Domingo, 13 de julio de 2014 | Hoy
Decir que la última versión de El planeta de los simios es la octava desde 1968 entre secuelas, remakes, films y series de televisión, no sólo habla de un persistente éxito comercial sino de una insistencia, casi una obsesión cultural. ¿Qué tienen para decirles los monos a los seres humanos? ¿Por qué se los postula una y otra vez como espejos del hombre? Dirigida por Matt Reeves, El planeta de los simios: confrontación plantea el enfrentamiento entre facciones pacifistas y belicistas en un mundo atomizado, devastado y primitivo. Una reflexión espectacular como siempre, llena de violencia, efectos y maquillaje de alto voltaje, sobre el otro del hombre. O sobre el otro del mono.
Por Mariano Kairuz
Hablan los monos. No, esto no es una entrevista con los verdaderos protagonistas de El planeta de los simios: confrontación –la nueva y, contando secuelas, remakes y relanzamientos con precuelas, la octava película de la saga iniciada en 1968 con Charlton Heston–, que finalmente siempre fueron los simios, sino que acá, como en toda la serie, los monos hablan, se expresan con palabras, y resulta que tienen mucho para decir. Sobre la naturaleza humana, sobre la naturaleza destructiva del hombre, sobre la naturaleza del poder y sobre la naturaleza en relación con la civilización, en general, pero también de lo que hablan fundamentalmente, y como lo hicieron en realidad desde un primer momento, es acerca del otro. El Otro. El que interrumpe, arruina, condena al fracaso nuestras aspiraciones de superioridad y nuestros planes de dominación. El otro, que es –el mono como espejo del hombre– uno mismo.
Demasiada palabrería, dirán, demasiada interpretación y pretensión de seriedad y significado, para una saga de fantasías que pasó por algunos capítulos más bien pueriles y se constituyó en fenómeno de culto un poco por su costado camp, por su regocijo con lo inverosímil, con el juego infantiloide del intercambio de roles, con las máscaras de goma de 1968. Pero no: la saga lanzada hace 46 años por el productor Arthur P. Jacobs sobre una novela que había sido un éxito de ventas apenas unos años antes, cayó en Norteamérica en el momento justo para cargarse de sentidos políticos como lo hizo siempre casi toda la buena ciencia ficción; para cargarse de historia y de alegoría en uno de los momentos más duros de la Guerra Fría. Todos recuerdan el final de la primera película, de la de Heston encontrándose con la Estatua de la Libertad derrumbada y hundida en la arena, descubriendo que todo el tiempo el planeta de los simios al que fue a parar, en el que fue esclavizado y del que logró huir, no fue sino el planeta Tierra, diezmado finalmente por la inédita capacidad de destrucción que alcanzó a mediados del siglo XX. Bueno, ese final no existía en la novela de Pierre Boulle en la que se basa la película. La novela terminaba con una vuelta de tuerca también, de un tenor similar, pero menos directamente ligada al holocausto nuclear: el protagonista –que no se llamaba Taylor, sino Ulises Mérou– conseguía regresar a la Tierra y se encontraba con que los simios han ocupado el lugar de la especie superior; la punta de la pirámide. Pero, producida en Hollywood y a fines de los ’60, parecía inevitable aludir a lo que se llamó entonces MAD, destrucción mutua asegurada, el poder de destrucción de un lado a otro y viceversa, que garantizó que nadie arrojara la primera bomba. Se podía satirizar (Dr. Insólito), se podía convertir en tragedia posapocalíptica solemne (En la playa) o en distopía alegórica; lo que no se podía hacer era ignorarlo.
Cuando Jacobs, que había adquirido los derechos de la breve novela de Boulle, debió convencer a Richard Zanuck, de la Fox, para que pusiera los cinco millones de dólares que iba a costar hacer El planeta de los simios sin caer en el ridículo, organizó la filmación de una escena con Charlton Heston y Edward G. Robinson caracterizado como el simio científico Dr. Zaius, y luego su proyección para la gente del estudio, que, contra toda expectativa, no se mató de la risa ante la aparición de estos monos erectos de cabello alisado y dicción perfecta. Testimonio de las grandes narraciones del cine fantástico, cuando están bien contadas a nadie le importa que el monstruo sea de goma; aunque lo cierto es que los sofisticados maquillajes de Planet of the Apes creados por el maestro John Chambers se comieron buena parte del presupuesto. La credibilidad del resto del asunto dependía, por supuesto, de que la historia conectara con el público de su tiempo, y sus ansiedades. Y eso es lo que consiguieron sus responsables.
