es el talento? ¿Qué miran los demás? No lo sé. Yo armo el bastidor, tenso la tela, preparo el fondo, creo en el oficio. Yo no voy a cambiar la historia del arte. Nadie va a cambiar la historia del arte. Trato de respetarme a mí. Nada peor que ser pretencioso. Elijo. Hay algo. Busco melodías. Colores. Mi pincelada cambia. Cambiará. Mientras, siempre, laburo. Y sucede. Hay cosas que empiezan a aparecer y me sorprendo. Las pinturas van apareciendo. Intento hilar más fino en el mismo mundo. La pintura es la paradoja de una jaula de barrotes de oro. Allí hago ajustes finos, ésas son mis pequeñas esperanzas”.
En el mundo de Wendel también hay hielo y guerra. Stalingrado devastada tras ser bombardeada, en la que su preciosismo no esconde ni un gramo la devastadora soledad.
La muestra Junio. Pinturas se puede visitar hasta el 8 de julio en la galería Elsi del Río, Humboldt 1510.
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