"La columna dorsal de la literatura norteamericana del siglo XX ha sido construida por dos novelistas: William Faulkner y Saul Bellow. Juntos, son el Melville, el Hawthorne y el Twain del siglo XX."
Philip Roth
Por John Cheever
Saul Bellow llega (a Yaddo, la colonia de escritores) a las once y media. Tiene la cara pálida y delgada, los ojos descomunalmente grandes, con ese blanco sorprendente, y siento la profunda y a veces incómoda sensación de camaradería que sentiría con un extraño en un tren, como si en algún punto entre Montreal y Chicago hubiéramos compartido el peso de un tío autodestructivo. No es amistad ni conocimiento; pero cuando cruza el hall para decirme adiós, mi instinto es retenerlo, rogarle que se quede, aunque nunca tengo demasiado que decirle. Él prácticamente ha terminado otra novela, y yo no.
Saratoga Springs, 1961.
En Los diarios de John Cheever (1990).
Por William Kennedy
Conocí a Saul Bellow en San Juan, en 1960, cuando se desempeñaba como profesor visitante en la Universidad de Puerto Rico y se encontraba en plena redacción de Herzog. Tenía cosas valiosas para decirme sobre lo que yo estaba escribiendo por aquel entonces, y sobre todo me hizo observaciones que todavía recuerdo: que el personaje es el elemento individual más importante al evaluar la valía de un autor; que un escritor no debe ser parsimonioso con su trabajo sino “pródigo, como la naturaleza”, que usa millones de espermatozoides cuando sólo uno es necesario para crear vida. También dijo que “la mayoría de los escritores no sabe mucho sobre la sociedad norteamericana porque están acostumbrados a observarla desde el punto de vista del inocente o el ignorado. Y en Estados Unidos, las fuentes del poder real jamás serán reveladas a los inocentes y a los ignorados”.
En Riding the Yellow Trolley Car (1993).
Por Alberto Moravia
Saul Bellow era un intelectual muy agudo que, sin embargo, no hablaba de literatura sino de cuestiones normales, bastante comunes. Cuando lo conocí también me pareció un gran neurótico, un neurótico de una especie difícil de definir. Le tengo aprecio por varias razones. Primero por sus libros, siempre extremadamente agradables, algunos francamente bellos, que ofrecen la visión de la sociedad norteamericana de alguien que pertenece a ella. La novela que prefiero es Carpe Diem, la breve y conmovedora historia de un padre y un hijo. La segunda razón de mi aprecio es algo que un romano como yo no puede pasar por alto: Bellow parece un cardenal o un obispo, de los que tienen la mirada benevolente y la prudencia sardónica. Sé que desaprueba lo que escribo sobre asuntos sexuales, pero eso es lógico en un gran prelado.
En Vida de Moravia (2000), escrita junto a Alain Elkann.
Por Ian McEwan
Cuando muere un gran escritor –un acontecimiento poco habitual, ya que se trata de una raza escasa– ofrecemos nuestros respetos con una visita a nuestra biblioteca o a una librería; el lamento y la celebración se funden honorablemente. Pasará algún tiempo antes de que tomemos conciencia de la verdadera magnitud de los logros de Saul Bellow, y no hay motivo para no empezar con algo pequeño, una frase que ya forma parte de nuestro mobiliario mental y de los placeres de la vida. Después de todo, un buen lector –como Nabokov advirtió a sus alumnos– “debería notar y disfrutar los detalles”. Los amantes de Bellow suelen evocar un perro que ladra desamparado en Bucarest durante la larga noche de la dominación soviética en Rumania. El perro es oído por un visitante norteamericano, Dean Corde, el típico héroe soñador bellowiano de El diciembre del decano, quien se imagina esos sonidos como una protesta contra la estrechez del entendimiento canino, y ruega: “¡Por el amor de Dios, abran el universo un poco más!” Aprobamos esa observación porque, en un sentido, somos ese perro, y Saul Bellow nos oyó y nos complació.
Por Elizabeth Hardwick
Conocí a Saul Bellow en los círculos literarios de la Partisan Review, al comienzo de su carrera. Todos éramos conscientes de su enorme sentimiento de valía, que él compartía de un modo adecuado. También recuerdo un buen número de mujeres jóvenes que, en el momento de presentarse, decían: “Hola, soy la novia de Saul Bellow”. Sin embargo, fue la brillante Dangling Man la que terminó dejando su marca.
Por Martin Amis
En la antesala del Arts Club, el señor Bellow era identificable no por ciertos signos de decadencia sino por su figura compacta y aseada y por su expresión de cortés vigilancia. Yo tenía conmigo un ejemplar de El diciembre del decano, por entonces su última novela, que estaba releyendo. “Como verá –me dijo cuando entramos al comedor–, éste no es para nada un club de artes.” De hecho, el pomposo restaurante era uno de los muchos ejemplos del flirteo (o la relación paródica) de Chicago con la alta cultura. “Ahí hay un Braque, un De Kooning, un dibujo de Matisse. Pero sólo es un club para que almuercen amas de casa elegantes.”
Bellow tiene 68 años. Su pelo es blanco y periférico, pero los ojos todavía son del color de la cocaína cara. La boca, generosa y a la vez combativa, combinada con las cejas arqueadas, le dan a su cara una redondez animada. En reposo, la cara es más cuadrada y dura. Parece una tortuga omnisciente.
En The Moronic Inferno, and Other Visits to America (1986).
