Dom 26.10.2003
radar

Nuestro hombre en Paquistán

Bernard-Henri Lévy habla de su viaje al corazón de las tinieblas.

por Jean Hatzfeld

El 31 de enero usted está en Kabul, en el despacho de Ahmid Karzai, cuando se entera de la ejecución de Daniel Pearl. ¿Cuál es su primera reacción?
–Un impacto muy extraño. No soy particularmente sentimental. Y no conocía a Pearl. Quizá nos habíamos cruzado una vez en Eritrea, pero no estoy muy seguro. Ese impacto fue mi primera reacción. Y después, cuando veo las imágenes de su ejecución, siento una empatía igualmente extraña, inmediata, como fraternal.
Usted escribe que ahí empieza su libro.
–Mi primer reflejo es retomar su investigación. Una actitud a la vez romántica y –sin duda– un poco ingenua: un periodista cae, otro llega después y retoma la antorcha y la lleva hasta el final. En ese momento todavía no tengo la hipótesis Al-Qaida. Pero ya entonces sé que Daniel Pearl murió por culpa de su investigación, de lo que estaba descubriendo y escribiendo, tanto como por culpa de la barbarie de sus secuestradores. Voy a Karachi, despliego algunas pistas y ahí, muy rápido, me doy cuenta de que Pearl estaba en la punta de una vertiginosa pirámide invertida, y de que estoy ante una intriga enorme, aterradora.
Aunque no es un investigador profesional, usted parece aprender la técnica de la investigación con naturalidad. La pesquisa lo lleva a Karachi, Islamabad, Londres, Kandahar, Nueva Delhi, Washington y Sarajevo, a revisar montañas de documentos, consultar centenares de expertos, colegas, diplomáticos, espías, vecinos, familiares, a examinar cientos de hipótesis. ¿Cómo hace para ir tan rápido? ¿Cuál es su fórmula?
–Voy rápido, es cierto. Mi fórmula es la impaciencia que trato de contagiarles a mis interlocutores. A menudo, en medio de una investigación, le digo a la gente con la que me encuentro: “No tengo tiempo, me voy mañana”. No necesariamente es cierto, pero ayuda a que todo el mundo se ponga las pilas y acelera la investigación. Y algo más: sé cómo organizarme. Trato de contactar gente que esté hecha polvo, que se alegre de poder ayudar a un extranjero que tiene la posibilidad de trabajar en libertad. En una investigación en marcha, están al mando la idea y la intuición, la memoria y los reflejos. Soy un escritor muy físico, me gusta moverme, viajar. Y después, en determinado momento, aparece la intuición, el instinto. Paso, por ejemplo, adelante del hotel donde durmió Omar, el asesino de Pearl, y de golpe, sin saber bien por qué, me digo: “Voy a tratar de pasar acá la noche...” Y entonces aparecen la información, los hallazgos... Por otro lado, como todo periodista sabe, una investigación que dura un año no es lo mismo que una investigación que dura doce veces un mes. Apenas uno se instala en semejante duración, el tiempo tiene efectos amplificadores insospechables. Un anzuelo tirado al azar en un momento, y luego olvidado, seis meses después te trae un pescado. Las ideas maceran, las informaciones se multiplican, la gente habla entre sí, y ahí se producen los encuentros más inesperados...
Como el encuentro póstumo con Daniel Pearl, cuya personalidad opera una primera transformación en el libro. Si no hubiese sido judío, de una buena familia de eruditos, bon vivant, enamorado de una mujer hermosa, militante humanista, amigo de Israel, admirador de un Islam tolerante, apasionado por la cultura indo-paquistaní, ¿habría escrito usted el libro?
–Mi proyecto inicial, sin conocerlo, era retomar su investigación en un libro breve y preciso, un poco sobre el modelo de El caso Moro de Leonardo Sciascia, uno de mis libros de culto. Y después está todo eso que usted dice, que fue importante, por supuesto. Aunque si Pearl, por ejemplo, no hubiese vivido su judaísmo como lo vivió, me parece que el libro existiría igual.
¿Qué judaísmo?
