Domingo, 21 de febrero de 2016 | Hoy
TRES FRAGMENTOS DE M TRAIN, EL úLTIMO LIBRO DE MEMORIAS DE PATTI SMITH
Alguna vez soñé con ser dueña de mi propio café. Supongo que el disparador fue leer sobre la vida en los cafés de los escritores beat, los surrealistas y los poetas simbolistas franceses. Donde yo crecí no había cafés pero sí existían en mis libros y florecían en mis ensueños diurnos. En 1965 había llegado a Nueva York desde el sur de Jersey solamente para vagabundear y dar vueltas por ahí y nada me parecía más romántico que sentarme y escribir poesía en un café de Greenwich Village. Finalmente tuve el coraje de entrar a Caffé Dante en MacDougal Street. No podía pagarme una comida, solamente tomé café, pero nadie pareció tenerlo en cuenta. Las paredes estaban cubiertas con murales de la ciudad de Florencia y escenas de La Divina Comedia. Las mismas escenas permanecen hasta hoy, decoloradas por décadas de humo de cigarrillo.
En 1973 me mudé a una habitación aireada y pintada de blanco, con una pequeña cocina, en la misma calle, apenas a dos cuadras del Caffé Dante. Podía salir gateando por la ventana y sentarme en la salida de incendios a la noche y chequear la acción que fluía en Kettle of Fish, uno de los bares que solía frecuentar Jack Kerouac. Había un pequeño puesto en la esquina de Bleecker Street donde un joven marroquí vendía bocadillos, anchoas en salmuera y atados de menta fresca. Yo me levantaba temprano y compraba provisiones. Hervía agua y la vertía en una tetera cargada de menta; me pasaba las tardes tomando té, fumando hashish y releyendo las historias de Mohammed Mrabet e Isabelle Eberhardt.
En 1978 gané un poco de dinero y pude pagar el depósito de seguridad para el alquiler de un piso en East Tenth Street. Había sido un salón de belleza y estaba vacío salvo por tres ventiladores de techo blancos y algunas sillas plegadizas. Mi hermano, Todd, supervisó las reparaciones y pintamos de blanco las paredes y enceramos los pisos de madera. Dos lámparas de la calle inundaban de luz el espacio. Pasé varios días sentada bajo esas lámparas, en una mesa de cartas, tomando café deli y tramando mi próxima estrategia. Necesitaría fondos para un nuevo baño y una máquina de café y hectáreas de muselina blanca para cubrir las ventanas. Cosas prácticas que usualmente se retraían hacia la música de mi imaginación.
Al final, tuve que abandonar mi café. Dos años antes había conocido al músico Fred Sonic Smith en Detroit. Fue un encuentro inesperado que lentamente alteró el curso de mi vida. Mi anhelo por él lo permeaba todo –mis poemas, mis canciones, mi corazón–. Soportamos una existencia paralela, ida y vuelta de Nueva York a Detroit, breves encuentros que siempre terminaban en dolorosas separaciones. Mientras yo diseñaba dónde instalaría una pileta y una máquina de café, Fred me imploraba que fuese a vivir con él a Detroit. Nada me parecía más vital que unirme a mi amor, con quien estaba destinada a casarme. Le dije adiós a la ciudad de Nueva York y a las aspiraciones que contenía, empaqué lo que me era más preciado y dejé todo lo demás atrás –cuando recién empezaba, perdiendo mi depósito y mi café–. No me importó. Las horas solitarias que había pasado tomando café en una mesa de cartas, bajo el brillo de mi sueño, eran suficientes para mí.
En Michigan me convertí en una bebedora solitaria, porque Fred nunca tomaba café. Mi madre me había dado una cafetera que era una versión más pequeña de la suya. ¿Cuántas veces la había visto sacar el café molido de la lata de Eight O’Clock y ponerlo en el recipiente de metal de la cafetera, esperando pacientemente junto a la cocina a que estuviese listo? Mi madre, sentada en la mesa de la cocina, el vapor subiendo desde su taza mezclado con el humo de su cigarrillo, invariablemente apoyado en un cenicero descascarado. Mi madre en su bata de entrecasa azul y floreada, sin chinelas en sus largos y desnudos pies, idénticos a los míos.
Hacía mi café en su cafetera y me sentaba a escribir en una mesa de cartas, en la cocina, al lado de la puerta ventana. Una foto de Albert Camus colgaba al lado de la llave de luz. Era una imagen clásica de Camus en su pesado impermeable con un cigarrillo entre los labios, como un joven Bogart, en un marco de arcilla que le había hecho mi hijo Jackson. Tenía una pátina verde y el borde interior tenía dientes puntiagudos, como la boca de un robot agresivo. El marco no tenía vidrio así que la imagen se decoloró con los años. Mi hijo, como lo veía todos los días, creía que Camus era un tío que vivía lejos. Yo lo miraba de vez en cuando mientras escribía. Escribí sobre un viajero que no viajaba. Escribí sobre una chica fugitiva que se llamaba igual que Santa Lucía, simbolizada por la imagen de dos ojos sobre un plato. Cada vez que freía dos huevos, uno al lado del otro, pensaba en ella.
