La compleja, fascinante y filosófica obra de Liliana Herrero
› Por Mariano del Mazo
La oscuridad de Imposible habrá que enmarcarla dentro de una idea que Liliana Herrero agitaba en la época de Este tiempo (2011): que cada disco dialoga, precisamente, con su tiempo. Ya Borges decía que no se puede ser otra cosa que “fatalmente contemporáneo”. El álbum que acaba de salir es de un tono mate, con brillos apagados. Es de un vibración seca, en sintonía tal vez con un tembladeral político que todo lo tiñe. Se puede pensar que esta Liliana Herrero está en las antípodas de aquella que rockeaba a su manera hace casi treinta años, cuando se adelantó de la mano de Fito Páez a la lúcida operación hendrixiana realizada por Divididos con “El arriero” de Yupanqui. Pero no es exacto, ese contraste es aparente. Engaña. En cada uno de los discos –y son muchos, y zigzaguean– mostró una incomodidad artística radical que la ubicó siempre en un sitio oblicuo. Desde esa incomodidad trazó un plan estético en el que destaca una vanguardia empecinada que rompió la forma de interpretar folklore. Inauguró un canto “fuera de quicio”. Por ese quiebre, por ese surco, transitan hoy muchas cantantes. Luciana Jury es la que arremete por la huella con paso más firme y personal.
Ahora que en Imposible decidió dialogar con su infancia, con su pueblo y con un repertorio apretadamente folklórico instalado en su memoria –trazando una analogía, funciona como el Escondido en mi país de Mercedes Sosa– resulta interesante echar una mirada sobre esa obra, un corpus formidable y complejo. Una trama espesa, que interactúa no sólo con el folklore y más ampliamente –y para ser justos– con una ancha y armónica concepción de la música popular, sino también con círculos académicos e intelectuales, con la tradición, con la modernidad, con los medios de comunicación y con los avatares políticos. Abruma volver a escuchar en un par de tardes toda la obra de Liliana Herrero en orden cronológico. El sistema de referencias asoma como el señalador de un libro que no se puede dejar de leer. Está Fito Páez como figura rectora de los primeros discos, está Juan L. Ortiz, autores esenciales (Cuchi Leguizamón, Atahualpa Yupanqui, Ramón Ayala, Eduardo Falú, Teresa Parodi, Violeta Parra y otros, pero también Luis Alberto Spinetta, Fernando Cabrera, Coqui Ortiz, etc.), Horacio González y muchos más. El sistema de referencias, al fin, puede eludir los nombres propios: se condensa en el río como concepto y en la filosofía. Liliana Herrero es exactamente una cantante de río que se fue a la ciudad a estudiar filosofía.
En ese sentido, la entrerriana concibió en 2005 una obra maestra titulada Litoral, álbum doble que navega el Paraná y el Uruguay, una maravilla para develar tema a tema con paciencia de pescador. El track 11 del disco dedicado al Paraná es ella recitando el poema “Fui al río” de Juan L. Ortiz, con el fondo del acordeón de Raúl Barboza. Un instante epifánico: “Fui al río, y lo sentía cerca de mí, enfrente de mí./ Las ramas tenían voces que no llegaban hasta mí./ La corriente decía cosas que no entendía./ Me angustiaba casi./ Quería comprenderlo,/ sentir qué decía el cielo vago y pálido en él/ con sus primeras sílabas alargadas,/ pero no podía./ Regresaba/ –¿Era yo el que regresaba?–/ en la angustia vaga de sentirme solo entre las cosas últimas y secretas./ De pronto sentí el río en mí,/ corría en mí con sus orillas trémulas de señas,/ con sus hondos reflejos apenas estrellados./ Corría el río en mí con sus ramajes./ Era yo un río en el anochecer,/ y suspiraban en mí los árboles,/ y el sendero y las hierbas se apagaban en mí./ Me atravesaba un río, ¡me atravesaba un río!”.
Aún con sus diferentes características de repertorio y producción artística, los discos siguientes (Igual a mi corazón de 2008, Este tiempo de 2011 y Maldigo de 2013) se pueden escuchar como una trilogía. Consolidan un puente contemporáneo, que se vuelve irresistible en el hallazgo y pulido interpretativo del insondable talento de Fernando Cabrera. Las canciones del uruguayo encontraron en Herrero una manera dolida, lejana y cercana, una hondura neutra. Temas como “La casa de al lado”, “La garra del corazón” o “Dulzura distante” destaparon la olla de un autor de una extraña genialidad. Ya en Confesión del viento (2003), en el enorme tema que le da título, de Juan Falú y Roberto Yacomuzzi, Herrero había ensayado esos modales laxos de interpretación que impuso luego con Cabrera. Y si en Este tiempo profundiza el link rioplatense con versiones de Hugo Fattoruso, Pitufo Lombardo, Jaime Roos y Rubén Rada, también extiende el lazo hacia otros compositores argentinos algo ocultos y no menos esenciales, como Guillermo Klein y Diego Schissi. Maldigo tiene algo de gesto abismal, ya desde su título. Herrero reflexiona sobre qué significa exactamente “cantar bien” y maldice. Descubre y reinventa el Miguel Abuelo más juglaresco (“Oye niño”), larga con el desolador “Bagualín” de Fernando Barrientos y entre la clemencia y la iracundia interpreta al Yupanqui más social (“Trabajo quiero trabajo”).
¿Qué significa cantar bien? La respuesta la tiene Liliana Herrero. Los dos trabajos conceptuales compartidos con Juan Falú sobre las obras de Leguizamón– Castilla y Falú-Dávalos, y el disquito de tres piezas de Gardel y Le Pera que acaba de salir junto a Imposible (Tres tangos errantes, un rescate de una trasnoche espectral de 2003 en un estudio de grabación con Gerardo Gandini al piano, puro whisky, amistad y buen gusto) abren en su economía instrumental nuevos caminos, como destellos que piden ser continuados: más duplas compositivas, más tangos. Porque allí camina por caminos demasiado transitados que quedan blanco sobre negro respecto a otros caminos, que ella inaugura y que luego de su paso se vuelven intransitables (por caso su “Palabras para Julia”, de Paco Ibañez y José Agustín Goytisolo, clausura definitivamente el tema). Porque confirma, al fin, lo que sabemos: que es una cantante excepcional.
Alguna vez Mercedes Sosa le dijo: “Vos te inventaste un modo de cantar sobre algo complicadísimo, algo que no pide el tema”. Hay que ser una intérprete de semejante peso específico para disparar una sentencia tan clara. Ese invento al que refirió Mercedes Sosa es la matriz artística de Liliana Herrero. El espesor de la trama. Una suerte de búsqueda eterna, una insatisfacción, una reformulación constante de la tradición, una imposible apropiación, como quien funda la memoria del futuro.
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