› Por María Moreno
Liza Minnelli es la bataclana culta que logró salir de la línea de coro al cabaret vienés, donde los pelados de la primera fila tienen la obligación de conocer el politischer humor, la bisexualidad y a Christopher Isherwood. Ella es la última de la serie de piernas cubiertas por el seguro –desde Mistinguette hasta Zizi Jeanmaire–, cuyo rostro no especialmente bello permite a la platea masculina olvidarse de la zona más espiritualizada del cuerpo para concentrarse en la libra de carne cuyas hazañas coreográficas calientan con la fantasía de su probable rendimiento en la alcoba. Pero sobre todo encarna el mito misógino de la sobreviviente del Holocausto de tener esa madre.
Los aforismos de poster provistos por el psicoanálisis llegan bien lejos sin necesidad de pasar por los afiches. Freud acuñó uno que sonaba menos redondo que "la mujer no existe" y donde afirmaba que el vínculo entre la madre y su hijo varón es el menos ambivalente. Ser, en cambio, nacida de mujer sin pasar por el peaje del padre o pasando con fórcep, quedar atascada en el pre-Edipo como una mula entre dos peñascos puede convertir en despojo simbólico, Baby Jane o la criatura que aullaba de miedo ante la cámara-carne de casting ofrecida por la madre interpretada por Anna Magnani en Bellísima o en gorda envenenada, psicologista y estrábica como la hija (Liv Ullmann) de Sonata de otoño de Bergman. María Riva y Cristina Crawford, a través de las biografías no autorizadas, le han sacado el jugo financiero a la vulgata psicoanalítica, logrando versiones bizarras de Lady Macbeth con Marlene Dietrich y Joan Crawford, y aprovechando su lugar de testigos bajo el mismo techo y sin ningún pudor ante el sufrimiento, la enfermedad y la decadencia; de hecho sus madres no sólo no las han matado sino que les han dado de vivir. Liza Minnelli ha sido más parca, pero sin ahorrar el detalle de la jeringa usada, flagrante en el botiquín del baño, y de haber tolerado en su infancia que, durante los revivals televisivos, su madre apareciera, cuando ya tenía edad de afeitarse las piernas y usar toallitas higiénicas, con trencitas y delantal trinando entre un robot y un espantapájaros en una tópica comedia musical, es decir ocupando el lugar de niña de las niñas. Y el público sigue la vida de Liza con la carta de navegación de la de su madre, aburriéndose en los períodos de rehabilitación, comiéndose las uñas durante las recaídas alcohólicas, siempre a la espera del final a lo Marilyn (que, de paso, era huérfana; por eso su imagen corre para otro mito), festejándole las repeticiones porque hacen sentir joven, incluido un cover de "Over the Rainbow". Simone Signoret, más pragmática, un poco comunista, en cambio, fue bien clara con su hija Catherine y le repitió hasta el cansancio: "Yo no sacrifiqué nada por ti", regalándole el axioma de su voluntad de felicidad, una egoística liberadora, ni mandato, ni demanda.
Liza Minnelli ha tenido que luchar para limar el doble filo de su ventaja (ser hija de célebres), usar a favor lo que el mito hace que se lea en clave familiar, pero la sombra de Judy Garland no le ha ahorrado hacerse mayor y dar sus pruebas sola ante el paso del tiempo como merma o dominio, la repetición de la fórmula o la vuelta de tuerca, lo menguado de la novedad o el cambio de piel, entre lo que se arriesga en este momento actuando en el país de las madres con mayúscula y de los psicoanalistas en mismo número que los pacientes.
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