› Por María Gainza
Puede que todo este rollo de lo confesional en las artes plásticas haya tenido sus comienzos en 1959 cuando, con Window Water Baby Moving, el videoartista Stan Brakhage filmó el nacimiento de su hijo. O más atrás aún, en 1932, en la pintura donde Frida Kahlo se pintó tras un aborto en su camita del Henry Ford Hospital rodeada de un feto flotante y un hueso pélvico. Pero no fue hasta principios de los ’90 que el arte confesional se convirtió en un fenómeno reconocible.
Tracey Emin no es el tipo de artista que las abuelas aprobarían. Su arte revela cosas sobre su intimidad que a la mayor parte de la gente le daría pudor exponer en público. Sus temas preferidos incluyen su violación, sus dos abortos, sus intentos de suicidio, el tamaño del pene de su novio, sus períodos menstruales y su alcoholismo. Emin recrea el estereotipo del genio autodestructivo, sufriente y oh, tan sensible, y lo explota al dedillo. Es una entrepreneur que usa su status de víctima como capital. Hace unos años abrió una tienda en Londres en donde uno podía comprar sus cartas de la adolescencia. Después montó una carpa en cuyo interior bordó todos los nombres de los chicos con los que alguna vez se había acostado y terminó por autoproclamarse reina de la autorreferencialidad cuando instaló su propia cama en una muestra: las sábanas revueltas, los condones usados, las botellas de vodka vacías, los ceniceros repletos. Se la ha acusado de cínica, de manipular los niveles más bajos de voyeurismo del público. Mirar su obra es similar a mirar una de las pataletas confesionales y químicas de Courtney Love en MTV.
Y sin embargo, mucho de este tipo de arte que Tracey Emin parece presidir termina siendo curiosamente impersonal y blando, casi intercambiable con la confesión de cualquier otra persona. Como si, al final, el ojo solamente pudiera ver las convenciones de la autobiografía y lo personal rápidamente perdiera personalidad. Además, en una sociedad tan fascinada con la cultura autobiográfica, gran parte del arte confesional desafía la crítica al proponerle al público un chantaje emocional.
Pero hay excepciones. En la Argentina, hace dos años, Eva Grinstein curó una muestra en el Malba llamada Superyó donde lo autobiográfico era piedra de toque. La vida de cada artista era la materia prima para la construcción de un discurso artístico, pero también para una autoinvención. Ahí, Martín Sastre mostró un video pop que recorría su vida desde Uruguay, su humilde país natal, a las cimas heladas del mundillo del arte internacional. Ahí también Tamara Stuby presentó una serie de gráficos estadísticos donde pasaba revista a un año de su vida mientras sometía la introspección a una auditoría fría y calculadora. Miguel Rotschild mostró una fotonovela donde registraba su desesperación por insertarse dentro de la célebre familia Rotschild de banqueros. El artista, según la fotonovela, un pintor mediocre en busca de éxito, llegaba a las puertas de un castillo europeo a reclamar su herencia.
Y después estaba –y sigue estando y estará– el gran Guillermo Iuso: el artista porteño autorreferencial por excelencia. La obra de Iuso es un registro autobiográfico representado por medio de listas, cuadros de doble entrada y diagramas hechos con marcadores Sylvapen. Parece una agenda adolescente con rayas torcidas, tachaduras y desprolijidades, y donde todo, sus novias, sus deudas, sus experiencias sexuales, sus adicciones, cuántos goles les metió a los pataduras de sus amigos del mundo artístico, cuánto se fue achicando su ingreso mensual a lo largo de los años, cuántas veces se masturbó, quiénes fueron sus novias y cómo lo satisficieron, se registran como en una cuenta de almacenero. El de Iuso es un arte que abreva en las inseguridades del artista, en las miserias del yo, y a la vez es una imagen de la época. Pero lo brillante de su obra es la manera en que parece entender que las experiencias pasadas no son provisionales, ni finales, sino que mientras forman el arte que las describe, ellas también son modificadas en el proceso.
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