Domingo, 7 de septiembre de 2014 | Hoy
Por Martín Pérez
Un fin de año en la quinta de sus padres, Gustavo Cerati enchufó su guitarra nueva al equipo de audio del living para tocar encima de un disco de Deep Purple. Aún consciente después de esa larga noche, Richard Coleman se lo quedó mirando al escucharlo hacer, medio borracho, el solo de Ritchie Blackmore nota por nota, y no pudo evitar repetir una broma con olor a espíritu adolescente: “Uau, te sabés el solo de ‘Estrella del camino’. ¿No querés tocar conmigo?”.
Siempre me gustó este recuerdo cómplice de Gustavo Cerati que su amigo Richard Coleman me contó unos años atrás, para la salida de su demorado primer disco solista. Fue la primera imagen que se me vino a la mente cuando se difundió la noticia de la muerte del líder de Soda Stereo. La estrella finalmente en camino. Y no pude evitar pensar también en Coleman, que me había confesado que –si bien no siempre le había hecho escuchar a su amigo sus discos– ahora que quería su opinión, no podía tenerla. “Habrá que seguir esperando”, me dijo entonces, muy serio. Y no hubo lugar –ni ánimo, ni necesidad– para seguir preguntando.
Después de cuatro años, esa larga espera finalmente terminó. Vera Fogwill escribió en su fascinante novela Buenos, limpios & lindos que, como Cerati es música, podía estar en pausa. Pero durante esa pausa, ese extraño limbo, fue muy difícil pensar en él. Es decir: fue difícil saber cómo pensarlo. La ciencia declaraba, aquí y allá, para quien quisiera escucharlo, que su estado era irreversible. La fe de sus familiares y amigos, sin embargo, no se permitía dejar de esperarlo. Y así tenía que ser.
Durante esa larga espera, fue imposible olvidar una imagen inquietante contada por algún allegado que había ido a visitarlo. Lo había visto sentado en la cama de la clínica, como lo dejaban quienes lo cuidaban después de ejercitar su cuerpo. Con la espalda apoyada contra la cabecera, con los ojos cerrados, el pelo largo y canoso, ya sin necesidad de tinturas. La imagen de un Cerati dormido, pero impecable. Un bello durmiente, esperando ese beso que podía no llegar jamás.
La particular naturaleza del accidente, en realidad, colaboró en ese no saber qué pensar. Mejor la pausa, entonces. Mejor la espera. Recuerdo no haber podido impedir un escalofrío cuando otro amigo contó, en las sorprendidas sobremesas de la época que inevitablemente llevaban por el camino de la infidencia, haber compartido una reunión en la que Cerati –sin conocerlo pero sin jamás imponer su presencia, uno más en el lugar– insistió en tratar de explicarle: “No sabés lo que es que todo un estadio te desee la muerte”.
Injusto blanco de ese River-Boca eterno al que por momentos parecemos estar todos condenados, los Soda y Cerati gozaron del extraño privilegio de tener reservado un lugar de ese ring imaginario, mientras que por el otro iban pasando los contendientes. “Esas dicotomías nunca me molestaron desde el punto de vista artístico”, me dejó en claro sin embargo Gustavo en la época de la gira despedida de su grupo. “Nunca lo vi como una competencia, ni siquiera como algo personal. Me parece que son corrientes que siempre existieron en la Argentina, y es casi imposible no ser ubicado de un lado o del otro.”
Con o sin Soda, Cerati también supo disfrutar del fervor de un público femenino que siempre despertó la desconfianza de los supuestos dueños de ese nosotros de un rock nacional siempre tan machista y endogámico. No fueron los únicos: lo mismo le sucedió al Spinetta de “Muchacha...” y a Charly García con Sui Generis antes que a ellos, y a Fito Páez, Calamaro o los Babasónicos después. Todos los que aceptaron el desafío de ampliar el público del rock local debieron soportar la injusta estigmatización de disfrutar del –mal que les pese a sus detractores– evidente buen gusto de las niñas.
Ahora que ya se puede hacer el duelo, y hablar en pasado de Cerati, también es posible empezar a intentar ubicarlo en un panteón donde seguramente ocupará un lugar preponderante. Primera estrella continental del rock local y dueño de una masividad que va más allá de los géneros musicales, Cerati generacionalmente ocupa un lugar –dentro de un rock al que siempre estuvo orgulloso de pertenecer– entre los sobrevivientes de sus grupos de los ’80, reconvertidos en exitosos solistas durante la década siguiente: Calamaro, Vicentico y también Páez, cabeza emergente de la Trova Rosarina. En la estampita aparecen primero los padres fundadores, seguidos por sus inmediatos apóstoles. Pero después de los mártires de los ’80, Luca, Moura y Abuelo, ellos integran –antes de los grupos de los ’90 y más allá de un fenómeno masivo como los Redondos– la última línea de ídolos que exceden los marcos del género. Cerati es el que se destaca claramente del lote, aunque más no sea por popularidad y alcance generacional. Y ahora también por haber sido el primero en decir adiós.
Aunque han pasado ya casi dos décadas, recuerdo que en aquel largo artículo que anticipó el gracias totales de River y fue tapa de Radar, Cerati se destacó como un entrevistado generoso. Aceptaba las preguntas que implicaban un salto al vacío y se atrevía a especular sobre el destino de su obra. Entonces, claro, Cerati le decía adiós a Soda. Ahora es el turno de su despedida. Como en el final del video de “Zoom”, le toca a él dejar su música en manos de los que se quedan y los que vendrán, y emprender el viaje. Aquel artículo terminaba evocando ese video, que terminaba con el grupo subiendo a un Planetario que se convertía en nave espacial y perdiéndose en el cielo, y jugaba a imaginar que algún fan de Soda podría haber dicho entonces, a la manera de lo que sucedía en ET: “Ahora que se han ido, ya no sé cómo sentir”. Después de cuatro años en pausa, en cambio, recién ahora que Cerati se ha ido podremos empezar a elaborar el duelo, a evocarlo, recordarlo y homenajearlo como corresponde. Ahora que ya no espera, podremos empezar a saber qué sentir.
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