Vivíamos en una vieja casa de campo de piedra, al lado de un canal que se desagotaba en el río Saint Clair. No había cafés cerca, a los que se pudiese llegar caminando. Mi único alivio era la máquina de café del 7-Eleven. Los sábados a la mañana me levantaba temprano y caminaba cuatrocientos metros hasta el 7-Eleven y pedía un café negro grande y una dona glaseada. Después paraba en el lote detrás del negocio de artículos de pesca, un sencillo y blanco local de cemento. Para mí se parecía a Tánger, aunque nunca había estado allí. Me sentaba en el suelo, en la esquina, rodeada de paredes bajas y blancas, y ponía en caja el tiempo real, libre de recorrer el suave puente que conectaba pasado y presente. Mi Marruecos. Seguía el tren que quería, cualquier tren. Escribía sin escribir –de genios y prostitutos y viajeros míticos, mi vagabundear–. Después caminaba de vuelta hasta mi casa, felizmente satisfecha, y volvía a las tareas del día. Incluso ahora, que ya conozco Tánger, ese lugar detrás del negocio que vendía carnadas sigue siendo el verdadero Marruecos en mi memoria.
Michigan. Esos fueron tiempos místicos. Una era de pequeños placeres. Cuando aparecía una pera en la rama de un árbol y caía a mis pies y me sostenía. Ahora no tengo árboles, no hay cuna ni soga de colgar la ropa. Hay borradores de manuscritos desparramados por el suelo, caídos de la cama durante la noche. Hay un lienzo sin terminar clavado a la pared y el aroma de eucaliptos que no logra enmascarar el enfermante olor de aguarrás usado y aceite de linaza. Hay gotas delatoras de pigmento rojo que manchan la pileta del baño –y el borde del zócalo– o brochazos en la pared donde el pincel se escapó. Con dar un solo paso en el espacio vital de una persona se puede tener la idea de la centralidad del trabajo en una vida. Tazas de café de papel semivacías. Sandwichs a medio comer. Un bol de sopa con restos secos. Aquí hay alegría y dejadez. Un poco de mezcal. Un poco de masturbación, pero mayormente sólo trabajo.
Así es como vivo, pienso.
Conocí a Paul Bowles de una manera fortuita. En el verano de 1967, poco después de que me fuera de casa hacia Nueva York, pasé al lado de una gran caja de libros volcada en la calle. Algunos estaban desperdigados por la vereda y a mis pies estaba abierta una edición vieja de Who’s Who in America (“Quién es quién en Estados Unidos”). Me agaché a mirarla y mis ojos quedaron atrapados por una foto sobre la entrada para Paul Frederic Bowles. Nunca había escuchado sobre él pero me di cuenta de que compartíamos la fecha de cumpleaños, el 30 de diciembre. Creí que era una señal, arranqué la página y rastreé sus libros. El primero fue El cielo protector. Leí todo lo que escribió incluyendo sus traducciones, que me introdujeron al trabajo de Mohammed Mrabet e Isabelle Eberhardt.
Tres décadas más tarde, en 1997, la Vogue alemana me pidió que lo entrevistara en Tánger. Yo tenía sensaciones encontrados sobre este encargo, porque los editores mencionaron que él estaba enfermo. Pero me aseguraron que estaba de acuerdo y que no iba a molestarlo. Bowles vivía en un departamento de tres habitaciones en una calle tranquila; el edificio era sencillo, moderno, de los 50, y quedaba en un barrio residencial. Una pila muy alta de baúles y valijas usadas y gastadas formaban una columna en el pasillo de entrada. Había libros alineados en las paredes y los pasillos, libros que conocía y libros que deseaba conocer. El estaba sentado en la cama, con una bata de suave tela escocesa, y pareció iluminarse cuando entré.
Yo me agaché tratando de encontrar una posición graciosa en el extraño aire del lugar. Hablamos de su esposa, Jane, cuyo espíritu parecía estar por todas partes. Me quedé sentada ahí, retorciendo mis trenzas, hablando de amor. Me preguntaba si él de verdad estaba escuchando.
–¿Está escribiendo? –le pregunté.
–No, ya no escribo.
–¿Cómo se siente ahora?
–Vacío –me contestó.
Lo dejé con sus pensamientos y subí las escaleras hacia la terraza. No había camellos en el patio. No había bolsas de arpillera llenas hasta el borde de kifi. Ninguna pipa-sebsi en el borde de una jarra. Había un techo de cemento que daba a otros techos, y largas cuerdas de colgar la ropa que cruzaban el espacio que se abría hacia el azul cielo de Tánger. Presioné mi cara contra una de las sábanas húmedas para darme un momento de respiro en el calor agobiante. Inmediatamente me arrepentí, porque la presión arruinó su suave perfección.