–En Paquistán, en el corazón de las tinieblas, Pearl pensaba: “Si nos detestan, mala suerte; si creen en la guerra de las religiones y las civilizaciones, mala suerte; yo no creo; yo soy vuestro amigo judío, y si no queda más que uno, uno solo, ése quiero ser yo”. Profundamente judío y abierto al Otro: es evidente que me siento muy cerca de eso. En cuanto a lo demás, lo de bon vivant, enamorado, buena familia, no sé, no puedo contestar.
Hay otros dos encuentros que tienen una influencia similar, si no superior, en la construcción del libro, porque cambian el estilo narrativo: imponen la presencia fuerte de su Yo, la puesta en escena de la investigación dentro de la investigación y también los procedimientos ficcionales. El primero es su regreso a ese país que fue tema de su primer libro, Las Indias Rojas, escrito hace 30 años. El segundo es el encuentro con Omar Sheik, instigador del secuestro y la ejecución de Pearl. Sheik es alguien con quien usted debió cruzarse en Sarajevo, o que en todo caso defendió la misma causa que usted.
–Mi relación con Paquistán, cerrada o no, la contaré más tarde, en otro libro. Pero mi encuentro con el personaje de Omar Sheik fue decisivo, en efecto. Estoy en Londres, leo todo lo que hay sobre él, me encuentro con su hermano, sus amigos, sus profesores. Presiento que su cambio religioso se origina en la defensa de Bosnia. Sé que mi película sobre Bosnia se proyectó en la televisión inglesa, y supongo que debe haberla visto. Me digo: este tipo quizá se convirtió en lo que fue, un asesino sanguinario e islamista, después de ver mi película y de vibrar, como yo, con la causa Bosnia. ¡Por mucho menos cualquier intelectual pierde el sueño!
Y ahí usted elabora un trío de héroes de novela: Daniel Pearl, usted (el narrador febril) y Omar Sheik. ¿No lo perturba el aura del personaje del verdugo, que es un poco el primo o el arquetipo del piloto del avión que se lanza contra el World Trade Center?
–Por supuesto que me incomoda; a veces incluso llega a trastornarme. Porque es evidente que ese personaje me apasiona. Por otro lado me doy cuenta de que en cierto momento hablo de él con el mismo léxico con que hablo de Pearl. Y –ya que hablábamos de empatía– es indudable que también hay cierta empatía con Omar Sheik. Un alumno brillante de un colegio privado anglicano de Londres, apasionado por la poesía y el ajedrez, militante de la causa bosnia, que de pronto se lanza al crimen y al fanatismo. ¿Cómo quiere usted que no me sienta perturbado? No lo tenía programado, pero se dio así y decidí escribirlo. Me obsesioné por desentrañar, por acercarme al abismo, por entrar en la casa del Diablo, en su cabeza. Todo eso es indiscutible. Son los motores auxiliares del libro.
Usted describe con precisión muchas escenas que nadie presenció. Por ejemplo, cuando Omar Sheik se afeita para asumir un aspecto occidental, antes de su primer encuentro con Daniel Pearl. O sus vacilaciones en el momento de la decisión fatal. O la escena del suplicio... ¿Libertad del escritor, procedimiento literario, atracción de la ficción?
–Es el mismo método que había usado en mi novela sobre Baudelaire: los hechos, nada más que los hechos, cuando los conocemos o podríamos, en principio, conocerlos; y para el resto, no exactamente la imaginación, sino la idea de que cuando un escritor conoce a sus personajes, cuando se ha acercado a ellos, es capaz también de prever con exactitud sus reacciones, sus actitudes, la manera en que operan. He conocido a la gente que estuvo con Daniel Pearl y Omar Sheik. He leído miles de páginas. He visto y descifrado centenares de fotos. Y todo eso me permite pensar que sé con bastante exactitud lo que se le pasa por la cabeza a un personaje en los minutos previos a su muerte y, al otro, en la hora previa al secuestro.
Usted lo muestra vacilando a último momento, cosa que no se comprobó en el caso de Mohamed Atta cuando apuntó su Boeing contra el World Trade Center. Hay ahí un audaz juego a dos puntas con lo novelesco y lo periodístico...
