Sáb 30.04.2016
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EL PEQUEÑO DIOS PAN

› Por Mariana Enriquez

“No soy un hombre, no soy una mujer, soy algo que nunca entenderás”. Así dice la letra de “I Would Die 4 U”, una de las canciones centrales de Purple Rain, pero para los que veían la película en aquel lejano 1984 comprender o no las palabras era irrelevante: lo que se veía en pantalla era precisamente eso, un andrógino hipersexuado, un hombre menudo –bajito, delgado, frágil– que de pronto era una tromba sobre el escenario, abriéndose de piernas como una bailarina y después lamiéndose los labios con el torso insólitamente fuerte cubierto de sudor, lúbrico como un fauno. Ese disco, esa película, marcan la iniciación a Prince. Y es una iniciación en el sentido más preciso de la palabra: el sexo, la manera de comprenderlo, la idea de lo que debía ser un hombre, todo temblaba y se desmoronaba, especialmente con los shows en vivo y con esas letras bestiales. “Darling Nikki”, por ejemplo: “La conocí en el lobby de un hotel masturbándose con una revista”. Recuerdo que, cuando veía la película subtitulada en VHS, además de fascinarme por cómo Prince se garchaba el escenario con su pequeño y firme culo agitado bajo los pantalones negros, pensaba que quien se masturbaba era el narrador de la canción. Me costó entender que era Nikki, la chica. Hay muchos mitos y ruido en la relación de Prince con las mujeres –de hecho la película es tonta y pre-feminista: las veces que él golpea a la hermosísima Apollonia Kotero bajo excusa de “artista torturado” y la manera en que ella lo soporta resultan situaciones hoy inaguantables– pero algo es cierto: él puso, como pocos, el deseo de las mujeres en las letras de sus canciones, le dio un lugar central, algo que no es nada común, menos en la música negra y menos en un artista que, cuando escribía estas canciones tenía menos de 25 años.

Son tantas. “When Doves Cry” menciona el sudor de ella. En Purple Rain, la película, Apollonia recibe muy explícitas caricias en el clítoris –ella tiene la tanga puesta, pero la escena igual es poderosa–. En “Little Red Corvette” no está hablando de un auto, sino de una chica que anda con preservativos usados en el bolsillo y esa protuberancia roja, chiquita, queda en la vagina. Hay en la web un video homenaje a esa canción de Sandra Bernhard –la actriz lesbiana que tuvo una historia con Madonna– donde ella baila la canción casi desnuda: es hipnótico. En “Cream” le pide a la chica “que se ponga arriba”. En “I Love U In Me”, lado B de “Insatiable” de 1991 describe el sexo con su chica minuciosamente y promete, con cierta ingenuidad “no acabar antes que ella” (¡qué atento, como si fuese posible!). La lista puede seguir. Y completarse quizá con un tema problemático pero que abre otro juego: “Bambi”, una canción donde le dice a una chica lesbiana que “es mejor con un hombre”.

