Domingo, 27 de julio de 2014 | Hoy
PLASTICA Luego de sus paisajes anónimos y brumosos, que remiten a un conurbano que empieza a esbozar la pampa, Juan Andrés Videla exhibe Matorral en el Centro Cultural Borges, una serie de óleos en blanco y negro que asumen el desafío de centrarse en esos arbustos de carácter expansivo y caótico. Un homenaje pictórico a la maleza inadvertida que carece de espectacularidad o de belleza y sin embargo ahí está, con sus infinitas líneas, tan omnipresente como indestructible.
Por Santiago Rial Ungaro
Un matorral siempre es un matorral: en Massachusetts no difiere mucho de otro de Banfield, o de cualquier baldío de cualquier lugar del mundo. Sólo se trata de unos meros yuyos, una maleza, unos arbustos que, en principio, parecen destinados a no llamar nunca nuestra atención. Juan Andrés Videla, quizás uno de los mejores pintores argentinos actuales, confiesa que un buen día, hace un par de años en un viaje de descanso y retiro en Boston, Massachusetts, en un momento dado se fascinó con los matorrales; no con la “idea” de pintar un matorral, sino con la experiencia plástica de poner su técnica y su buen oficio de pintor para pintar eso que, de tanto verlo en todos lados, casi termina resultando invisible. Hasta el 24 de agosto, en el espacio dedicado al proyecto La línea piensa, se podrán ver en el C. C. Borges (Viamonte esquina San Martín) estas enigmáticas obras pintadas en blanco y negro en óleo sobre placa. “El matorral es como una red: cuando empezás a pintarlo llega un momento en que no sabés ni dónde estás parado: son tantas las ramificaciones que tiene, tantas las líneas que salen de ahí, que resulta casi imposible de pintar”, comenta este pintor nacido en 1958 en Temperley.
Después de años de haber elegido como temas para sus pinturas imágenes anónimas y brumosas de los paisajes que ve cualquier transeúnte en el trayecto de Capital Federal a Longchamps (ahora el artista vive en la bucólica Mármol R), J. A. Videla habla de sensaciones; de las sensaciones que de algún modo genera poner el foco en lo más anodino y en general despreciable de cualquier paisaje.
Si en un paisaje los matorrales siempre son el fondo, la elección entonces de estos arbustos de carácter siempre expansivo y caótico no es casual. Dice Videla: “Me interesa la pintura como un modo de conocer la realidad, los temas a veces son una excusa; me interesa lo que dice la pintura en sí misma. Se me vienen a la cabeza Los girasoles de Van Gogh: el tipo con unos girasoles te parte la cabeza y no sabemos por qué si cualquiera de nosotros pinta unos girasoles no sucede nada y en cambio esos girasoles pintados por él tienen esa potencia”. Incluso más anónimos que “una casa de la Avenida Pavón, un kiosco de Lanús o un árbol en la ruta”, estos matorrales son, como señala Raúl Santana en el catálogo, “un homenaje a la maleza inadvertida”. Recientemente galardonado con el Premio Adquisición del Salón Nacional por su dibujo Refugio (un áspero y a la vez curiosamente encantador paisaje que muestra un refugio-parada de colectivo de la zona de Pompeya, realizado en grafito sobre fórmica), Videla acepta que cuando puso su atención en algo “sin ningún atractivo particular, que no es espectacular, ni llamativo, ni tampoco bello”, no sabía realmente a quién le podían interesar estas obras, y elogia el espacio dirigido por Eduardo Stupía y Luis Felipe Noé por cederle esta sala en el Borges. En última instancia, la intención de estas pinturas quizá sólo sea la de compartir una vivencia: a metros de las galerías del shopping, la presencia inevitable y omnipresente hasta el fastidio de estos matorrales resulta inquietantemente salvaje y decididamente pictórica.
“Me interesa ese aspecto anacrónico de mezclar colores en una tela en el siglo XXI y que ese procedimiento aún pueda revelar algo en este mundo contemporáneo –dice Videla–. En un punto creo que la pintura tiene algo en común con el fútbol: hay un dibujo que se va haciendo en el momento, hay una verdad en eso porque está todo ahí a la vista; creo que eso es lo que me sigue atrayendo de esa cosa artesanal y cruda de la pintura. Me parece un desafío fantástico, quizá porque me obliga a poner yuyos en unas simpáticas animaciones desde una tablet. Para esta muestra podría haber usado una sola imagen, de hecho en la muestra hay varias versiones del mismo matorral. Pero esto de última no es un matorral: es una pintura de un matorral, una construcción totalmente independiente que tiene como excusa estos matorrales. No sé si hay alguna lógica detrás de esto, y la verdad es que me pregunté bastante sobre el sentido que tienen. Y no encontrarle ningún sentido me libera de eso, es como un colapso del concepto. Ni nombre tienen. ¿Qué nombres les puedo poner?”
Cuando Videla cuenta al pasar que luego de su primera exposición, en 1981, en la galería Lirolay, pasó casi diez años sin exponer sus obras (las consideraba “pretensiosas”), queda clara su convicción de que la pintura aún puede funcionar como un método de conocimiento, una forma de tomar conciencia de la fugacidad de los fenómenos. “La pintura me sirve para olvidarme de mí, para liberarme de mí –afirma–. Mi aspiración es una pintura que no elija temas. Pero a la vez soy consciente de que elijo los temas. Siento que con la gente que me dijo que le gustó la muestra comparto algo especial. Como si todos hubiéramos visto al monstruo del Lago Ness.”
La natural monstruosidad de los matorrales, su inescrutable indestructibilidad, su omnipresencia casi invisible, nos invitan, incluso dentro de un shopping, a tener una actitud un poco más contemplativa a la vez que nos invitan a dar un paseo (real o virtual) por el lado salvaje. Por ahí, entre los matorrales.
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