Domingo, 27 de julio de 2014 | Hoy
De chico jugó a la guerra con Ricardo Darín en el barrio de Once y de muy joven se fue a Brasil a conocer a Egberto Gismonti, pero terminó tocando junto con Milton Nascimento. Pronto volvió a la Argentina para formar parte de Los Abuelos de la Nada pero terminó quedándose con Los Twist y sumándose a la banda de Charly García. Cuando sintió que ya nada le quedaba por hacer en Buenos Aires, viajó a Madrid, donde vivió los momentos finales de la movida. Una vez más regresó, pero terminó viajando a Europa a cantar sus tangos. Antes de presentar Linyera, su sexto disco solista, en el ND/Teatro el sábado 2 de agosto, Daniel Melingo repasa en esta entrevista su vida de músico trotamundos, alguien capaz de volver a aprenderlo todo de nuevo cada vez que sea necesario.
Por Martín Pérez
A los nueve años, Daniel Melingo supo que estaba en problemas. Porque la pasaba tan bien en el potrero, jugando con los autitos, a la pelota, a los soldados, que se dio cuenta de que crecer para él no iba a ser algo fácil. “Me acuerdo de tener esa edad y pensar eso. No saber cómo iba a hacer, cómo me iba a buscar la vida de grande”, asegura Melingo, sentado ante un café en una esquina de Villa Ortúzar, el barrio al que siempre se descubre volviendo, desde la primera época de Los Abuelos de la Nada.
Resulta difícil imaginar a un niño de esa edad pensando en esas cosas, pero Melingo jura y perjura que, cuando le preguntaban qué quería ser cuando fuese grande, no sabía qué responder. Porque lo único que le gustaba hacer era jugar. La solución, por supuesto, con el diario del lunes aparece como obvia. “Desde muy chico, cuando estaba con una guitarra, físicamente sentía como un amparo, me sentía protegido –explica–. Así que ya cuando cumplí doce o trece años, y sentí esa conexión, este cuartelillo con la música, me di cuenta de que por fin sabía a lo que me iba a dedicar, pase lo que pase.”
Toda una vida más tarde, a punto de presentar en Buenos Aires su último álbum solista, Linyera, un sonriente Daniel Melingo casi ni necesita explicar que sigue jugando, pero con la música. Como cuando salía a las calles de Once, donde estaba la casa de sus abuelos paternos. Su vecino era un tal Ricardo Darín, que apenas le llevaba un año. Jugaban a los soldados: Melingo y Darín eran los protagonistas de la serie Combate. “Mi abuelo tenía un amigo que era decorador y me daba todos los gustos. Me hacía los disfraces, cascos, armas de madera y metal. Así que como yo era el dueño de la pelota, decidía quién era quién. Por eso yo era el Sargento Saunders, el protagonosta de la serie, y Ricardo era algún otro”, se ríe aún hoy Melingo, que asegura que siempre recuerdan esas épocas cuando se cruzan con Darín. “Ricardo siempre se acuerda de lo que me gritaba mi abuelo: ¡Nene, ponete los bluyins!. Porque yo salía siempre a jugar con la ropa de calle y la dejaba hecha un desastre.”
Después de haber jugado a ser un Abuelo de la Nada, un Twist, un integrante de la banda de Charly García, sumarse a los últimos coletazos imperiales de la Movida madrileña y volver siendo un Lions in Love, desde hace quince años que Melingo juega con un estilo al que –siempre según el título de sus discos– le buscó lo más bajo, del que se quejó y hasta maldijo, pero terminó llegándole al corazón. “Yo sigo buscando, me sigue quedando la inquietud, pero la verdad es que hoy me siento contenido por ese gran esquema que es el tango”, asegura este gran jugador, al que ya nadie le puede pedir que se cambie de ropa. Porque hoy Melingo es un linyera, pero de lujo. De alta galera, como se lo puede ver en la portada de su fascinante último disco. Y también con una corona algo fantasmagórica, como la que luce en el arte del librillo interno.
Vagabundo y rey en su propio juego, eso es hoy Daniel Melingo, un músico que confiesa haber descubierto en el tango la mejor coartada para seguir haciendo lo que más le gusta. “Para mí, todo es parte de una gran escena, que es la música nacional. Pero si a esa música la llamamos tango, puede contenerlo todo, desde la música folklórica hasta el rock. Y eso es algo que no se puede hacer desde el rock. Por eso es que desde que aprendí a hacer el tango y sentirlo a mi manera, aglutino ahí todo lo que yo sé, música clásica, rock, jazz. Todo entra. Yo sé que sería más fácil venderles cubitos de hielo a los esquimales que intentar convencer a los argentinos de que lo que yo hago es tango. Pero cuando voy afuera, digo que hago tango y no tengo que explicar nada más. Y para mí eso es algo fantástico.”