En The Revolution, aquella extraordinaria banda de los primeros tiempos, había una pareja de mujeres, Wendy y Lisa. Estuvieron hasta la disolución del grupo –después de la gira de Parade, hacia 1987– y se fueron enojadas: creían que él no les daba el lugar creativo que merecían. Seguro era cierto en la dinámica interna del grupo. Pero para afuera verlas era impactante, su presencia era icónica. Eran obviamente lesbianas y directas y orgullosas y tenían una actitud tan extraordinaria que daba gusto (¡lo que costaba conseguir muñequeras como las de Wendy hace 30 años!). Tuvieron mucha influencia en Around The World in a Day y, en un gesto sin precedentes y que no fue repetido, Prince las eligió para el malentendido: en Purple Rain, la película, él dice que la canción la escribieron ellas, es el cierre emotivo del melodrama púrpura y debe haber gente por ahí que crea que las chicas son autoras de la balada más hermosa del mundo (no lo son). Casi que, en la película, la redención de ese machito tarado que es The Kid/ Prince, la traen las mujeres. La hermana de Wendy, Susannah, fue líder de uno de los grupos de la escena de Minneapolis que Prince tomó bajo su ala, The Family. Susannah, además, era novia de Prince y para ella escribió “Nothing Compares 2 U”, la canción que Sinead O’Connor convirtió en un superéxito en 1991. A Prince nunca le gustó del todo la versión, quizá porque ya detestaba los covers –él era así: tampoco le gustaban los Beatles–. Aunque también es posible que su malhumor se debiera a que esa canción de desamor le resultaba muy privada. Por la misma época, le dio –esta vez con consentimiento– otra gran canción a una chica que quiso: “Manic Monday” para Susannah Hoffs, una de las cuatro The Bangles, la banda de mujeres más hermosa y menos reivindicada de la última mitad del siglo. Wendy decía que Prince “era una chica. A mí me miraba como las chicas lesbianas miran a las hétero”. Sheila E, la gran baterista, cantante y percusionista, colaboró con él durante toda su vida y Prince, burlonamente (hacia el público, nunca hacia la poderosa Sheila) decía, cuando ella terminaba sus solos deslumbrantes, “¿nada mal para una chica, eh?”. Meshell Ndegeocello, que es bajista, hacía shows enteros sólo con canciones de Prince, ¡un artista famoso por tener pocas líneas de bajo! En el sitio lésbico afterellen, una nota revela que, durante un tiempo, Prince fue para las chicas lesbianas lo que Madonna para los chicos gays. Una comentarista teoriza: “Yo creo que Prince era lesbiana, pero a lo mejor no sabía como manejarlo en ese momento”. Ella tenía su poster en la habitación y bajo la mirada del pequeño dios Pan se besaba con chicas.

Prince siguió escribiendo sobre sexo casi hasta el final, pero paulatinamente se fue volviendo más conservador en su lírica, en su vida y en sus opiniones personales (nunca, nunca en su música: ahí siempre fue el futuro). Por qué pasó esto entra en el terreno de la especulación y es un misterio hasta para sus biógrafos. Una teoría sostiene que su tardía conversión religiosa como Testigo de Jehová lo radicalizó. Y como toda radicalización religiosa, ésta también fue dañina. En 2013, en canciones como “Da Bourgeoisie”, hablaba otra vez de mujeres lesbianas, ahora en un triángulo donde él quedaba fuera, y decía: “Creí que habías dejado ese mundo sucio”. Wendy –que es la esposa de la directora de cine Lisa Cholodenko– suele decir que Prince no quería reformar The Revolution si ella y Lisa Coleman no cambiaban su “estilo de vida” y que solía retarlas. Pero Wendy, a pesar de que debían dolerle las palabras del amigo, lo contaba con cierto cansancio. Como si dijese: sigue siendo un genio y sigue siendo adorable, pero si siempre fue raro, ahora es rarísimo y esto no tiene vuelta atrás. No la tenía. Si uno ve los últimos años de Prince, el activismo profesional contra los servicios streaming y las discográficas, el cambio de nombre y la locura de tocar sin parar hasta quedar agotado son, ciertamente, la parte hermosa de su extravagancia, su visión artística, su individualidad ingobernable. La parte fea era realmente alarmante: se obsesionó con el predicador, comediante y activista Dick Gregory, que es un experto en conspiranoias; él mismo se puso paranoico con cosas tan extrañas como las “estelas químicas”, es decir, creía que los rastros que dejan los aviones en el cielo no son tales sino restos de veneno flotante. Cuando en 1996 murió su hijito Boy Gregory, de apenas una semana de vida, como consencuencia del devastador Síndrome de Pffeifer, él y su bella esposa Mayte García aparecieron en el programa de Oprah y dieron una nota fingiendo que el niño seguía vivo: incluso hicieron un tour terrorífico por la habitación decorada que el chiquito nunca llegó a usar. Es posible que su radicalización religiosa lo haya matado: se dice que necesitaba una operación de cadera (¡mucho taco alto!) y que la rechazaba porque los testigos de Jehová se niegan a las tranfusiones de sangre. El jueves pasado, los tabloides del mundo decían que murió de complicaciones provocadas por el vih y que se negaba a la medicación porque esperaba que lo curase la mano de Dios. Son rumores, claro, no pueden ser otra cosa teniendo en cuenta el secretismo que eligió para su vida, pero es cierto que murió más conservador de lo que vivió. Aunque hasta el fin siguió taconeando y absolutamente fabuloso: el afro, los anteojos, las capas, los brillos, los shows, los trajes exquisitos, el cuerpo juvenil. Un divo, un dandy, vivía y murió frente a un espejo. Y un Dorian Gray: Prince decía que no creía en el tiempo y que por eso no pasaba para él. La declaración parece otra de sus locuritas pero, reventar o creer, en Purple Rain parecía mayor de lo que era y a los 57 parecía de la misma edad que tenía en Purple Rain.

