Domingo, 13 de julio de 2014 | Hoy
Por Sergio Pujol
Como la mayoría de sus compatriotas, en el verano estadounidense de 1914 James Reese Europe tomó partido a favor de los Aliados. En realidad, su disgusto con los alemanes y los austríacos respondía a distintas razones, una de ellas un tanto insólita: la soberbia del kaiser Guillermo II en materia de danzas populares. Cien años adelantado a los certámenes televisivos, el emperador alemán solía pavonearse como jurado en competencias de baile. En 1907 había sido declarado Alto Protector de la Coreografía, y con ese título le bajó el pulgar a la maxixe brasileña, al tango argentino y al cakewalk norteamericano. Todas danzas americanas y con dosis variables de negritud.
Para el afroamericano Europe, las arengas de la corona teutona a favor del vals y otros europeísmos revelaba, casi con más elocuencia que otras medidas, el carácter profundamente conservador de los imperios centrales. Desde luego, la música negra tenía muchos detractores en los Estados Unidos. Asimismo, ninguna de las fuerzas que se enfrentaron en 1914 monopolizaba el racismo, y menos aún la idea de que había músicas superiores a otras. Pero acababa de estallar la guerra, y aunque los Estados Unidos demorarían algunos años su ingreso en la contienda, Europe supo enseguida que no se trataba solamente de una conflagración con obuses y gases letales: había que atacar en todos los frentes. Sin haber leído a Gramsci, sabía que había que dar una batalla cultural. ¿Qué mejor oportunidad para legitimar la música negra en el mundo que este triste incendio de la civilización europea?
En abril de 1917, los Estados Unidos entraron finalmente en la guerra, y Europe recibió el mayor encargo de su vida: formar un regimiento de músicos negros para alentar a las tropas aliadas, y de paso soplar síncopas entres los civiles de la siempre expectante París. Los motivos que llevaron a la Marina estadounidense a elegir a Europe como director del regimiento número 369 de infantería estaban a la vista (y a la escucha). Nacido en Mobile, Alabama, en 1881, el músico ya se había ganado prestigio en el Carnegie Hall, y unos cuantos pesos acompañando a la pareja de baile Irene y Vernon Castle en giras por todo el país. Como compositor, tenía más de un éxito en su haber, especialmente el fox trot “Ballin’ the Jack”. De su banda, que en alguna oportunidad había reforzado con tres pianos a la vez y una interminable sección de cuerdas, se decía que cada uno de sus integrantes era un solista virtuoso. A juzgar por el joven clarinetista Sidney Bechet, el dicho era completamente cierto. Pero es posible que tras la elección de Europe se agazapara un motivo de astucia política: si esta guerra era contra la intolerancia y el autoritarismo –cosa harto dudosa, si recordamos que la Rusia del zar Nicolás II estaba en el bando de las democracias–, era de un buen tono desembarcar en Europa con un regimiento de intérpretes de ancestros africanos. Que hacían música “negra”, claro.
Los sones de los Hellfighters –así fueron bautizados, como guerreros musicales– terminaron siendo la coda de la guerra, su epitafio sonoro y, por qué no, la fanfarria de un nuevo tiempo: “la era del jazz”, para decirlo con palabras de Francis Scott Fitzgerald. Aquellos conciertos pletóricos de saxofones y trompetas, que fascinaron a los franceses hasta hacerles creer que todos los norteamericanos eran como Europe y sus muchachos, decretaron el ocaso del vals, especie que por cierto sobrevivió a todas las guerras, pero sin recuperar jamás el protagonismo que había alcanzado en la Europa del Congreso de Viena. En febrero de 1919, Europe y parte de su regimiento orquestal –otra parte prefirió quedarse a vivir en París– volvieron a los Estados Unidos. Fueron recibidos como héroes. Les organizaron homenajes en la Quinta Avenida, en agradecimiento a su labor como difusores de la música norteamericana por el mundo.
A Europe no le quedaría mucho tiempo para disfrutar de aquella apoteosis. En mayo de ese año, el baterista Herbert Wright perdió la chaveta en medio de un ensayo y le clavó una puñalada a su director, según afirman por un ataque de envidia, o quizás haya sido por efecto de lo que hoy llamamos estrés post-traumático. Mientras tanto, Guillermo II se exiliaba en Holanda, lejos del poder y de los bailes. Si bien como tema biográfico el kaiser le ganó al músico por varios cuerpos, la entrada definitiva del arte afroamericano a Francia fue, en gran medida, mérito de aquel campeón del ragtime orquestal.
Veinte años después del inicio de la Primera Guerra Mundial, los nazis se propondrían terminar de una buena vez con el arte moderno, incluido el jazz. Obviamente fracasarían, así como el último de los Hohenzollern defeccionó en su propósito de impedir que las danzas americanas modernas hicieran pie en Europa. Que el artífice de ese desembarco haya sido un músico negro llamado Europe, justamente, es una ironía en la que deberían haber reparado los novelistas de la generación perdida.
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