Hijo de la palmera. Cuenta que eso es lo que significa Melingo, en griego. Hace muy poco, por otros parientes con los que se conectó durante sus giras europeas, descubrió que el árbol genealógico de su apellido tiene su raíz en Zakynthos, una isla del mar Egeo. “Hace cuatro años, en la época de Maldito Tango, toqué en un festival que se hace en esa isla. Pero no tenía ni idea de esta historia”, cuenta el músico, que descubrió que su bisabuelo Leónidas fue el primer Melingo en asentarse en tierra firme. Su abuelo, Piero, el que le gritaba por los jeans, bautizó a su padre, su único hijo, con el nombre de aquel primer antepasado continental. “Por eso es que mi viejo me hablaba tanto de Grecia y de la música rebética”, calcula ahora, sopesando aún ese nuevo saber, que tal vez nunca hubiese descubierto de no ser por tantos shows y tantos elogios en el Viejo Continente. Que no son pocos.
Ya es costumbre que cada reseñador internacional lo compare con Paolo Conte o Tom Waits, por ejemplo. “O Nick Cave”, agrega Melingo a la lista, divertido. “No se si alguno de ellos me conocerá, pero con el que me crucé fue con Vinicio Caposella, que es un genio. Me abrazó en San Remo y yo no sabía quién era. Ahora vamos a hacer un show con él y Calamaro”, adelanta, y confiesa que lo más extraño que le pasó fue haber sido convocado por un saxofonista norteamericano llamado David Murray, para salir de gira con una orquesta para un homenaje a Nat King Cole en castellano. “Yo hacía de Nat King Cole, imaginate. La voz femenina era Omara Portuondo. Estaba seguro de que alguien se había equivocado”, bromea Melingo, que en el disco que se grabó durante la gira se luce cantando “Quizás, quizás, quizás” y “A media luz”. En las notas interiores, por supuesto, al presentarlo comparan su voz con la de Tom Waits.
Digno hijo de la palmera, Daniel desde pequeño supo ser “piloto de mí mismo”, como repetirá más de una vez durante la entrevista. “Era Daniel, el terrible.” Decidir dedicarse a la música no era algo fácil en la época en que transcurrió su adolescencia, subraya Melingo, que a los quince años tuvo su primer trabajo, para poder pagarse sus primeras vacaciones de mochilero en Villa Gesell: armar ventiladores durante un mes en una fábrica que estaba cerca de Plaza Once. “Claro que ganabas más plata robándote los rulemanes para venderlos en el mercado negro de los carritos que se usaban para tirarse por las bajadas de Plaza Francia.” Su primer instrumento fue el bandoneón, recuerda, pero después de estar un año sin sacarle ni un sonido, decidió cambiarlo por un clarinete, que terminaría siéndole mucho más útil para su plan de vida.
Cada vez que se encuentra una biografía de Daniel Melingo, hay un detalle que se repite, insistemente, antes del auténtico comienzo de su carrera con Los Abuelos y los Twist. “Sí, que toqué con Milton Nascimento –se ríe Melingo–. En algún lado leí incluso que estuve cinco años tocando en su banda.” La realidad es que su cruce con Milton sucedió durante sus épocas de vagabundeo por Brasil, huyendo de los años de plomo porteños. Aquel pibe que vendía manteles y enciclopedias casa por casa por la mañana, por la tarde iba al conservatorio y en la noche terminaba el secundario, decidió que ya había vivido suficientes cortes de pelo de prepo, botamangas tajeadas y tacos rotos por las brigadas de moralidad. “No era joda en esa época ser freak, ir a tu aire. Bastaba un poquito de pelo de más, un colorcito o una rayita, para que te machacasen las miradas. Es algo que hoy es muy difícil de entender.” Brasil, en cambio, no sólo significaba sexo, sino también poder fumar faso, tocar música en cualquier lado. “¡Era el paraíso! Dormías en la playa y vivías del aire.”