“Abandono el siglo XX sin ningún pesar”, decía al principio de la primera película, tan canchero, el astronauta coronel Taylor, a punto de congelarse en nombre de la Humanidad. Afuera de la sala de cine corría 1968, el Mayo Francés aún no había tenido lugar y faltaba un año y medio para el alunizaje del Apolo 11. Taylor era el misántropo “humanista”: detesto a la humanidad porque la amo, y porque lo que se está haciendo a sí misma la está condenando a su destrucción. No es un dato menor que quien interpretaba a Taylor fuera Charlton Heston, militante activo por los derechos civiles desde los años ’50, demócrata “moderado”, aún a muchos años de presidir la Asociación Nacional del Rifle (¡!). En el centro de El planeta de los simios anidaba una gran ironía: cuanto más inteligentes y “humanos” se habían vuelto los monos, también se habían vuelto más crueles y bestiales, reproduciendo el esquema supersticioso, represivo, supremacista y totalitario de quienes fueron primero sus sucesores y luego sus antecesores en la cadena evolutiva. Esta es la paradoja elaborada por el libro de Boulle, publicado en 1963, y la película de Franklin J. Schaffner (1968) coescrita por Rod Serling, el creador de La dimensión desconocida, y Michael Wilson. Estrenada en plena guerra de Vietnam, las resonancias políticas de la nueva producción de la Fox la sacaban de sus baratas raíces clase B y la elevaban a la categoría de brillante reflexión sobre su tiempo. Su éxito comercial fue tan grande como imprevisto, y generó cuatro secuelas cinematográficas al hilo (entre 1970 y 1973), una serie de televisión (1974), otra segunda serie, de dibujos animados, y dos décadas y media más tarde una decepcionante remake del original a cargo de Tim Burton.
A fines de los ’80, unos quince años después de la última versión estrenada en cine o TV de los simios dominantes, la 20th Fox empezó a darle vueltas a la idea de una remake: por los sucesivos proyectos pasaron, con ideas más o menos interesantes, Oliver Stone, Chris Columbus, James Cameron (que iba a hacerla con Arnold Schwarzenegger, perfecto reemplazo para Heston), Peter Jackson, Sam Raimi, los hermanos Hughes, pero finalmente Zanuck, que aun presidía la Fox, lo eligió a Tim Burton. La película, que fue hecha contrarreloj para cumplir con las fechas de estreno destinadas a las superproducciones, padeció de un problema que suelen tener las películas de Burton –básicamente, la imposición devastadora del diseño de arte sobre el desarrollo conceptual del guión–, pero por encima de todo, y a pesar de algunas de sus buenas ideas, sufría la tragedia básica de la remake del clásico contemporáneo: que si su efecto perdurable en el inconsciente colectivo de la cultura pop se había debido en buena medida a la contundencia de su final sorpresa, ya no había manera de replicar ese efecto. Así que los guionistas recurrieron a un final más parecido al de la novela de Boulle, pero de un modo que resultó confuso y tirado de los pelos. El plan de hacer una secuela y reiniciar la franquicia para las nuevas generaciones quedó por el camino, hasta que el matrimonio de guionistas compuesto por Rick Jaff y Amanda Silver tuvieron una idea.
