Domingo, 7 de septiembre de 2014 | Hoy
Por Marcelo Figueras
Los ’80 –aquella bocanada de aire, después del ahogo de la dictadura– fueron una suerte de Big Bang para la cultura argentina: un estallido paradójico, a la vez inevitable y sorprendente, en cuya estela, por cierto, vivimos todavía. El rock fue parte esencial de aquel bombazo (por qué no decirlo: su dínamo), y dentro de ese magma, la música de Gustavo Cerati cumplió un rol especial: aquel del que irrumpe desconociendo las tradiciones del lugar, para producir lo que el tiempo convertirá en una tradición nueva; enriqueciendo, en suma, el canon que había nacido para desafiar. Ahora la muerte acabó con el tuc de la púa contra el surco rayado. Para ponerlo en términos cortazarianos: lo que Cerati está tocando y cantando mañana es, ay, un silencio que ensordece.
Todos los fenómenos del rock de entonces –y eran muchos– tenían una manera similar de producir obra: aun cuando, por definición, procesaban sonidos que provenían de otros lares, lo hacían de un modo idiosincrática e intransferiblemente argentino. Tanto Charly como Spinetta eran tangueros, incluso cuando vestían a la moda y se pintaban con rimmel. Los Redonditos de Ricota eran argentinísimos por su sensualidad arrasadora, pero ante todo por la porfía de buscar arte en el agujero menos pensado. (Así como, en 1975, Tiburón supuso el fin del cine como lo conocíamos y el comienzo de la era del blockbuster, en los ’80 Michael Jackson y Madonna ya habían meado el fuego del rock, recordándole a la música popular que debía retornar a sus cauces: es decir, a comportarse como una rama de la mercadotecnia.)
Pero Cerati procedió de otro modo, creando sus propios códigos.
Alguien dirá que era lógico, desde que pertenecía a otra generación: una que no tenía por qué asumir culpa alguna en la tragedia argentina y por ende podía desentenderse de su herencia. Sin embargo Fito Páez (por mencionar al último de los mencionables, de aquel tiempo en que el rock todavía era cosa de gigantes), que con pocos años menos pertenecía a la misma generación, se inscribió voluntaria y gozosamente en la tradición de la música popular argentina. Sería fácil pensar que la temprana orfandad de Páez lo sensibilizaba con las pérdidas que ocurrían alrededor suyo, convirtiendo su corazón en presa fácil de las tristezas del tango y la rabia del rock. Pero esa línea determinista llevaría a creer que la perfecta clasemediez de Cerati (familia tipo, Villa Urquiza, Universidad del Salvador) debería haberlo convertido en el frívolo con quien tantos lo confundieron al oír Soda Stereo (1984). Cuando, muy por el contrario, lo que signaba su obra era la exquisita sensibilidad de la que hacía gala, aunque no tuviese justificación alguna para poseerla.
Cuando uno prestaba oídos a sus primeros discos, tres cosas se tornaban evidentes. Primero, que Cerati era un músico de un nivel que le habría permitido tocar en cualquiera de las grandes bandas internacionales. (Una verdadera excepción: acá estamos acostumbrados a los que no tocan ni cantan del todo bien, pero se imponen a fuerza de carisma e inspiración.) Segundo, que ese talento le permitía procesar influencias de un modo diferente: en lugar de producir remedos de otras músicas, Cerati dialogaba con ellas de igual a igual y las impulsaba en nuevas direcciones. (Prueba irrefutable: muchas bandas de aquéllas a las que Cerati interpelaba y recreaba envejecieron de un modo que no afectó a Soda Stereo.) Y tercero, tal vez lo más sorprendente: que sus letras revelaban que estaba al tanto de todo lo que había ocurrido y ocurría –que no vivía en un tupper, que era sensible al dolor que era la moneda más corriente en su sociedad–, pero optaba por procesar esa realidad de un modo distinto de sus colegas.
Si alguien me preguntase hoy de qué hablan las canciones de Cerati, diría apresuradamente: no tengo la más puta idea. Pero sé que expresan una sensibilidad profunda y resuenan por eso de mil modos distintos, resignificándose en cada nueva etapa de la vida; y que, aun donde se pretendían osadas y hasta risquées, lidiaron siempre con los sentimientos desde la elegancia que deriva del pudor. No diría que fue un poeta, pero tampoco negaría el poder de sus intuiciones: ¿acaso ha escrito alguien una definición de Buenos Aires más perdurable que aquella que la describe como la ciudad de la furia?