La idea con la que se lanzó al camino, recuerda Melingo, fue llegar a tocar la puerta de la casa de Egberto Gismonti en Río de Janeiro. “Me había partido la cabeza Sol do meio día”, precisa. No fue difícil, e incluso el propio Gismonti atendió el llamado y recibió el casete en el que había grabado algunos de sus temas. Pero eso fue todo. Por delante, sin embargo, estaba Brasil, y Melingo se lo devoró de punta a punta, siempre acompañado por su clarinete y esos casetes con sus temas, conociendo gente. “El clarinete siempre fue el pasaporte”, explica y cuenta que así fue como se sumó al grupo Agua, con los que acompañó a Milton en un par de shows nomás. “En los ambientes lúmpenes donde me manejaba, el clarinete era un bicho raro. Como no era ni un saxo ni una guitarra, no estaba estereotipado en un estilo. Así que yo me metía por todos lados: toqué jazz, tango y hasta música indígena. Con el clarinete, después de todo, fue que conocí a Miguel Abuelo”, cuenta Melingo, que aclara que recién se cambió al saxo cansado escuchar las quejas de Cachorro López y el Vasco Bazterrica, capitanes de ese proyecto que lo ancló otra vez en Buenos Aires, que terminó siendo Los Abuelos de la Nada. “Me rompieron tanto las bolas que me tuve que comprar uno. Tenés que tocar como un saxofonista de Nueva York, me decían. Pero yo era un atorrante nomás, un vagabundo del clarinete. Estaba siempre listo para hacer dedo y un clarinete es el instrumento perfecto, porque no pesa casi nada.”
Cuando ingresa en un estudio de grabación, Daniel Melingo se siente como en casa. Durante el año pasado estuvo seis meses grabando lo que hoy presenta como Linyera. En marzo se metió en Ion con Rodrigo Guerra –con quien produjo también el extraordinario Corazón y hueso– y unos cuarenta demos que terminaron de reducir a una veintena de temas. Y concluyeron con la gloriosa docena que habita su quinto disco de tango. Pero cada vez que en estas semanas alguien intenta comunicarse con Melingo, sigue ahí, en el estudio. O está por ir. O está volviendo. “Mi lugar es la cueva, el laboratorio –intenta explicar–. Después me da el mono y quiero salir a tocar, pero me encanta estar ahí, mezclando líquidos, todo.” Ahora que no está grabando lo suyo, la excusa para seguir en la cueva son dos discos: el segundo de Luis Ortega y el de Insomnia, el proyecto del pianista Patán Vidal y Luz González, su mujer, que es la cantante.
“Son dos discazos –adelanta–. Me gusta mucho aplicar el conocimiento que me dieron los años, y hacerlo con cosas que me gustan, con mis amigos. Luisito es un gran hacedor de canciones, es la mezcla perfecta entre su papá y Lou Reed. Y con Insomnia grabamos unos tracks bárbaros. Es una banda de covers, pero con una línea de músicos impresionantes, como Baltasar Comotto. Estamos laburando los detalles, repitiendo voces. Hay una manía en el ámbito local, que es que si no es Operación Triunfo, a lo vocal no se le presta tanta atención como a la música. Pero cuando la música mata, a las voces hay que ponerlas a la par”, asegura el dueño de la voz más rasposa del ámbito local.
El primer laboratorio de Melingo se llamó el Ring Club. Aunque no quedó registro discográfico, el proyecto es recordado dentro de la historia del rock argentino como el barro primal de donde se moldearon bandas como los Twist, Los Abuelos de la Nada y Suéter, el grupo de Miguel Zavaleta, amigo del alma de Melingo, con el que trabaja aún hoy. “Yo era medio groupie de Bubu, un grupo que Zavaleta tenía a fines de los 70. A través de él es que lo conocí a Cachorro López. Así que, por el solo hecho de estar en su casa en el momento justo, entré por una puerta grande al rock nacional.”
El nombre del Ring Club, recuerda Melingo, es de su autoría. “Era como el Club del Despertar. El logo lo dibujaba yo, eran dos círculos concéntricos y unas campanitas, como un despertador sacudiéndose, sonando”, explica, y lo recuerda como un caldo de cultivo suyo y de muchos otros artistas y grupos, como Horacio Fontova, Los Hermanos Clavel, las Bay Biscuits, entre tantos otros. “Tocábamos en el Auditorio Kraft, en el Teatro IFT, en todo el circuito de la calle Florida. Aunque no teníamos nada que ver generacionalmente, nos sentíamos como los herederos de todo lo que se movía por ese barrio en los años 60, del Instituto Di Tella.”
