Dom 02.07.2006
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Los libros de la memoria

› Por Mariana Enriquez

En 1977, el crítico y novelista Serge Dubrouvsky acuñó el término “autoficción” para definir el género de su libro Fils. Como la autobiografía, la autoficción está fundada en la identidad del autor, que en ocasiones aparece como el narrador –aunque muchas veces usa la tercera persona– y el personaje principal. Pero se reclama también ficción, ya que abarca o permite hechos ficticios y nombres inventados. O como lo explica Leonor Arfuch en su artículo “Cronotopías de la intimidad”: “La autoficción, que aparece como nueva categoría editorial, juega a ser o no ser verdadero relato del yo, aunque conserve la referencia al nombre propio, o bien toma la forma de una novela aunque indague de cerca en la propia geografía”. La línea, como se ve, es tenue; pero en los últimos veinte años la literatura francesa y francófona produjo autoficción a destajo, aunque muchos de los escritores rechacen el casillero. En cualquier caso, el mercado literario ofrece estos relatos como autoficción, y con razón, porque venden hasta la locura. Hay varios casos paradigmáticos. Uno de los más famosos es el de la joven escritora belga –nacida en Tokio– Amelia Nothomb: célebre por su personaje de chica excéntrica –vive casi como una reclusa en Bruselas y escribe exclusivamente a mano–, muchas de sus novelas cortas “ficcionalizan” episodios autobiográficos, como Estupor y temblores (1999), que la encuentra humillada y enloquecida cuando trabaja para una empresa corporativa japonesa; Biografía del hambre (2004) cubre su vida desde la infancia a la adolescencia; en El sabotaje amoroso (1993) tiene siete años, vive en China, con sus padres diplomáticos, y se enamora de otra niña, y La metafísica de los tubos (2000) es una suerte de automitología sobre sus primeros tres años de vida en Japón. Todos sus libros fueron éxitos de venta: Estupor y temblores vendió casi medio millón de ejemplares.

También son un gran éxito los libros de Christine Angot, francesa, que en El incesto (1999), por ejemplo, relata el abuso sexual a la que la sometió su padre, además de sus experiencias homosexuales. Angot usa nombres propios, y explica: “Reconozco que lo que hago es difícil para quienes me rodean, para mi ex marido, mi hija. Reconozco que es una agresión por mi parte, que provoca sufrimiento. Pero si el libro necesita que use nombres verdaderos, si eso lo va a hacer mejor, opto siempre por el libro”. Justine Lévy es un caso distinto, porque su producción roza la obsesión por la vida privada de las celebridades: hija del filósofo Bernard Henri-Lévy, publicó The rendez-vous en 1994, parte biografía parte ficción sobre la difícil relación con su madre, una ex modelo bisexual y adicta. Auténtico suceso de escándalo, sólo fue superado por Rien de grave publicado en 2004. Y cómo no: allí Justine describía su matrimonio con Raphaël Enthoven, también filósofo, hijo del mejor amigo de su padre, que la abandonó por la modelo y cantautora Carla Bruni. Justine, desesperada, se hizo adicta a las anfetaminas, y luego contó todo en un libro que desplazó al mismísimo Código Da Vinci del primer puesto en las listas de ventas europeas. La lista podría seguir e incluir, aunque de forma más tangencial, a Catherine Millet, la crítica de arte que escribió su “biografía erótica” en La vida sexual de Catherine M. (2002) y vendió dos millones y medio de ejemplares o las aventuras exóticas de Olivier Rolin (Port Sudan, 1994).