Ante su cuerpo todavía sensual y joven, encontrado en el ascensor de su complejo-mansión-megaestudio Paisley Park, un cuerpo que iba de fiesta en fiesta y trabajaba como esa otra bestia del funk que fue James Brown, cabe recordar a tantas estrellas de la música negra y sus alrededores que tuvieron muertes desoladas, a destiempo. Whitney Houston encontrada en su bañadera, sobredosis, y su hija, después de un largo coma, muerta meses después. Michael Jackson: su médico lo encontró agonizando en la cama y es mejor no pensar demasiado en sus últimos y retorcidos años. Charlie Parker en una habitación de hotel, mirando televisión, devorado por la adicción, un infarto, la cirrosis (Parker, como Prince, sufrió una desgracia con su hija Pree, que murió muy pequeña de fibrosis quística). Marvin Gaye asesinado por su propio padre, dos disparos. Sam Cooke, a los 33 y de un tiro en un motel de California. Otis Redding a los 26 años en un accidente de avión, un vuelo que salió a pesar del mal tiempo porque la gira debía continuar, días después de grabar “Sitting On The Dock Of The Bay”. Billie Holiday con insuficiencia cardíaca y cirrosis, esposada en una cama de hospital, con 70 centavos de dólar en el banco y 750 en sus bolsillos. ¿Hay una forma grata de morir? Quizá no. Pero la muerte fue muy ingrata con ellos, que hicieron la mejor música del siglo XX; y también fue ingrata con alguno de los hijos de su música, Elvis que creció viendo coros gospel y murió solo en el baño de Graceland, Hank Williams, que aprendió a tocar la guitarra con un hombre negro y murió en la parte de atrás de un auto, de noche, durante una gira que su debilidad debió prohibirle pero que sus promotores, y su desesperación convirtieron en la última, a los 29 años.

Prince no la tuvo tan mal, teniendo en cuenta a sus compañeros de eternidad. Dicen que antes de morir pasó más de cien horas sin dormir. Que hizo su fiesta de siempre. Que les dijo a los invitados “no anden gastando rezos por mi”. Pero hubiese sido lindo para él una vejez enloquecida y productiva y quizá una second line en Nueva Orleans, en la Louisiana de sus abuelos, con su imagen de viejo tan sabio como loco, la cabeza llena de ritmo y los dedos aún veloces a pesar de la artritis. Le hicieron un homenaje en Nueva Orleans, cómo no: en el cielo azul se trazó su nombre y el signo que es amor y es paz y es hombre y es mujer. Y los miles que participaron y cantaron sus canciones por las calles, vestidos de púrpura, iban medio desnudos algunos, hubo mujeres ancianas vestidas de seda violeta, chicas del brazo de chicas, hasta indios de Mardi Gras, que le hicieron el honor. El ataúd que llevaban, claro, estaba vacío: su cuerpo esperaba la autopsia en la fría Minneapolis. Pero no importa porque él ya es purpurina en el viento, un demonio del polvo, el príncipe que no quiso ser un esclavo en el cielo y prefirió reinar en la tierra.

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