Y en principio, se trató de una idea independiente, no vinculada con El planeta de los simios, y desarrollada con total libertad por afuera de Fox. La cosa se originó, cuenta la pareja, en una serie de artículos de diarios y revistas que Jaff había estado archivando, la mayoría relacionados con casos de chimpancés criados por humanos en sus casas. “Lo que ocurre invariablemente en estas instancias –recuerda Silver–, es que el chimpancé crece, se vuelve agresivo, y las cosas se ponen fuleras: el animal ataca a su dueño, o a un vecino... siempre termina mal.” La historia suele terminar, como la de Nim Chimpsky (ver recuadro sobre Proyecto Nim), con el chimpancé confinado en algún espacio destinado para estos animales “problemáticos”, totalmente traumatizado. “El tema es que se trata de seres absolutamente inteligentes y sensibles, aun si nadie estimuló su inteligencia, como le pasa a César, el simio de nuestro guión.” Ya habían puesto manos a la obra en este guión sobre el simio cuya inteligencia se veía artificialmente aumentada, cuando de pronto tuvieron una epifanía: “Es una gran idea para reiniciar El planeta de los simios”.
Una idea que prescinde de toda reiteración de lo que los fans ya conocen, que no depende de ninguna sorpresa, que puede ser emocionante incluso cuando ya sabemos hacia dónde conduce, porque ni siquiera las múltiples secuelas del original se tomaron el trabajo de desarrollar cómo fue que los monos pasaron a dominar la Tierra, no de un modo verosímil.
El planeta de los simios (R)evolución (2011, Rupert Wyatt) se dispuso a narrar entonces, en un futuro muy cercano, la historia de cómo un virus de laboratorio destinado a curar el Alzheimer vuelve como efecto colateral más inteligentes a una comunidad de chimpancés en cautiverio, sometidos de modo inconsulto a una serie de tests de laboratorio. Si este relato de origen, suerte de precuela muy lejana, tenía un antecedente, era en la tercera película de la serie original, Escape del planeta de los simios, en la que los micos parlantes del futuro, Zira y Cornelius, conseguían retroceder hasta 1973, con ella preñada de su descendiente Milo, más adelante conocido como César, futuro líder de la comunidad de monos que piensan. (R)evolución también se nutre de alguna manera de la premisa de la cuarta de las películas originales, La conquista del planeta de los simios (1972), en la que un virus borra de la faz del planeta a perros y gatos, dejando su lugar de animales domésticos vacante para que lo ocupen los monos. Sólo que, como los monos son bastante más inteligentes, sus avivados amos no tardaban en esclavizarlos, motivación suficiente para que César comenzara a cranear la batalla por la independencia y comenzara a entrenar a los suyos.
La mayor y más interesante novedad de (R)evolución, (que en su idioma original estaba titulada Rise of the Planet of the Apes: el ascenso del planeta de los simios) es que esta vez de verdad alternó el punto de vista, convirtiendo a los simios en los auténticos protagonistas de la cosa. Además, el hallazgo tecnológico que permitió por primera vez despojarse de las máscaras de Chambers tanto como de las de Rick Baker (para Burton), que por muy sofisticadas que eran, no dejaban de ser eso, máscaras, para dar paso a los monos fotorrealistas creados, como el Gollum de El señor de los anillos, por una combinación de animación digital y captura de movimiento. El actor convocado para interpretar al nuevo César fue, inevitablemente, el mayor experto en insuflar densidad emocional a un personaje aun mediado por esta técnica: el mismo que había interpretado a el Gollum, y a Kong en la versión de Peter Jackson: Andy Serkis. Por primera vez, toda la carga y la identificación emocional del espectador puede volcarse en un simio que efectivamente parece un simio, mientras que los protagonistas humanos (James Franco, la bella Freida Pinto, incluso el gran John Lithgow) iban perdiendo espacio hasta casi desaparecer. La película terminaba en una nota alta, tensa, poderosa, tras atravesar un clímax violento y espectacular con monos contra hombres sobre el Golden Gate de San Francisco, pero fundamentalmente, alcanzaba esa cima emocional porque había atravesado antes la larga progresión dramática propuesta por los guionistas para los dos primeros tercios de la historia: la del aprendizaje, la iniciación y la pérdida de la inocencia del sufrido chimpancé destinado a liderar un nuevo mundo. César es, nos dice la película, el primer mono que dice “No”, y cuando dice NO por primera vez, el aliento se corta en la sala de cine.