Por entonces, Cachorro había logrado traer a Miguel Abuelo de regreso de Europa, y Melingo se sumó al proyecto, que aún no tenía forma de grupo. “En aquel casete que cargué por Brasil, había temas instrumentales que le encantaban a Miguel, y que fueron parte del material del Ring Club. Y estaba el tema ‘Adoradores de la luna’, que hicimos con el Miguel Abuelo Trío”, precisa Melingo, que asegura que aún tiene los afiches de los dos espectáculos del Ring Club: Los Adoradores de la Falacia, que fue el primero, y el más conocido, Juicio Oral al Dr Moreau, del que participó una banda que primero fue la del Ring Club y recién después pasaría a ser Los Abuelos. “Es que Miguel era medio fan mío, y se copaba con todo lo que yo hacía”, cuenta Melingo, que en Los Twist encontró su otro gran laboratorio, un claro antepasado de su proyecto tanguero actual. Algo que Melingo deja en claro incluyendo en sus recitales temas como “La cueva de Alí” o “El primero te lo regalan, el segundo te lo venden” –lo hizo junto a Pipo Cipolatti en un show en el Regio–, e incluso regrabando “Esta es mi presentación”, de La Máquina del Tiempo, el tercer disco de Los Twist, en Maldito Tango, su cuarto disco solista.
–Mi búsqueda en la música nunca fue comercial, siempre fue un poco más sórdida. Aunque crecí entre el tango y la música clásica, y mis primos los rockeros, cuando me puse a estudiar siempre me gustó la música más rara, de Stravinsky y Stockhausen para arriba. Es en la conjunción de la música popular con el rock que aprendí a hacer esto que hago ahora, pero mi palo hubiese sido ser un compositor de música concreta, si no hubiese sido por la corneta, como llamaba Miguel al clarinete, con el que me fui relacionando con otra gente.
Todo eso no hubiese sido posible sin tener, además, grandes canciones.
–Eso se lo debo todo a mis pares, porque aprendí todo de ellos. Y porque “Chala-man” no hubiese visto nunca la luz si Miguel no hubiese insistido en que me dejasen grabarlo. Porque, además del Gran Plan, esa premeditación con la que Cachorro lo trajo de regreso a la Argentina para armar el gran grupo del nuevo rock nacional, hay una colectora en la música y el rock, y Miguel pertenecía a ella. Era un outsider, antes que nada. Decir que tenía un talento contra viento y marea es poco: era contra balas, contra metralla. Ese fue mi gran aprendizaje, haber estado al lado de un monstruo sin igual. Un chabón así de chiquito, con una estrella enorme y que hacía lo que quería. Cuando Jaime Torres, que toca en Linyera, me habla de Violeta Parra, cuenta que estaba todo mal, que era fea, que se ponía en pedo y tenía mal aliento. Pero que cuando se subía a una tarima y tocaba, era como si se encendiese una luz y bajase un extraterrestre. Pasaba algo.
¿Con Miguel se terminaron peleando cuando vos decidiste irte de Los Abuelos?
–Sí, nos pusimos mal. Pero es que tuve que decidir, porque estaba con Charly, con Los Abuelos y con Los Twist. Y no daba más, había que elegir. Estar con Charly era sólo bajo las órdenes del Maestro, en Los Abuelos había tironeo y Los Twist era mi palo, ahí hacía mi cocina. Así que tuve que optar por eso.
Para llegar al Daniel Melingo que hoy encuentra su lugar en el tango, antes hay que pasar por el Melingo que no encontraba su lugar en ningún lado. Ese Melingo que aprovechó un recital con Charly García en Madrid para dar ese primer gran salto en la segunda mitad de los 80. “No sé por qué me fui, la verdad –confiesa–. Había tocado con Los Abuelos, había hecho tres discos con Los Twist, tocado con García. Ya había pasado lo peor, que fue la dictadura. Habíamos hecho todo ese esfuerzo en apenas cuatro años, y en vez de dedicarme a cosechar dije que no. Si tengo que irme a caminar por el mundo y conocer otras cosas es ahora, pensé. Y me quedé en la movida madrileña.”