Por Arthur Miller
En 1956, yo había ido a pasar a Pyramid Lake las primeras seis semanas de mi divorcio en Nevada. Saul Bellow, con quien compartía editor, Pascal Covici de Viking Press, estaba en Nevada por el mismo motivo, y Covici le había pedido que me ayudara a encontrar un lugar donde vivir. Bellow había tomado una de las dos cabañas frente al lago. Yo tomé la otra. Él estaba trabajando en su novela Henderson, rey de la lluvia.
Nos rodeaba una cortina de montañas bajas y grises que cambiaba permanentemente sus magentas al ritmo del sólido silencio de los días. A veces, Saul pasaba media hora detrás de una colina, a un kilómetro de las cabañas: vaciaba sus pulmones rugiendo a la quietud, un ejercicio de self-contact, supongo, y el acontecimiento del día. Ya había acumulado una biblioteca lo suficientemente grande como para satisfacer a una universidad pequeña.
Una vez por semana íbamos en su Chevrolet hasta Reno a comprar verduras y lavar la ropa. No nos cruzábamos con un solo auto en los sesenta kilómetros de viaje. Era un buen lugar para pensar para quien se atreviera a hacerlo, y había suficiente espacio para la esperanza y privacidad para la desesperación.
En Timebends: A Life (1987).
Por Alfred Kazin
Conocí a Saul Bellow cuando acababa de llegar de Chicago: arrastraba una conciencia de su destino como novelista que excitaba a todos los que lo rodeaban... Mientras lo acompañaba a cruzar el puente de Brooklyn y le mostraba mis calles favoritas en Brooklyn Heights, miró mi ciudad con un desprendimiento asombroso. Parecía estar midiendo las fuerzas ocultas de cada una de las cosas del universo, desde la mugre industrial de los alrededores del puente hasta las prima donnas de la novela norteamericana, desde los últimos efectos producidos por Hitler hasta las tensiones de masas en Nueva York. Estaba midiendo el poder que tenía el mundo para resistírsele, se estaba erigiendo a sí mismo en contrincante. Aunque era amistoso, sin pretensiones y divertido, tenía una ambición y un sentido de la dedicación que nunca antes había visto en un intelectual judío: Bellow esperaba que el mundo fuera hacia él. Se había prometido un gran destino. Iba a tomar más que el resto de nosotros.
Nueva York, 1943.
En New York Jew (1978).
Por Philip Roth
Bellow me dijo en cierta ocasión: “En alguna parte de mi sangre judía e inmigrante hay claras huellas de duda sobre si tengo o no tengo derecho a ejercer el oficio de escritor”. Con ello venía a indicar que, al menos en parte, esa duda impregnaba su sangre porque “nuestro querido establishment blanco, anglosajón y protestante, integrado mayormente de profesores formados en Harvard” no consideraba que un hijo de inmigrantes judíos estuviera calificado para escribir libros en inglés. Esa gente lo sacaba de quicio.
Puede haber sido el precioso don de una cólera adecuada lo que lanzó a Bellow a escribir este tercer libro suyo no con las palabras “Soy judío, hijo de inmigrantes”, sino muy diferentemente, permitiendo que ese hijo de inmigrantes judíos que es Augie March rompiera el hielo con los profesores formados en Harvard (y en cualquier otro sitio) decretando rotundamente, sin excusas ni combinaciones de palabras: “Soy norteamericano, nacido en Chicago”.
Abrir Augie March con esas cinco palabras da muestras del mismo gusto por la afirmación que los hijos musicales de los inmigrantes judíos –Irving Berlin, Aaron Copland, George Gershwin, Ira Gershwin, Richard Rodgers, Lorenz Hart, Jerome Kern, Leonard Bernstein– aportaron a las radios, teatros y salas de concierto de Estados Unidos, reclamando su derecho a Norteamérica (como tema, como inspiración, como público) en canciones del tipo de “God Bless America”, “This Is the Army, Mr. Jones”, “Oh How I Hate to Get Up in the Morning”, “Manhattan” y “Ol’Man River”; en musicales como Oklahoma!, West Side Story, Porgy and Bess, On the Town, Show Boat, Annie Get Your Gun y On Thee I Sing; en músicas para ballet como Appalachian Spring, Rodeo y Billy the Kid. En los años ‘10, cuando la inmigración aún estaba en marcha, en los ‘20, en los ‘30, en los ‘40, incluso ya entrados los ‘50, ninguno de aquellos chicos criados en Estados Unidos, cuyos padres o abuelos hablaban idish, tenía el más pequeño interés en escribir cosas kitsch sobre villorrios judíos, como ocurrió en los ‘60 con El violinista en el tejado. La emigración de sus familias los había liberado de la ortodoxia piadosa y del autoritarismo social que constituían una caudalosa fuente de claustrofobia de villorrio, de modo que ¿por qué iban a hacerlo? En un país secular, democrático, nada claustrofóbico, como Estados Unidos, Augie –él lo dice– hará “las cosas como yo mismo me he enseñado a hacerlas, al estilo libre”.
Esta afirmación de ciudadanía inequívoca, indeleble, en la Norteamérica del estilo libre (y el libro de quinientas y pico páginas que la sigue), era precisamente el toque de osadía requerido para abolir las dudas que a alguien pudieran quedarle sobre las credenciales literarias norteamericanas de un hijo de inmigrantes como Saul Bellow. Augie, muy al final del libro, exclama con su habitual exceso: “Miradme cómo voy a todas partes. Soy una especie de Cristóbal Colón de los que tengo a mano”. Yendo a donde sus superiores en pedigrí nunca habrían creído que tuviera derecho a ir con el lenguaje norteamericano, Bellow fue, es cierto, el Cristóbal Colón de la gente como yo, de los nietos de inmigrantes que quisieron ser escritores norteamericanos detrás de él.
En El oficio: un escritor, sus colegas y sus obras (2001).
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