› Por José Pablo Feinmann
Hay algo (y no sólo yo opino esto) que traiciona el fenomenal trabajo de Minnelli en Cabaret. Ella tiene que ser Sally Bowles. Sally es una perdedora del principio al fin de la película. Pero –en ese mismo orden– nosotros vemos a Minnelli irse transformando, ante nuestros deslumbrados espíritus, en una estrella arrasadora. Uno se dice: "Guau, esta chica mata. Se va a ganar un Oscar y una carrera indetenible". ¿Cómo puede ocurrirnos eso si Minnelli tiene que ser Sally Bowles, darnos tristeza, piedad por su destino errático, prostibulario, que acaso termine en alguna batahola de nazis borrachos? Todo eso ocurrió. Pero sólo en parte.
Liza –que ya tiene sesenta y un años, que uno la mira y ya no dice ¡guau!, sino: "mirá, es un milagro que se mantenga en pie"– carga sobre sí la peor de las sombras. La de su madre. Pero no porque sea su madre. No porque haya sido una cantante hiperexitosa, una icono del cine, alguien para sofocar a cualquiera que se proponga prolongarla. Sino porque Judy era una enferma, una neurótica grave, porque en la Metro la llenaron de anfetaminas para que adelgazara, porque Louis B. Mayer la atormentó, porque se refugió, como tantos, en el alcohol, en las drogas y arrastró su miseria y hay una grabación en que se la oye decir en off: "¡Al otro lado del arco iris! Nunca estuve al otro lado del arco iris. ¡Over the rainbow! Ahí pueden estar los pájaros, nunca pude estar yo". Y remata con una voz grave, ronca, herida por el alcohol: "¿Y qué? ¿Por qué tendría que estar ahí?".
Liza carga sobre sí el derrumbe emocional de su madre. Se gana un Oscar por Cabaret. Y se acabó, señores. Ganó tres Tony Awards, pero fueron inercias de Cabaret. Se transformó en un icono gay. La imitaron patéticos clowns de todo el mundo. Hizo una película dirigida por su padre, la otra sombra "monstruosa" en su vida, el talentoso o genial Vincente Minnelli, y la película fue la peor de los dos. No funcionaban juntos. Hizo New York, New York con De Niro y dirigida por Scorsese, y nada. Y, para colmo, hizo ¡Arthur! Una astracanada imposible con el imposible Dudley Moore, que sólo muriéndose mal nos provocó algo, pero fue pena y no admiración. Hasta el gran John Gielgud era su propia caricatura en Arthur, un millonario que andaba alcoholizado todo el tiempo, lo que permitía una larga sobreactuación de Moore que era, ¿cómo decirlo?, in-to-le-ra-ble. Ella estaba ahí. Y también estuvo en Arthur II. Porque, créase o no, hubo un Arthur II. Cantó siempre que estuvo bien, porque no siempre lo estuvo. Para hacer honor a su madre, para no ser menos que ella o acaso ser más tuvo su propio infierno de drogas y alcohol. Salió de eso. La vi un día, por la tele, por casualidad, en un show del crepúsculo, con dos grandes que se estaban por ir: Sinatra y Sammy Davis. Jugueteó con ellos y fue un placer verlos.
Caso curioso el de Liza. Tuvo la plenitud al revés. La tuvo al principio. Empezó haciendo algo que jamás superaría. Llegó a la cima como un rayo. Pero todos sabemos que de la cima sólo puede irse hacia abajo. Le pasó a Orson Welles: jamás superó El ciudadano. Liza fue moldeada por su madre, su padre y por Bob Fosse. Luego la abandonaron. Y sola no supo mucho qué hacer con su vida. Canta muy bien. No tanto como Judy porque se empeña en gritar más que su madre, que inauguró el ciclo de las gritonas. No tuvo el ritmo y la creatividad de Anita O'Day ni la sabiduría de Ella Fitzgerald. Pero su versión de "Maybe this time" permanecerá.
Ahora estará entre nosotros. Ojalá todo le salga bien. Uno la quiere. Al fin y al cabo, el mundo está lleno de personajes infatuados, de pedantes irredentos, y hasta de estafadores del arte y del limpio candor de los otros. Y no hicieron Cabaret. Ella sí. Y no sólo eso: tiene el nombre de una poderosa canción de Gershwin: "Liza". Que empieza diciendo: "Liza, Liza, las estrellas están tristes". Estaba escrita –desde el pasado– en su honor.
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