A PROPOSITO DE JAMES ELLROY
Perro que ladra
POR RODRIGO FRESAN
Yo vi –y oí– ladrar a James Ellroy. Fue en el 2001, en Madrid. Ellroy (Los Angeles, 1948) había llegado a España para presentar su flamante y monumental Seis de los grandes –segunda entrega de su magistral trilogía USA Underworld, que se inauguró en 1995 con América y promete concluir en el 2005 con Police Gazette–, y los encargados de prensa de la editorial estaban nerviosos: la noche anterior, Ellroy casi había mordido a un tipo que se había atrevido a fumar en su presencia (Ellroy odia el humo) y esta mañana estaba de pésimo humor. Así que Ellroy se sentó frente a los periodistas, sonrió con una sonrisa llena de dientes, dijo que era un hombre “muy maaaaaaaaaaaaalo”, envió un saludo a Hemingway y a Franco y después ladró. Ladró fuerte y ladró largo. De ahí que Ellroy se haya autobautizado a sí mismo con el apodo de Demon Dog.
Nada de esto impide –por más que, como me lo confesó un joven publisher de prestigiosa editorial norteamericana, la intelligentzia establecida y los jóvenes en ascenso lean a Ellroy a escondidas– que el perro en cuestión sea uno de los más importantes escritores en actividad de su país. Si Philip Roth es el Gran Escritor Judío, Thomas Pynchon & Don DeLillo & Paul Auster son la Gran Tríada Posmo, John Updike es el Gran Escritor Wasp y Toni Morrison es la Gran Escritora Negra, entonces Ellroy es el Gran Escritor Monstruo, sitio alguna vez ocupado por Mailer y en el que, hoy por hoy, nadie le hace sombra ni le roba luz. Ahí está la evidencia incuestionable de esas dos obras maestras que son las ya mencionadas entregas de una trilogía en la que Ellroy saca a la superficie la mierda más oscura de Norteamérica para embadurnar –con la ayuda del ficticio heavy Pete Bondurant, héroe “distinto”, amoral, pero, al mismo tiempo, de una pieza, íntegro, duro– los rostros de los Kennedy, Martin Luther King, Howard Hughes, Edgar J. Hoover, y sigan pasando que hay más lugar al fondo.
Y aquí está todo lo que vino antes: las novelas del Cuarteto de Los Angeles condimentadas por la figura del sádico y corrupto teniente de policía Dudley Smith (La dalia negra, El gran desierto, L.A. Confidencial, Jazz blanco); la Trilogía Lloyd Hopkins (Sangre en la luna, A causa de la noche, La colina de los suicidas); la novela à la Chandler (Réquiem por Brown); ese logradísimo divertimento sobre la mística del asesino serial (Silent Terror); una de las mejores colecciones de relatos (Dick Contino’s Blues); ese bizarro thriller gótico-noir con sectas religiosas donde Ellroy aparece como una suerte de niño mesías monstruoso (Clandestino); los ensayos reunidos (Ola de crímenes y Destino: Morgue); y, last but not least, su alabada memoir detectivesca en recuerdo de su madre estrangulada: Mis rincones oscuros.
Pero, por encima de todo, Ellroy es su prosa adictiva, su estilo inmediatamente reconocible, la manera en que escribe como si lanzara ráfagas de balas desde las tripas de un saxo sostenido por los guantes de boxeo de un campeón peso pesado. En los libros de Ellroy no sobra una palabra ni falta una letra. Tampoco le hace asco a nada. Pensar en Ellroy como en uno de esos artistas que ha construido y confesado una obra a partir de sus obsesiones más siniestras e íntimas, fundiéndolas con el fango podrido de una nación psicótica: los asesinatos jamás resueltos de la Dalia Negra y de la mujer que lo parió a él, una infancia difícil y una juventud compleja, y un país con demasiados secretos a voces y patriotas corruptos y santos a derribar de los altares. Un escritor paradójicamente “moral”, que se propuso “desmitificar toda una era para después crear una nueva leyenda que brote de las cloacas y ascienda hasta las estrellas”, porque “América nunca fue inocente”.
Por eso ladra.
Y muerde.