Dom 19.04.2015
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PASAPORTE LATINOAMERICANO

› Por Marcelo Figueras

Al principio, pensé que no tenía sentido abrir la boca. Galeano era el recuerdo de textos que me impresionaron de chico; después de la trilogía Memoria del fuego no había leído otros libros suyos. Y si algo existía en abundancia era gente, e incluso gente ilustre, que lo había leído más que yo. Entonces registré que, además de las valoraciones de rigor, las redes sociales abundaban en gastes y ninguneos. Se lo bardeaba, en líneas generales, porque había escrito claro; por su corrección política; y porque no le escapaba a la emoción. Y ahí, lo admito, me calenté.

¿Por qué será que nadie bardea a los que son (o al menos, a los que son tenidos por) exquisitos? Muchos deben de creer que, para rechazar a un escritor prestigioso, hay que esgrimir las herramientas de la crítica formal. Cuando, por el contrario, hay una objeción que está al alcance de todos y es tan válida como la opinión de un especialista. Ya la expresó Morrissey en la canción “Panic”, al pedir que cuelguen al bendito DJ “porque la música que pasa constantemente / no me dice nada respecto de mi vida”. No hace falta ser Harold Bloom para objetar a escritores con más pretensiones que ambiciones. Basta con establecer que las cosas que los obsesionan y los hacen vibrar no nos mueven un pelo.

En el fondo, creo que no se bardea a los escritores difíciles porque se asume que hacen lo que la literatura les demanda: ser abstrusos y sectarios, rechazar los códigos que un lector cualquiera podría interpretar (por ejemplo el humor, la emoción positiva –porque con la náusea no tienen problemas– y el derecho a ser entretenido sin condescendencia) para urdir códigos de casta. Cuando, por el contrario, la literatura ha sido y será siempre mucho más que eso. Está claro que en algún momento de la Historia un sector social y político la acorraló, para marcarla a fuego como propia. Pero no tenemos por qué tolerar ese secuestro como definitivo. De Cervantes a Stendhal y de Dickens a García Márquez (ninguno de los cuales era de origen noble, ni fue considerado un intelectual), la literatura imperecedera fue la que encontró caminos para aspirar a la gloria, sin excluir lectores por joder. Por eso me agotan quienes pretenden que literatura es tan sólo lo que procede así o asá, cuando la gracia del asunto pasa por la diversidad. Si son válidas las ramificaciones, aun las más enroscadas, se debe a que proceden de un tronco saludable. Por más que bufen los envidiosos, la literatura es un quehacer que siempre dependió de (o trabajó para intervenir en) la sensibilidad popular. Por eso la expresión literatura popular es redundante. Expresiones pertinentes serían otras: por ejemplo, literatura experimental.

Mientras daba vueltas al asunto, comprendí que Galeano me había marcado más de lo que sugirió mi primer y brumoso recuerdo. Y reviví el impacto que me causaron Las venas abiertas y Memoria del fuego. Aunque sedujeron también a otros miles de jóvenes, mi caso era recalcitrante. Yo que había sobrevivido a la dictadura oculto en mi burbuja de ficciones heroicas (que provenían, en abrumadora mayoría, de Estados Unidos y de Europa), sentí, durante su lectura, que el universo de mi imaginación se daba vuelta como un guante. Esos libros me concedieron el pasaporte latinoamericano. Hoy me pregunto si La Saga de los Confines de Liliana Bodoc sería tal cual es de no haber mediado de forma directa o indirecta la obra de Galeano. Porque recién ahora, en la eventualidad de su muerte, asumo que aquellos libros siguieron obrando en mi interior, al punto de que –insisto: ¡acabo de comprenderlo!– mi última novela, El Rey de los Espinos, puede ser leída como una reinterpretación de la épica desde América latina, así como Las venas... y Memoria... releían la historia oficial.

Cuando se critica la prosa sencilla y la corrección política, lo que se censura es otra cosa. Primero, que Galeano haya sido amado, cuando el Decálogo del Escritor Relevante establece que lo deseable es ser temido, venerado o considerado inescrutable. (Otro escritor/periodista, Osvaldo Soriano, incurrió en la misma infracción y le costó sangre.) Segundo, que haya logrado aquello que pocos logran: escribir sobre las cosas que nos conciernen a todos, con gracia y estilo que las hicieron parecer nuevas. Esto es lo que, conjeturo, menos le perdonan. Porque no hay nada más fácil que escribir difícil: todos somos barrocos, vanguardistas o políticamente incorrectos al comienzo, cuando necesitamos ocultar inseguridades y sacudir el tinglado de los suplementos culturales. Pero lo difícil de verdad es escribir con sencillez de cosas trascendentes, sin sonar banal ni caer en el cliché. Y en sus mejores momentos, Galeano lo logró.

Una de las objeciones que se le hace es que escribió libros para adolescentes. (Argumento frecuentado, también, para bajarle el precio a Cortázar.) Eso supone ningunear a la adolescencia antes que a Galeano, cuando se trata de nuestro momento de mayor curiosidad y apertura. Es verdad que, en el apetito pantagruélico de esos años, uno lee mucha mierda. Pero el tiempo pone ciertas cosas en su lugar. Hay obras cuya novedad sólo estamos en condiciones de apreciar cuando somos ingenuos, en el buen sentido: aquel del candor, de la honestidad radical, de la ausencia de doblez. Lo que dirime el valor de los enamoramientos tempranos sería, en todo caso, su ubicación actual en la biblioteca de nuestra alma. Entender si se han traspapelado, cayendo en el olvido, o si –como me ocurrió con Las venas abiertas... y Memoria del fuego– siguen al alcance de la mano, ayudando a construir nuestro relato sobre el mundo.

Cuando Morrissey pide música que le diga algo respecto de su vida, no reclama canciones realistas: pide música que lo conmueva, que lo interpele, que lo ilumine, que lo deslumbre. (Y, siempre: que lo entretenga.) De no ser por estas líneas, probablemente no habría entendido que la música de Galeano me resuena aún. Todo indica que he seguido silbándola, sin darme cuenta, cada vez que bajo la guardia y dejo de tener miedo de ser quien soy.

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