Pensada para tiempos distintos, esta reinvención de El planeta de los simios no juega tanto con la idea de la violencia política y la guerra y el poder autodestructivo de los años de la Guerra Fría, sino que reformula una vez más la idea del Otro como enemigo eterno, particularmente en términos de violencia social: los hombres y sus otros, los monos y sus otros, que salen a enfrentarse en las calles en un ciclo irracional sin solución a la vista. No la aniquilación global de la humanidad, sino la descomposición cuadra a cuadra de nuestras comunidades. Esto, que estaba en germen –junto con, por supuesto, la advertencia, la vigente y más contemporánea que nunca, fábula moral sobre la irresponsable manipulación de la naturaleza en los laboratorios, sobre la arrogancia tecnocientífica– se multiplica y potencia en la primera secuela de la nueva etapa de la saga, Dawn of the Planet of the Apes(Amanecer del planeta de los simios), que es la que llega a los cines el próximo jueves con el título El planeta de los simios: confrontación.
La nueva película, que Jaffa y Silver empezaron a escribir (pero fue revisada por otro guionista, Mark Bomback, cuando la pareja tuvo que abandonar para escribir la cuarta Jurassic Park y la primera de las secuelas de Avatar para James Cameron), y que dirige ahora Matt Reeves (el de Cloverfield: monstruo), arranca unos diez años después del final de la primera parte, con la humanidad diezmada por el virus, y los pocos humanos que sobrevivieron (y que se presumen naturalmente inmunes) acovachados en tribus más o menos reducidas, sin electricidad, mientras César y los suyos, por su lado van de a poco armando su propia comunidad, aprendiendo el lenguaje humano –mayormente por señas, un poco hablado, y otro poco, incluso, por escrito–. La película abre con una impactante secuencia de cacería que pone en escena el nivel que han alcanzado estos simios evolucionados, pero el centro de la historia lo conforma el relato del encuentro entre una tribu humana y la de César, y un fatal paralelo entre ambas: de un lado se produce una profunda fractura entre los humanos que sólo ven una amenaza en los monos que hablan y pretenden eliminarlos, y los que vislumbran la posibilidad de convivir; del otro, se dividen los seguidores del pacifista César (que al fin de cuentas fue criado por un humano bueno y cree que hay algo rescatable en los de su especie) y el resentido bonobo Koba, de temible expresión rajada al medio por una cicatriz abierta en la jeta, que no tarda en convencerse de que el único humano bueno es el humano muerto, y toma las armas y se propone como un nuevo, más halconesco, líder.
Las reseñas con que la crítica norteamericana recibió hasta ahora a El planeta de los simios: confrontación, son todavía más elogiosas que las que se le prodigaron a su antecesora. Por ejemplo, en la influyente Variety, Guy Lodge escribió: “Esta vívida, violenta extensión de la complicada búsqueda independentista de César supera a su predecesora en casi todos los aspectos del departamento técnico y conceptual (...) La franquicia de los simios siempre ha estado políticamente cargada, y esta última entrada pone de manifiesto su credo de izquierda de una manera tanto alegórica e implícita como brutalmente directa: hay que ser muy obtuso para no ver el subtexto a favor del control de armas asociado con los desastres que se producen a un lado y otro de la batalla humanos-monos”.
Finalmente, sin adelantar demasiado, puede contarse que Confrontación explota al máximo una de esas frases archicitadas de la saga original, aquello de “simio no mata simio”: el mandamiento inquebrantable que supuestamente declaraba la clara superioridad moral de los monos sobre los hombres, queda entre paréntesis. De lo que se trata todo esto, en definitiva, es de la naturaleza del poder, esté en manos de unos o de otros. “Siempre creí que el mono era mejor que el humano”, admite el conflictuado César, “pero ahora veo cuánto nos parecemos a ellos”. Porque, lo dicho: ésta es una gran película que, como su antecesora, tiene grandes secuencias desprovistas de diálogos, que fundan su potencia en una narración puramente visual, pero a partir de ahora, cuando tienen algo para decir, los monos hablan. Sí: hablan los monos.
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