A mediados de 2012, mi mujer y yo nos encontramos con Eduardo Galeano en el aeropuerto de Santiago de Compostela. No obstante haber viajado en el mismo vuelo desde Madrid, recién nos vimos mientras esperábamos el arribo de nuestras valijas. La ocasión dio apenas para un saludo y para enterarnos de que Eduardo estaba cumpliendo la gira de presentación de su libro Los hijos de los días. La llegada del equipaje precipitó la despedida.

A los dos días, por la prensa nos enteramos de que el autor, como era frecuente que ocurriese con Galeano, había fascinado al público, que dejó pequeño el lugar elegido para la presentación.

Luego de transcurridos casi dos meses de aquel encuentro, también de casualidad, volvimos a coincidir Eduardo y yo. Esa vez en un boliche de Montevideo. Luego de los saludos de rigor, de rememorar aquel encuentro en el aeropuerto, y de oírlo quejarse de lo agotadora que había sido la gira por España, en medio del agobio recordado vi que sus ojos se iluminaban en tanto me participaba de su descubrimiento en tierras gallegas:

–El apóstol Santiago es uruguayo.

–¿Cómo?

–Lo que oís. El apóstol Santiago dorado, el más elegante y vistoso, es uruguayo. El me lo dijo.

Se refería a una de las estatuas vivientes, la más impresionante –dorada de pies a cabeza– de las cinco o seis que día a día se exhiben inmóviles y mudas en la explanada de la Catedral de Santiago de Compostela, a la espera de los euros de los turistas.

–Vos sos Galeano, ¿no? –contaba Eduardo que le dijo el mudo–, yo soy uruguayo.

La sorpresa inicial se vio superada por la confesión del inmóvil, que lo había impresionado aún más, y que me refería así:

–Lo más grande es que el tipo trabaja seis meses de apóstol, y con eso se compró un piso en el centro de Santiago y viaja dos por tres a Montevideo.

Hizo una pausa, se distrajo por un instante mirando hacia la calle, y volviendo a mí concluyó con tono de voz y cara fingidamente serios:

–Está visto, ser apóstol es un buen negocio.