La obra de Cerati es una de las más delicadas fusiones entre sonido y sentido que se hayan creado en este país. Música y palabras trabajan en la misma dirección: escapando por arriba del laberinto de su circunstancia, desconociendo fronteras artificiales, apuntando a lo que une por encima de lo que separa. Para Cerati, la argentinidad no era un tema, y mucho menos un karma: era parte de lo que uno es, simplemente, y no podría dejar de ser aunque quisiera. En este sentido, fue quizás el primer rockero argentino verdaderamente global, dicho esto de modo positivo: uno a quien la creciente interconexión del mundo lo ayudó a entender que, aquí o en la China, todos sentimos lo mismo; y por eso se aplicó a tematizarlo de un modo que no acentuase las diferencias, sino el lenguaje sonoro y poético en común.
Suele atribuirse su popularidad continental al fenómeno de MTV, la cultura del videoclip y las giras frecuentes, que en la Latinoamérica dictatorial de los ’70 habrían sido impensables. Eso es minimizar las características de su arte, que “viaja” bien por sus propios medios porque está concebido así, ligero y duradero a la vez, de acuerdo con las mejores normas de la aerodinámica: canciones diseñadas para volar mucho y llegar lejos. No hace faltar ser semiólogo para entender por qué Cerati enamora en Lima y Bogotá de un modo que para Spinetta y Los Redondos es imposible. Cerati no fue nunca prisionero de la torre que, por condena histórica, habitaban sus mayores. En todo caso, su destino fue más bien el de Icaro.
Si tiende a asociarse su música con los ’80 es porque aun en las décadas siguientes siguió expresando un deseo muy propio de aquellos años: la búsqueda de un arte-puente, elegante en las formas pero de sensibilidad popular, que permitiese conectar lo que el poder aísla. (Pocas bandas latinoamericanas tienen tantos fans en clases sociales tan distintas como Soda Stereo.) Alrededor suyo, el país cayó en manos de los jíbaros y el rock se atomizó, viéndose conminado a chabonizarse o a disfrazar de ironía la incapacidad de sentir. Pero Cerati no dejó nunca de jugar al juego que mejor le salía y más le gustaba. Aun cuando el rock se futbolizaba y apuntaba a un público cada vez más segmentado a golpes de marketing, no renunció al grand geste del arte entendido como seducción. Si una música es magnífica, ¿no debería saltar barreras en vez de clavarlas?
Cuando tuvo lugar aquel Big Bang, una chica de Tapalqué encontraba natural que un chico lindo, educado y de ojos tristes de Villa Urquiza le hablase de igual a igual; del mismo modo en que el chico de Villa Urquiza encontraba natural que un flaco de Virreyes lo siguiese con una intención que no fuese la de afanarlo. Acabábamos de escapar de la muerte, todos por igual; y aunque no llegásemos a entender ni la mitad de lo que nos ocurría, teníamos la obligación de vivirlo con intensidad. Por eso no extraña que la mayoría de aquellos que hoy son alguien en el terreno del arte hayan cruzado sus primeras armas en los ’80, cuando todo parecía posible. Nuestro universo de hoy no es más que la expansión de aquel estallido. Algunos cuerpos celestes brillan más que nunca, otros se apagaron, otros se convirtieron en agujeros negros y tragan la energía que antes irradiaban.
De mis recuerdos de Cerati, ninguno es más intenso que el primero. En 1984 –creo que era el ’84– yo coconducía un programita de Canal 13 llamado Cinegrafía, con Alan Pauls y Daniel Guebel. Una tarde pasé por la oficina de producción y había un monitor encendido. El 13 emitía uno de esos magazines que se dedicaban cada día a un barrio distinto. Aquel día le tocaba a Villa Urquiza. Un trío de rock tocaba en el garaje de una casa. Sonaban tan bien que me puse a ver el programa que hasta entonces había despreciado. Esa fue la primera vez que oí a Soda Stereo. Ya eran lo que serían; ya eran este futuro desde el que sigo descubriéndolos.
Desde entonces, cada vez que agarro un libro de autor/a nacional, o veo una peli local, o paro la oreja ante un artista nuevo, aliento la esperanza de volver a sentir aquel entusiasmo. Más deseoso que nunca de toparme con alguien que, como Cerati, apueste a la excelencia en vez de a la resignación; y que, al tender un puente en el sitio menos pensado, nos revele que había allí un abismo donde –gracias totales– ya no caeremos.
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