Dom 28.08.2005
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MALVINAS Y LA FICCIóN

Allá lejos y hace tiempo

› Por Claudio Zeiger

Algo activó Malvinas (la guerra de y la simple existencia de las islas) en la literatura argentina. Entiéndase “literatura” en sentido amplio y poroso: ficción y no ficción; cuentos de Rodrigo Fresán y Carlos Gardini (“El aprendiz de brujo” y “La soberanía nacional”; “Primera línea”), artículos y ficciones alucinadas de Perlongher, y desde ya Los pichiciegos de Fogwill y Las islas de Gamerro, títulos que además han funcionado como emblemas. No es que exista una robusta “literatura de Malvinas” como quien dice “libros sobre Vietnam”. Ni siquiera se puede pensar en un corpus o un nicho sino apenas en una persistencia desde 1982 en adelante. Dos por tres, vuelve Malvinas. O la guerra o las islas. Tan lejanas y frías.

Los pichiciegos empieza describiendo la nieve “que no era así, le pareció. No amarilla, como crema; más pegajosa que la crema”; y un poco más adelante: “En el televisor la nieve es blanca. Cubre todo. Allí la gente esquía y patina sobre la nieve”; se entiende que habla de la nieve de los que están de vacaciones de invierno, despreocupada nieve, mientras que la verdadera, la de las islas, comprueba un soldadito, es “jabonosa y marrón”. En 5000 adioses a Puerto Argentino (uno de los libros más sinceros sobre el tema, de Daniel Terzano), el autor, que efectivamente pisa el suelo de las islas, paradójicamente escribe: “Estamos dentro de un televisor, exactamente dentro de la imagen que hemos visto en los últimos quince días: no hay marchas, ni arengas, ni consignas, ni discursos, pero estamos en las islas Malvinas (en las dos a la vez), somos parte de la Gran Imagen, de la Historia... Un aire de aventura que nos venía acompañando se acentúa, y también un cierto y ligero y tenue y oscuro aire de irrealidad”.

Esa lejanía irremediable (todos los que no pisamos las islas, todos los que estuvieron y no volvieron para contarlo, los pocos que estuvieron y escribieron sin dejar de sentir el aire oscuro y tenue de irrealidad) fue convirtiendo a Malvinas en la idea de unas islas, en las islas que cada vez más se fueron despegando de lo real y entramando con la fantasía desbordada (Fresán, Gamerro, la novela policial Kelper de Raúl Vieytes), convirtiéndose en las islas de la fantasía y el mito de una guerra absurda, el mito de una guerra enfangada en el sinsentido de la historia, casi casi una guerra afuera de la historia. Las islas, finalmente, se fueron convirtiendo en un espacio mental, ligado a la historia íntima.

Los libros acerca/alrededor de Malvinas tienen el incómodo buen gusto de volver a un “episodio” que ofende nuestras ansias de racionalidad y a exponerse una y otra vez a la pregunta solapada de ¿para qué volver a hablar de eso? Y, quizá, una de las respuestas sea que dos por tres alguien siente la necesidad de atravesar ese páramo, de sentir el aire helado, de palpar cómo es la nieve fuera del televisor.

Quizás las islas sean nuestro verdadero desierto, la zona a atravesar, la zona de no retorno donde los chicos se quedaron cautivos para siempre. En un cantito popular de la apertura democrática, un verso preguntaba “¿qué pasó con las Malvinas?”. Es la manera de formular un enigma al que la literatura (en sentido amplio y poroso, se dijo) se asomó con melancolía o abierto desenfado.

Tan lejana, tan utópica, tan diferente de las Malvinas reales de los kelpers, nuestra idea de Malvinas es algo más profundo, más vertical. Hay una parte nuestra que se quedó ahí: son el fragmento de desierto que llevamos dentro y que se expresa como la nostalgia de unas islas que no hemos de olvidar ni supimos conseguir.

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