24/12, DE SERGIO ROSARIOS
› Por Alan Pauls
¿Qué es 24/12? ¿Un panfleto anticristiano? ¿Un ensayo sobre la mercantilización del mito navideño? ¿Una polaroid del lado oscuro de una noche universal? ¿Un tropel de exabruptos personales vomitados por un ex niño que (¡a los 45 años!) sigue viendo en Santa Claus a un rubicundo depravado que sólo busca manosear párvulos? Es lo que el crítico se pregunta de entrada, antes incluso de preguntarse si es buena, si es mala, si es un avance en la carrera de Sergio Rosarios o un retroceso, si merece tres estrellas y media o ninguna. Por lo pronto –procedamos con cautela– parece un documental: todas las cosas que se hacen y dicen en el film dan la impresión de haber sucedido alguna vez en alguna realidad. El frenesí consumista, el descarado merchandising de la cristiandad, los desastres de la pirotecnia, la ciudad convertida primero en un caos y luego en un gigantesco basural: ya hemos visto antes esas imágenes, y probablemente nos negaríamos a verlas de nuevo si no fuera por un pequeño detalle: Sergio Rosarios. Fiel al género que dice haber inventado –el autodocumental–, la cara albina, los ojos sampaku y el andar escoliósico de Rosarios están presentes en todos y cada uno de los planos de la película. Es su voz aflautada la que enumera en off las mil y una obras de bien que podrían emprenderse con el diez por ciento de “la masa de dinero despilfarrada en nombre de la puta Navidad”. Como Dios –o como ese curioso personaje que su cámara, siempre jadeante y siempre ubicua, descubre en un pueblito de Santa Fe, un preso que para pagar más rápido su deuda con la sociedad (estafa, robo a mano armada, falsificación de documento público, contrabando) hace de Papá Noel y visita como tal todas las casas de la localidad–, Rosarios está en todas partes, a veces en primer plano, como cuando vocifera frente a un vivero de árboles de Navidad de plástico, a veces en un rincón oscuro del plano, agazapado como la firma del pintor en un cuadro, como cuando pasa con falso aire casual, de sombrero y anteojos oscuros, por detrás del cartonero cuya Nochebuena triste, a la intemperie y sin regalos, nos enrostra para concientizarnos. No, Rosarios no es un testigo ante el cual suceden las cosas; es un instigador, un activista, alguien que con su presencia hace que las cosas se pongan a suceder. Sin solución de continuidad, de Santa Fe, donde acompaña al delincuente en su ronda navideña, lo vemos ir raudo hasta el Borda, donde entrevista –es un decir– a una especie de Daniel Pablo Schreber con tonada cordobesa que jura haber sido sodomizado por Papá Noel y esperar desde hace años un hijo de él; del Borda va hasta la morgue del Hospital de Clínicas, donde un forense muestra a cámara los restos irreconocibles de la bacanal (“nueces, pavo relleno, carozos de cereza”, pormenoriza el profesional) que va pescando en el estómago de un muerto por indigestión; de la morgue del Clínicas pasa al consultorio de un dermatólogo, donde un infeliz que la última semana se ha pasado veinte horas diarias disfrazado de Santa Claus en el Alto Palermo expone ante un puñado de especialistas atónitos las erupciones, el eccema, casi la lepra que le han hecho brotar el nylon del traje rojo y la barba postiza. La pregunta es: ¿justifica la Navidad tanto desvelo? ¿No debería Rosarios invertir su energía en causas más dignas, el Riachuelo, por ejemplo, o la epidemia de paco en los suburbios? Sabemos qué contestaría el cineasta. Lo contesta, de hecho, en la película. “La dominación está en la pavada”, dice en un momento mientras filma en secreto una fábrica de turrones. Como ya sucedía en algunas de sus películas anteriores (Amarillo, dedicada a los post-it, o Aparatos, que veía en el boom de la ortodoncia un complot planetario), quizás el encanto de 24/12 resida precisamente ahí, en la majestuosa desproporción entre el furor abolicionista de Rosarios y la indiferencia que nos suscita su objeto.
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