Sáb 30.04.2016
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> LA CONEXIóN ARGENTINA

MÚSICO DE MÚSICOS

› Por Juan Andrade

“My name is Prince”. El pequeño gigante de Minneapolis, parado en el centro del escenario con su vestimenta de alteza pop, los pelos batidos y una barba sin bigote, saludó con estas palabras a los 25 mil presentes, en un estadio de River que lucía baches por todos lados. Corría la noche del 21 de enero de 1991 y el genio que había abierto las puertas del futuro para la música afroamericana venía a anunciar, sin que nadie pudiera todavía percatarse de ello, uno de sus próximos pasos: después de grabar Diamonds and Pearls, reducido su nombre a apenas un signo que reunía a los vectores masculino/femenino, “My name is Prince” se iba a titular el tema que abría el álbum conocido como Love Symbol.

Fueron unos 80 minutos de recital. Una quincena de temas que, medleys de por medio, quedó reducida a una decena. Una combinación rarísima de éxtasis e insatisfacción: los asistentes a la segunda fecha del festival Rock & Pop de aquel año recibieron una dosis de avanzada musical en su máxima potencia y se retiraron del Monumental con ganas de más. El tipo que encontraba en los pliegues del deseo su motor creativo, conocía la duración mínima del show estipulada por contrato, pero también sabía cómo dejar a una multitud en llamas. “Nos quedamos muy calientes, pero ¿recuerdan algún otro concierto en el que al terminar hayan sentido algo tan intenso?”, planteaba en el cierre de su crónica el periodista Juan Manuel Cibeira.

Horas antes del intenso y caliente desenlace de aquella noche de verano, el reconocimiento del escenario que hicieron Prince y su equipo tuvo un testigo de lujo. Luis Alberto Spinetta no se quiso perder detalle de la perspectiva menos pública de un artista que se destacaba como compositor, cantante y multiinstrumentista, pero que también brillaba con luz propia como guitarrista. “Prince es un músico avanzado. Pude comprobarlo en la prueba de sonido, y me volví loco. Quizás a mucha gente le resulte incomprensible su música, pero a mí me deslumbra”, le contaba el Flaco al Sí de Clarín. “Lo que hizo en escena fue impecable y más bien que lo hubiera escuchado varias horas más”, agregaba, en alusión a la brevedad del set.

FARO ESTÉTICO

Otro peso pesado del rock argento que presenció el primer y único desembarco del príncipe del reino funkysoulero en el Río de la Plata fue Charly García. Y cayó rendido a sus pies, casi literalmente. “No me parece nada nuevo, hace rato que lo conozco”, se ufanaba el capo del bigote bicolor. “Que haya tocado en Buenos Aires me parece un milagro. Para mí el show no fue corto: si seguía me desmayaba. Fue demasiado, para muestra basta un botón. Él es un verdadero transgresor, se puede tomar atribuciones de cualquier tipo. Yo tenía miedo: soy fanático de Prince, es el mejor músico del mundo”, completaba, todavía conmovido por la experiencia de haberlo escuchado en vivo, de local y con su oído absoluto.

Tanta devoción de parte de Charly podía resultar incluso desconcertante, pero no por eso era menos sincera: la revuelta estética emprendida por Prince fue uno de sus principales faros en los 80. En la era del videoclip, las canciones animadas del de Minneapolis no alcanzaban los niveles de altísima rotación de las de Michael Jackson, la otra gran figura que venía a renovar la tradición de la escuela Motown. Voluntariamente o no, fueron García y también Fito Páez los encargados de darle a la obra de Prince la trascendencia que merecía por estos lados, vía sucesivas entrevistas. El boca en boca que desataron funcionó como un mecanismo de difusión alternativo, que explica en parte la particular condición de Prince en el país: entre la celebridad pop y el artista de culto.

Más importante que esas pistas que podían sembrar para que el público fuera en busca de los discos de una estrella que convivía en el podio de la época junto a Jackson y Madonna, fue la permeabilidad que sus propios trabajos demostraron a la hora de asimilar esa influencia. En el caso de García, se suele apuntar como ejemplo a “Buscando un símbolo de paz” de Parte de la religión (1987) o al quizás más obvio “Fanky”, de Cómo conseguir chicas (1989). Curiosamente, muchos asocian este último a “Another Brick in the Wall” de Pink Floyd, por la contundencia de la línea de bajo y la elasticidad funk de la viola. Un dato que habla por sí solo de la importancia relativa que a veces se le da a la obra de Prince en estas tierras.