–¿Quién sabe lo que Atta sintió o pensó en ese momento? En cuanto a Omar, que es un poco un doble de Atta, tengo, en cambio, algunos elementos. Lo conozco, le repito, como si fuera uno de mis personajes. De modo que lo veo todo con mucha claridad: el retorno del superyó paterno, la ambivalencia homosexual, sus relaciones demenciales con el judaísmo y, al llegar, sí, esa vacilación de último momento de la que digo, en un paréntesis, que para mí no representa en absoluto un atenuante. El trabajo de un escritor que investiga es encontrar, en el fondo, las “coordenadas” de sus personajes, sus abcisas y sus ordenadas. Y después, a partir de ahí, “rastrear”, “trazar” a su personaje. El trazo del dibujo, pero también las huellas de la reconstrucción y los indicios de la investigación.
Usted irrumpió en la escena cultural como filósofo, militante, ensayista, novelista y cineasta. A menudo lo he visto tratar al periodismo con desconfianza, incluso con cierta soberbia. Hoy tiene una columna en la revista Point, hace de corresponsal de guerra para Le Monde y escribe un libro de investigación en la gran tradición del New Yorker. Muchos siguen el itinerario inverso. ¿De dónde le viene ese virus periodístico?
–¿Sabía que para Sartre la escritura periodística era la escritura literaria por excelencia? Foucault, al final de su vida, no estaba muy lejos de pensar lo mismo. Recuerdo un artículo suyo, de título completamente sartreano, “La gran cólera de los hechos”, que decía algo parecido. En cuanto a Clavel, otro filósofo que admiro, él prefería calificarse como “periodista trascendental”. Pongamos que me inscribo en la filiación de esos tres.
Pero ninguno se compró un chaleco antibalas ni durmió en la misma habitación de hotel que había ocupado antes un terrorista.
–¿Qué quiere que le diga? Sin duda hay un momento en la vida en que uno se siente más libre. He escrito veinticinco libros. He conocido la mayoría de las dichas del oficio de escribir. He sobrevivido a las zancadillas y los procesos que lo acompañan. Cada vez me sorprenden menos cosas, tanto en términos de reconocimiento como de controversia. Estoy en paz con mi ideal de yo. Y tengo la impresión de que conozco todas las vueltas de la comedia literaria. Y punto. El tiempo pasa. Me siento menos maniqueo que antes. Todo se vuelve más simple. Incluso el hecho de obedecer a mi inspiración cuando, conmocionado por la imagen de Daniel Pearl decapitado, decido ir y pasarme un año siguiendo sus rastros.
A propósito de Irak, usted dice en la “Introducción” que “nos equivocamos de guerra... Nos equivocamos de siglo”, y luego escribe un fresco kafkiano sobre el islamismo paquistaní, las tierras de Al-Qaida, el nervio político de su libro. ¿Quiere decir que es allí donde está gestándose el verdadero enfrentamiento?
–Exactamente. No subestimo, por supuesto, la buena noticia que representa haber librado al pueblo iraquí, y al mundo, de un dictador. Es algo que me alegra. Ahora bien. Todo eso huele un poco a siglo pasado. Haber privilegiado esa guerra, haber invertido todas las fuerzas y las energías en esa región del mundo, es un error de cálculo. La suerte del siglo XXI no se juega en Bagdad sino entre Tora Bora, Islamabad y Karachi. El verdadero Estado canalla de hoy, ése donde están las armas de destrucción masiva y los jefes de Al-Qaida se pasean en libertad, es Paquistán. Vengo de allá consternado, a la vez por la violencia que está en ebullición y por la extraña ceguera de la gente de acá, de Europa. Me impresiona la ignorancia abismal que campea entre nosotros respecto del Islam, el islamismo, la historia de las religiones en general y las tretas del inconsciente de los pueblos. Lo más difícil está por venir: será un enfrentamiento político y metafísico de otro tipo, de otra envergadura, y en este libro he querido presentar a algunos de sus protagonistas.

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