Volví a él. La bata yacía a sus pies, había unas gastadas chinelas de cuero al lado de la cama. Un joven marroquí llamado Karim amablemente nos sirvió te. Vivía en el departamento de enfrente y venía con frencuencia a chequear cómo se encontraba Paul.
Paul habló de su propia isla, de la que era dueño pero ya no visitaba, de música que ya no escuchaba, de ciertos pájaros cantores ya extintos. Pude ver que estaba cansado.
–Cumplimos años en la misma fecha, usted y yo –le conté.
Sonrió débilmente, sus ojos auroleados cerrándose. Estábamos llegando al fin de la visita.
Todo brota, se derrama. De las fotografías brota su historia. De los libros, las palabras. De las paredes, los sonidos. Los espíritus se elevaron como un éter, dibujaron un arabesco y descendieron con tanta gentileza como una máscara benevolente.
–Paul, me tengo que ir. Volveré a visitarlo.
Abrió los ojos y apoyó su larga, arrugada mano sobre la mía.
Ahora él se ha ido.
En 2007, estuve en Reykjavik para presidir un muy anticipado torneo local de ajedrez. A cambio, me prometieron tres días en el Hotel Borg y permiso para fotografiar la tabla que se usó en el partido de 1972 entre Bobby Fischer y Boris Spassky, que languidecía en el sótano de un organismo de gobierno. Estaba un poco inquieta sobre monitorear el encuentro, teniendo en cuenta que mi amor por el ajedrez es puramente estético. Pero la oportunidad de fotografiar el Santo Grial del ajedrez moderno era suficiente para mantenerme firme.
A la tarde del día siguiente llegué con mi Polaroid justo cuando el tablero era llevado sin ninguna ceremonia al local donde iba a llevarse a cabo el torneo. Era en apariencia modesto pero había sido firmado por los dos grandes jugadores de ajedrez. Finalmente resultó que mis deberes eran bastante livianos; era un torneo junior y yo era meramente una representante. La ganadora fue una chica de trece años de pelo dorado. Nuestro grupo fue fotografiado y después me dieron quince minutos para retratar la mesa, desafortunadamente bañada de luz fluorescente, cualquier cosa menos fotogénica. Nuestra foto salió mucho mejor y agració la portada del diario del día siguiente, con el famoso tablero en primer plano. Después del desayuno fui al campo con un viejo amigo y cabalgamos en los rudos ponies islandeses. El de mi amigo era blanco y el mío negro, como dos caballos en un tablero de ajedrez.
Cuando volví, recibí el llamado de un hombre que se identificó como el guardaespaldas de Bobby Fischer. Se le había encargado arreglar un encuentro a la medianoche entre el Sr. Fischer y yo en el comedor cerrado del Hotel Borg. Yo debía traer mi propio guardaespaldas y no se me permitiría sacar el tema del ajedrez. Consentí a la reunión y después crucé la plaza hacia el club NASA donde recluté al técnico principal, un tipo confiable llamado Skills, para que hiciera de mi guardaespaldas. Bobby Fischer llegó a la medianoche: tenía puesta una parka de capucha negra. Skills también usaba una parka con capucha. El guardaespaldas de Bobby era mucho más alto que todos nosotros. Esperó junto a Skills fuera del comedor. Bobby eligió una mesa ubicada en un rincón y nos sentamos cara a cara. Me empezó a tomar examen inmediatamente emitiendo un rosario de referencias obscenas y racialmente repelentes que se metamorfosearon en un monólogo paranoico y conspirativo.
–Mire, está perdiendo el tiempo –le dije–. Puedo ser tan repelente como usted, sólo que sobre cuestiones diferentes.
Se quedó sentado mirándome en silencio hasta que finalmente se sacó la capucha.
–¿Sabe alguna canción de Buddy Holly? –me preguntó.
Durante las siguientes horas nos quedamos sentados, cantando canciones. A veces por separado, con frecuencia juntos, recordando fragmentos de las letras. En un momento él intentó el estribillo de “Big Girls Don’t Cry” en falsete y su guardaespaldas irrumpió en el comedor excitado.
–¿Está todo bien, señor?
–Sí –dijo Bobby.
–Creí escuchar algo raro.
–Estaba cantando.
–¿Cantando?
–Sí, cantando.
Y ése fue mi encuentro con Bobby Fischer, uno de los más grandes jugadores de ajedrez del siglo XX. Se volvió a poner la capucha y se fue justo cuando despuntaba el día. Yo me quedé hasta que llegaron los mozos a preparar el buffet del desayuno. Se me ocurrió, mientras se abrían las pesadas cortinas y la luz de la mañana inundaba el pequeño comedor, que sin duda a veces eclipsamos nuestros sueños con la realidad.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.