La huella princeana se puede detectar más tempranamente en su discografía solista. Las ricas proteínas de los primeros álbumes de Prince ya habían sido metabolizadas por García cuando se marchó a Nueva York para registrar esa obra maestra titulada Clics modernos (1983), algo que se percibe en piezas emblemáticas como “Nos siguen pegando abajo” y “No me dejan salir”. También hay una afinidad que une a la intro de sintetizador casi tecno de “Dirty Mind” con el nervio rockero de la base que propulsa “Demoliendo hoteles”, de Piano bar (1985). Y así podríamos seguir un largo rato, incluyendo a los dichos del propio Charly, que alguna vez señaló que Prince se inspiró en “Canción para mi muerte” para componer nada menos que “Purple Rain”, algo que demostró grabando una sorprendente versión a-lo-Prince de aquel tema de Sui Generis durante las sesiones de Piano bar, rescatado en la reedición en CD.

AGUAS ABIERTAS

Al igual que uno de sus maestros locales, Fito Páez no sólo se encargó de resaltar la dimensión artística de Prince con sus declaraciones públicas, sino que también dejó traslucir esa fascinación en sus propios discos. Tal vez sea la virtual dupla de álbumes configurada por Ciudad de pobres corazones y Ey! la que condensa de manera más acentuada esa vertiente en la producción del rosarino: le inyecta a sus composiciones no sólo el pulso más bailable de la música afroamericana (“A las piedras de Belén” y “Bailando hasta que se vaya la noche” del primero; “Solo los chicos” del segundo), sino también las texturas aterciopeladas del soul (“Fuga en tabú” y “Nada más preciado”; y “Dame un talismán”, respectivamente).

Claro que las ramificaciones de la luz púrpura se extienden hacia otras regiones del mapa del rock local. Sin forzar demasiado la cuestión, cabría preguntarse cuánto de esa energía vibra en la cuerda de un funk potente como “La mosca porteña”, de los primeros Divididos: la vena hendrixiana podría haber actuado ahí como puente. O, más acá en el tiempo, cuando los Babasónicos le cantan a la “estrella unisexual” en “Camarín”, de Jessico, ¿no están aludiendo acaso al fauno andrógino que ya integra la mitología clásica del género, a la figura que hizo de la ambigüedad un arte? Dejando de lado las suposiciones, Ale Sergi es un fan confeso: los falsetes de Prince son un punto de referencia en Miranda!, pero además tiene alrededor de 150 discos suyos, entre compactos y vinilos.

Al igual que Sergi, Emmanuel Horvilleur lo descubrió gracias a la película Purple Rain. Fue en el living de los Spinetta y su primera reacción, cuando pasaba frente al televisor junto a Dante, fue de extrañeza. “¿Quién es este imitador trucho de Michael Jackson?”, se preguntaron los adolescentes que años más tarde fundarían Illya Kuryaki and the Valderramas. Lo cierto es que ese pequeño hombrecito que protagonizaba la cinta que papá Luis Alberto había puesto en la videocasetera, se terminaría convirtiendo en una de las fuentes en las que abrevaría la banda. “Es raro mantener héroes musicales a través del tiempo, pero Prince lo sigue siendo hasta el día de hoy: es una de mis influencias más marcadas”, contó Horvilleur en el programa Héroes del rock de CMTV.

En la misma entrevista, Horvilleur daba una clave que permite entender su legado en estas tierras: “Siento que en Argentina no es un músico tan ‘de la gente’, sino un músico al que respetan mucho los músicos”. “Primer aventurero, después de Hendrix, que se lanza a otras aguas o, mejor dicho, va a la conquista de todas las aguas”, lo definió Fito Páez al cumplirse el 50° aniversario de su nacimiento. “Prince es un artista inagotable, dueño de una producción desmesurada”, escribía el rosarino. Y concluía que en su obra late “una declaración absoluta de la individualidad por sobre los prejuicios y un ejemplo de libertad creativa apabullante, que hoy sigue siendo un estímulo para aquellos que intervienen en la música. My name is Prince and I am funky”.

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