Melingo agarró el final de la movida, cuando sus sobrevivientes ya formaban parte de la aristocracia. Trabajando de productor, haciendo remezclas, conoció al fotógrafo García Alix, a Almodóvar, a Alaska. Eran las épocas de los Toreros Muertos de Guillermo Piccolini, de Calamaro con Los Rodríguez, de cruzar a grabar en Londres.
“Fue una época de mucho aprendizaje –reflexiona hoy–. Dejé mucho, porque vi que era necesario poner el cuerpo. Pero había dinero, y me di cuenta de que podía vivir de todo lo que yo había aprendido en el rock de acá”, explica Melingo, que intentó también armar una banda, los Lions in Love, mezclando todo lo que fue incorporando en el viaje. “Pero no estábamos ni en el lugar ni en el momento justo –asegura–. Siempre me sentí un poco así, en realidad. Por eso mi búsqueda, la que me hizo abandonar Buenos Aires, la que me hizo volver. Siempre pensaba: en algún momento voy a empatar con algo.”
A la hora de hablar de Charly García, Melingo lo menciona como el Maestro. No es el único al que denomina así, es cierto. Pero Charly fue alguien que en su momento le proporcionó, digamos, algún tipo de empate en su carrera. Como cuando puso en órbita, en el momento justo, a Los Twist. O cuando tomó una improvisación con un riff de saxo suyo y la convirtió en el “Rap del exilio”, de Piano Bar.
¿Qué fue lo que aprendiste con Charly?
–Es el Sai Baba en eso de materializar la música que está en el aire, algo que hace en sus canciones. El tipo las baja como si sacase naranjas de un árbol. Porque para mí, componer canciones no es algo que sea elegido por uno. Es parte del trabajo, es verdad, forma parte de una continuidad, la inquietud de ir, tocar, probar. Es prueba y error. La forma es de uno, y las canciones también. Pero es como si fueran ajenas. Porque es algo que vas encontrando en el camino del trabajar. Y los temas bajan de golpe, te agarran desprevenido. De pronto no sabés si estás antes o después. Pasás de estar un momento antes de que el tema exista, a estar un segundo después de que apareció. Y Charly es el maestro máximo en eso.
¿Te acordás cómo fue que lo conociste?
–Creo que lo trajo el Vasco Bazterrica a la grabación del primer disco de Los Abuelos. Antes lo habíamos ido a ver tocar con Seru Giran. Y después ya estábamos con Los Twist rompiendo las pelotas. No me voy a olvidar nunca de cuando decidió grabarnos. Vino a vernos al Parque Genovés, al Einstein, y nos dijo: “Vamos a Panda a grabar esto”. Hicimos el disco en apenas dos días. Nos metió en la pecera y pasamos todo el tiempo ahí dentro, grabando sin parar. Mientras tanto, del otro lado del vidrio, desfilaban todos sus amigotes: Rinaldo Rafanelli, David Lebon, Oscar Moro... ¡Todos! No podíamos escuchar lo que decían, pero veíamos que se mataban de risa, que se agarraban la cabeza. Spinetta estaba meándose de risa ahí afuera, y nosotros adentro cantando Cleo-cleo-patra. Sabíamos que nuestro concepto costumbrista-mugroso funcionaba, que incluso si estaba desafinado y se rompían cuerdas era mejor todavía. Eramos unos demonios, pero no nos imaginábamos que lo que hacíamos podía tener todo el alcance que tuvo. Eso es algo que recién nos dimos cuenta ahí. Cuando vimos a todos los próceres desfilando del otro lado del vidrio y levantándonos el pulgar.
Cualquier desprevenido, al repasar la lista de temas de Linyera y descubrir al final de la misma una canción llamada “Juan Salvo, El Eternauta”, puede pensar que Daniel Melingo se ha puesto al día, que homenajea al héroe de estos tiempos, incluso imaginar cierto guiño oportunista. Nada de eso. El único guiño que oculta ese tema es con el propio Melingo, pero veinte años antes.
Muchos círculos concéntricos parecen cerrarse con Linyera, asegura su autor. Uno, de treinta y cinco años, se cierra con el comienzo de su carrera, otra vez de regreso en Buenos Aires, en su barrio de siempre, viviendo en la misma casa donde está el mismo piano donde un día se despertó y compuso ese tema con el que había soñado, “La cueva de Alí”. Y otro de esos círculos que se cierran es uno que incluye su primer intento como solista, rigurosamente fallido, dos décadas atrás.
