Domingo, 20 de septiembre de 2015 | Hoy
Por Oscar Jalil
En los primeros meses de 1986, el humor social asumió la presencia de un progresivo deterioro económico. El lanzamiento del Plan Austral, aplicado por el gobierno de Alfonsín en junio de 1985, frenó la inflación por unos meses sobre la base del congelamiento de precios y salarios. La nueva moneda, el austral, prometía un cambio de rumbo que terminó derrumbándose y marcó el principio del fin de un período cargado de esperanza y cierta inocencia política. Un poco antes de la instalación de ese efecto general, la escena artística más realista y sensible al devenir de una realidad compleja acusó recibo en forma de hastío. El rock reflejó esa densidad en el ambiente, en especial los grupos más nuevos, que reaccionaron con pesimismo para describir un tiempo de duda, buena memoria y desilusión. Corpiños en la madrugada ya había inaugurado esa vía de escape en los tugurios porteños. Temas como “Night & Day” o “Divididos por la felicidad” adoctrinaron a muchos músicos que antes fueron público y crecieron en la atmósfera pesada que exponía Sumo. La aparición de bandas como El Corte, Fricción, La Sobrecarga, Corrosivos, Mimilocos, Casanovas, Don Cornelio y La Zona, Control, Uno X Uno, La Forma, Todos Tus Muertos y Clap, entre otros, modificaron la sastrería y el ánimo del under porteño a pura distorsión y oscuridad. En la superficie, la mecha que encendió Joy Division llegó al país a través de The Cure, pero en la vida subterránea parte de esa melancolía ruidosa tenía a Sumo como primera referencia y a Luca como el vocero existencial.
La adhesión dark-rock era sólo una parte del equipaje de Luca Prodan. En su valija no había gabardinas negras ni la más remota posibilidad de utilizar un corte cardado al mejor estilo Robert Smith, y cada vez que Sumo se apoderaba del reggae rompía con los esquemas previsibles de toda banda oscura. En realidad, la procesión dark iba por dentro: mientras crecía la repercusión pública que imponía su estampa de tipo rudo y máximo consumidor de ginebra Bols, el cotidiano miraba hacia El Palomar y una temporada de convivencia con Mónica en la casa de su amigo entrañable, Jorge Crespo. Como un paciente acostumbrado a las recaídas, esos períodos tenían la dinámica de un sube y baja permanente, por momentos espléndidos y en otros afloraban discusiones infernales. La negativa de Luca a abandonar el alcohol siempre fue la madre de todas las controversias. En la banda, solo Germán enfrentaba el problema cara a cara, que en varias oportunidades terminaron en escenas de pugilato. Desde los primeros días serranos, el núcleo fundador de Sumo sabía que Luca estaba muriéndose desde el día en que arribó a Ezeiza. A ese destino inexorable, Germán, Timmy y Mónica, o amigos como Jorge Crespo o Claudia Gernhardt ofrecieron batalla y cuidado para un trastorno mucho más intrincado que el rótulo de dependencia alcohólica.
“A Luca le tocó el rol de ‘personaje’. Desde muy chico su papel fue el de ‘diferente’, loco, rebelde. Un estigma que Luca lleva con conciencia de que existe, con aceptación y con alegría. El personaje Luca Prodan está construido en base a paradojas: Luca es feo, zarpado, sucio y está loco. Un ‘duro’. Y al mismo tiempo destila ternura, honestidad, lucidez. Se vuelve lindo”, definía la periodista Nora Fisch en el primer número de la reaparecida revista Expreso Imaginario. Con claridad y simpleza, Fisch desentrañaba lo que hasta ese momento el periodismo observaba de manera lineal. Para la mayoría, Luca era un italiano que llegó para evangelizarnos en materia de rock inglés de factura reciente y que tenía como mayor virtud desollar músicos argentinos frente a cuanto grabador o micrófono tuviera por delante. Una mirada reduccionista que muchos años después desembocó primero en una obra de teatro y luego en una película horrorosa. En ambos casos, la caricatura (Luca vive), por momentos desopilante, asfixió al personaje en un vaho de descontrol y violencia.
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