› Por Emilio de Ipola
A veces pienso que escribo sobre el querido Portantiero para sentir que hago algo que le concierne, para que “me dé trabajo” y, con ello, para mantener viva una relación que pude creer imperecedera. Sin embargo, cuando percibo la asimetría de mi intento, retorna inexorable la paciente tristeza, intacta tras el oasis de mis frases, de las palabras que trato de no reiterar, sencillas o barrocas, sobrias o apenadas, elaboradas o espontáneas.
Pero hace pocos días me tocó compartir con otros dos experiencias que tuvieron la inmensa virtud de reconfortarme (a mí y a todos los que participaron de ellas). La primera fue en ocasión de un homenaje al Negro, auspiciado por el Ministerio de Educación de la Nación. En él, tuve ocasión de escuchar otras voces, luego de una corta introducción que estuvo a mi cargo. Primero, una emotiva y hermosa semblanza de Juan Carlos (y una historia de su amistad con él) que pronunció Pablo Gerchunoff y, luego, a instancias de Daniel Filmus, la palabra de muchos amigos presentes en la ceremonia. Palabras a veces profundas (recuerdo entre otras las de su amigo y coautor Miguel Murmis), palabras siempre conmovedoras, palabras sin estridencias ni excesos: atinadas. Expresiones del dolor, del recuerdo, de la admiración por la obra y la vida de Portantiero. Pero sobre todo palabras sosegadas, medidas, justas. La segunda tuvo lugar en el Club de Cultura Socialista y fue una suerte de prolongación de la primera. Se escucharon otras voces, quizá menos elaboradas, pero más cercanas, más familiares, a veces más “sueltas”, tanto en la sonrisa como en el llanto, tanto en la anécdota risueña como en el recuerdo dolido. En ambos casos sentí la gravitación de las voces y los sentimientos de esas presencias amigas que, junto conmigo, íbamos adquiriendo la penosa sabiduría de aceptar el dolor, de asumir sin vueltas la pena, no para alejarla, sino para poner a prueba nuestra fortaleza, para comprobar que, aun con ella, podíamos hablar del Negro.
Pensé entonces en esa fuerza tranquila y convincente que emanaba de las intervenciones de Juan Carlos Portantiero en todos los foros; en ese tono respetuoso y a la vez firme, carente de esas ambigüedades donde solían refugiarse sus ya desarmados contradictores, y que traducía tanto en su palabra siempre transparente como en su obra.
Me digo con tenaz constancia que el dolor por el amigo que ya no veremos en el encuentro cotidiano no debe hacernos olvidar que también se fue un sociólogo y un politólogo de primer nivel, y también un intelectual comprometido en toda empresa política que juzgara digna de ser acompañada si coincidía con sus ideales de justicia, igualdad y libertad. Su opción de vida fundamental lo llevó en toda ocasión a dejarse capturar por los requerimientos del presente político, a embarcarse en decenas de proyectos de todo tipo, a condición de que fueran en la dirección en la que siempre inscribió su acción: la búsqueda de caminos que nos acercaran a una sociedad más justa, más igualitaria y más libre.
Quisiera alguna vez hacer la historia de ese doble compromiso que asumió alguna vez, quizá sin ser consciente de ello, Juan Carlos Portantiero: el compromiso intelectual de adquirir y forjar las herramientas para mirar de frente, sin triunfalismo pero también sin autoengaños ni obligado pesimismo, la realidad política presente y el compromiso político de poner a disposición su capital intelectual y su vida toda al servicio de cualquier iniciativa que se orientara hacia aquello que consideraba justo, realizable y digno de apoyo.
Que fue fiel a la promesa inscripta en ese compromiso lo prueban los grandes jalones que marcaron su vida: desde joven, la militancia en el PC; luego la experiencia de Pasado y Presente, la salida del PC y la búsqueda con Pancho Aricó de otras alternativas, la labor periodística, la fundación y dirección de revistas como Controversia y La ciudad futura y sus colaboraciones en ellas y en muchas otras. Su rol protagónico en el Grupo de Discusión Socialista en México. Y, luego, ya de vuelta en Buenos Aires, su participación en el grupo Esmeralda, en apoyo del proyecto democrático del Dr. Alfonsín; más tarde, su elección y reelección como decano de la Facultad de Ciencias Sociales; la fundación con Pancho Aricó y otros del Club de Cultura Socialista en 1984, del que fue más de una vez presidente y activo animador; en fin, su amplia obra escrita en la que sobresalen títulos como los ya clásicos Estudios sobre los orígenes del peronismo, en colaboración con Miguel Murmis, el minucioso análisis “Los usos de Gramsci”, el libro La producción de un orden. Ensayos sobre la democracia entre el Estado y la sociedad, los textos publicados en La ciudad futura y en otras revistas y compilados en el libro El tiempo de la política, en fin, la valiente reivindicación de la dimensión liberal de la democracia, en una época que parece preferir los nacionalismos y los populismos de variado cuño y que se tradujo en su estudio sobre Juan B. Justo y en su excelente y justo homenaje a Norberto Bobbio. Portantiero sabía que la igualdad y la libertad eran las dos caras de una misma moneda y lo explicaba con razones luminosas. Hay muchos a quienes esa luz parece hacerles mal.
En las dos reuniones antes mencionadas, apelando a esa suerte de ilusión imposible, pero también legítima, que suele aparecer en los momentos irreparables de dolor y desesperanza, sentí que la tranquila lucidez con que solía hablarnos el Negro había inspirado o, simplemente, contagiado a los oradores. De esas intervenciones de gentes iguales y libres, tanto en el Ministerio de Educación como en el Club, todos salimos reconfortados. Tristes también, por supuesto, pero con una tristeza más sabia y más apaciguada que en anteriores ocasiones.
Si el espíritu del querido Negro Porta pasó por ahí, y nos ayudó a hablar, debe haberse ido contento.
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