“Fue un lugar de la película que siempre me costó digerir, el hecho que me tocase ser protagonista –explica–. Porque hasta ese momento siempre había pensando en cómo acompañar al que iba adelante. Así que, buscándole un sentido a esto de ser solista, decidí buscar un concepto. Y ese concepto fue el de El Eternauta, una historieta que siempre me gustó desde chico, que compré en todos sus formatos. Con la que en ese entonces era mi compañera, Florencia Bonadeo, hicimos todo un trabajo alrededor del personaje, y la idea era que el disco se llamase así, pero no pudo ser, porque los derechos estaban en litigio.”
La solución de apuro fue agregar un par de covers a último momento, y desarmar todo el marco conceptual, dejando un disco basado sólo en el reggae, que no terminaba de marcar la diferencia. “Era una propuesta que, en ese entonces, estaba haciendo mejor Willy Crook –asegura Melingo, muy crítico con H2O, un disco en el que aún brillan algunos temas–. Lo que pasa es que al menos Willy era más fiel al ritmo que estaba haciendo, mientras que yo no me terminaba de ver ahí. Y el primer convencido tiene que ser uno, si no no hay manera de enarbolar nada.”
Para el paso siguiente, en cambio, Melingo no dudó. Lo ayudó a no dar un paso atrás Fernando Samalea, que se apareció un día en su casa con su bandoneón, a sacar de una vez todos esos temas como los que su compinche llevaba de aquí para allá, como una especie de experimento antropológico. “Técnicamente, era muy poco lo que podíamos hacer los dos, no sabíamos mucho de tango entonces. Pero sí sabíamos cómo hacer un disco, así que lo fuimos armando, dándole forma.” Lo que no podía prever Melingo fue la repercusión de ese repertorio. Aún hoy se sorprende al contar cómo le llegaban comentarios de los lugares más impensados. “Ahí fue cuando realmente empezó todo, recién después del disco –explica–. A los cuarenta años, aprendí todo de nuevo. Me metí en la técnica del tango, aprendí canto. Pero después de Ufa, el disco siguiente, sentí como un vacío. No sabía bien dónde estaba yendo, si tenía que seguir caricaturizándome. Estaba medio perdido.”
Fue entonces cuando, al igual que con el primer disco de tangos, Melingo encontró la respuesta en las repercusiones. Llegaron llamados de Gustavo Santaolalla, convocándolo a su Bajofondo, y de Eduardo Makaroff, el de Gotan Project, proponiéndole editar sus discos en su sello. “Otro círculo que se cierra –explica Melingo–. Uno de diez años, porque fue en el 2003 que se armó toda la pelota que me permite hoy poder estar haciendo lo que quiero.” Ahí es cuando el proyecto tanguero de Melingo comienza a reinventarse, cuando se da cuenta de que tiene derecho a hacer su propio tango.
“Es como dice Luis Alposta: tenemos derecho a hacer del tango nuestro sentir. No hay que cortarse a la hora de cómo uno siente al tango”, asegura Melingo, citando a otro de sus grandes cómplices en este nuevo camino. “Cuando presenté Tangos Bajos en el Club del Vino, lo busqué por la guía. Fernanda Ramos, mi novia en ese momento, llamó al número que encontramos. Y Alposta siempre cuenta que atendió su mujer, que lo llamó al teléfono. Y cuando atendió, escuchó que Fernanda decía: Uy, está vivo”, se ríe Melingo, que explica que Alposta es como su igual, un tipo outsider del lunfardo, que no le tiene la vela al oficialismo del tango. Pero que al mismo tiempo es alguien que trabajó con todos, desde Rosita Quiroga a Edmundo Rivero, el heredero de Enrique Cadícamo. “Tiene su biblioteca, la heredó cuando murió Enrique”, precisa Melingo, un tipo que ya no tiene dudas sobre dónde está parado y cuál es su música.
“Me empezó a caer la ficha cuando me di cuenta de que, allá en Europa, no podía explicar a Charly o a Spinetta sin el Obelisco de fondo. ¡Era como intentar explicar grupos de rock alemanes! Hay que dejarse de joder, desde afuera, tangueros y rockeros somos todos lo mismo”, asegura Daniel Melingo, el Tim Burton del tango, un hombre que convierte a sus canciones en pequeños monstruos, respetando el estilo pero rompiendo el estereotipo, haciendo un tango propio, que puede ser rock, que no tiene por qué ser triste, un tango linyera. Un tango que es hijo de la palmera, pero que, ante todo, es bien Melingo.
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