En Estados Unidos y la literatura anglo, un fenómeno similar tiene otro nombre y se llama “memoir”. Gore Vidal escribió el propio en 1995, y definió el subgénero: “un memoir es cómo uno recuerda su propia vida, mientras que la autobiografía es historia; requiere investigación, fechas y chequear los hechos”. Por un lado, existen los escritores que se lanzaron al mundo literario con memoirs, como Dave Eggers, el fundador de la editorial independiente McSweeney’s, que publicó en 2000 A Heartbreaking Work of Staggering Genius (2000), un memoir sobre cómo crió a su hermano menor en San Francisco luego de la repentina muerte de sus padres; fue finalista para el Pulitzer en la categoría de no-ficción. Dos años después publicó su primera novela, You Shall Know Our Velocity. Es parecido el caso de Alice Sebold, que en 1999 publicó Lucky, un memoir sobre la violación que sufrió, su adicción a la heroína y el camino hacia la recuperación; un libro carente de autocompasión, crudo pero al mismo tiempo con mucho humor. En 2002 publicó su primera y excelente novela, Desde mi cielo, la historia de una chica asesinada que, desde las nubes, observa el duelo de su familia y cómo sigue la vida de su asesino. Peter Jackson acaba de comprar los derechos de la novela para lo que será su próxima película. Augusten Burroughs, un escritor y periodista gay especializado en humor, escribió Running With Scissors, sobre su infancia y adolescencia en casa del psiquiatra de su madre, su tutor legal, un excéntrico que incluso le permitió tener una relación con un paciente pedófilo. Hace poco, la verdadera familia –que en el memoir lleva el apellido de Finch– demandó a Burroughs por difamación. Lo que sólo aumentó el éxito de Burroughs. Pero autores más “literarios” también se suben al vagón. Martin Amis lo hizo con Experiencia, donde no sólo describía los dolores de cabeza de ser hijo de Kingsley Amis, sino la desaparición de su prima Lucy en 1973, que fue víctima de un asesino de niños, su relación con Saul Bellow y Christopher Hitchens, y hasta su cirugía dental, de la que muchos críticos se burlaron por considerarla pura vanidad. Y Nick Hornby lo viene haciendo hace años con libros como Alta fidelidad (sobre su obsesión con el rock y sus problemas con las mujeres) o Fiebre en las gradas (sobre su experiencia como hincha de fútbol).

Pero hay también autores consagrados que más bien se inclinan hacia la tan difícil de definir “autoficción”. Los casos más notables, últimamente, son los de Philip Roth y Bret Easton Ellis. En La conjura contra América, Roth imagina unos Estados Unidos gobernados por el fascismo con el imaginario triunfo en los años ’30 de Charles Lindbergh en la carrera presidencial, que lleva al país hacia el Eje. Pero la novela también es la historia de la familia Roth: el narrador se llama Philip y los parientes tienen los mismos nombres que la verdadera familia del escritor. Easton Ellis también se ubicó como protagonista en su nuevo libro, Lunar Park, una novela sobre un escritor que lidia con el fantasma de su padre, con su esposa, sus hijos y los editores; tan autorreferencial que hasta hay un cameo de Patrick Bateman, el protagonista (de ficción) de Psicópata Americano. El protagonista se llama Bret, y el escritor reconoce que, al principio, intentó escribir un memoir. “Pero después se empezaron a mezclar cosas” y decidí hacer una novela con un personaje que fuera yo. Algunas cosas son reales, otras no. Pero me gustó jugar con la percepción que tiene sobre mí la gente.”

Y hasta es posible encontrar ejemplos en Argentina. Leonor Arfuch identifica algunos casos como Lenta biografía (1990) y Los planetas (1999), de Sergio Chejfec, La busca del jardín y El paso tan lento del amor, de Héctor Bianciotti (1996), El común olvido (2002) y Varia imaginación (2003), de Silvia Molloy. Pero si en estos casos se inscribe en una búsqueda literaria experimental, la autoficción también existe como bestseller sin pretensiones: es el caso de Jorge Fernández Díaz, que ya lleva dos libros: Mamá, sobre, obviamente, su madre, y Fernández, sobre un hombre en la crisis de la mediana edad que se encuentra con su novia de la adolescencia, personaje que casualmente se llama como el autor.

Y, por supuesto, existen los famosos casos de Melissa P., la jovencita italiana que hasta se presentó en el living de Susana Giménez después de ser un bestseller sin precedentes en su Italia natal con el diario de su precoz actividad sexual, Cien cepilladas antes de dormir; o Bruna Surfistinha, la ex prostituta brasileña que detalló sus encuentros sexuales y opiniones varias en su blog-diario, material que acabó en el libro El dulce veneno del escorpión (más de 100 mil ejemplares vendidos en Brasil). Quizá sin esta avalancha la autobiografía de Gabriel García Márquez no hubiera tenido un lanzamiento de un millón de ejemplares en español –y un número parecido a escala mundial–; quizá no hubiera sido tamaño éxito. Y cuántos lectores habrán pensado, sólo por el título, que Memorias de mis putas tristes sería una especie de fragmento erótico de la biografía del novelista.

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