› Por Jorge Majfud
La desproporcionada estatura literaria de Eduardo Galeano ha sido desde siempre eclipsada por otra no menos desproporcionada pasión: la batalla ideológica que nunca rehuyó. Esta verdad nunca le molestó porque, excepto el dolor de la injusticia, casi nada le molestaba. Era un tipo que iba desbordando alegría por todas partes, capaz de hablar durante muchas horas seguidas, con su voz pausada, como si degustara cada palabra, como si nunca se cansase de buscar en su memoria recuerdos propios y ajenos.
Diferente de lo que suelen pensar y propagar sus adversarios, él siempre estaba abierto a reconocer sus errores, hasta el extremo de intentar, no hace un año, un suicidio literario cuando criticó sin piedad Las venas abiertas de América Latina. Enseguida se abalanzaron las aves de vuelo oscuro para darse un banquete. Sin embargo (se lo reproché), equivocado o no, ése fue el libro más valiente de su generación. Aun considerando monumentos literarios como la trilogía Memoria del fuego o el más reciente Espejos, si luego Eduardo volvió a equivocarse en su evaluación de la realidad (sabemos que sus adversarios pueden hablar con varios dioses) lo hizo siempre a favor de los más débiles. Así, hasta equivocarse vale la pena.
Hace unas horas, un canal de televisión de Argentina me preguntó si él bromeaba sobre el hecho de que yo a veces enseño sus libros en Estados Unidos. Esta simplificación (en forma de inadvertida paradoja) es clásica y popular y no es necesario ser mala persona para reproducirla. Pero es otra muestra de algo que no había en Eduardo: él mismo fue profesor de Literatura en California y bastaba hablar con él o leer sus libros para darse cuenta de su falta de ortodoxia, de dogmatismo: los países no tienen dueños ideológicos y la nacionalidad no da privilegios éticos, pese al interés de determinados grupos por secuestrarlos en su nombre.
A pesar de su imagen más popular, su verdadero compromiso no fue político ni fue ideológico. Esto es evidente apenas uno termina de leer uno de sus libros, cualquiera, y comienza otro. No hay ortodoxia, no hay dogma en su obra. Si algo se repite es ese respeto por la prosa, esa imaginación profusa de mostrar cada cosa desde la periferia, esa sensibilidad por la injusticia, sobre todo por las injusticias institucionalizadas, esa valentía de no claudicar cuando el mundo va para otro lado y los sabios del poder tienen razón.
El compromiso de Eduardo fue un compromiso con los derechos humanos, con la verdad, con la justicia. Sí, sus libros dieron batalla, en momentos en que en América latina bastaba con pensar y soñar diferente para ser secuestrado, torturado y desaparecido en nombre de la democracia y la libertad. ¿Cómo pudo alguien haber sido un molesto disidente en la América latina del siglo XX sin asociarse o sin ser asociado con algún tipo de izquierda? Pero Eduardo no era un “intelectual de izquierda” como dirán las enciclopedias; era el poeta de los de abajo, el mayor poeta en prosa de su tiempo, un mago de la metáfora, un delicado hermeneuta.
Incluso traducido al inglés, esta magia sobrevive hasta el extremo de conmover al más conservador de mis estudiantes. Tal vez por todo eso los mayores premios literarios de su lengua le dieron siempre la espalda. Pero a él no le importaba. “Nunca quise ser neutral”, me dijo una vez. La realidad no lo es. Su público, sus lectores, lo aplaudían hasta con los pies.
Eduardo, hermano, como vos decías siempre al final de cada correo, “mil gracias, vuelan abrazos”. Te voy a extrañar como un perro.
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