LA NAVIDAD SEGúN GONZáLEZ IñáRRITU, MEL GIBSON Y ROB REINER
› Por Mariano Kairuz
El fantasma de las navidades presentes en Hollywood es uno cínico y posmoderno. La avalancha de estrenos con la que los estudios han decidido regresar a las fiestas “del nacimiento” –un tema que tenían muy abandonado en manos de comedietas menores con Tim Allen– ha sido adoptada por un puñado de cineastas serios y adultos. Quizá demasiado serios y adultos, y con una agenda cargada y a punto de dispararse. Veamos.
Por un lado tenemos El Niño, nuevo opus de Alejandro González Iñárritu que, ya despegado de su guionista de siempre, Guillermo Arriaga, intenta mantener por la fuerza el esquema coral y de desfases temporales sobre el que armaron todas sus películas. El Niño transcurre a lo largo de un solo día, el 24 de diciembre, en seis ciudades distintas; pero para dar una idea del tipo de abyección del que estamos hablando alcance con contar que aunque cada una de las historias tiene su propia María, una de ellas es central: la María humilde y en problemas del DF mexicano que, embarazada, virgen e incapaz de pensar en un milagro, recorre la ciudad en busca de un médico que le haga un aborto. No es exactamente un cuento de Navidad sino una alegoría “horrorizada”, como podrán imaginarse quienes hayan visto los films anteriores del director.
Como si buscara competir en aberraciones pero con una clara intención narrativa ausente en El Niño, Mel Gibson entrega con Evangelipto su, por así decirlo, Episodio 1 de La Pasión. Ya nadie le llamará la atención por volver a filmar en arameo ni mucho menos lo interrogarán por su críptico título, pero este relato descarnado en que el embarazo de María es producto de una violación múltiple (los violadores, adivinen qué: no son precisamente soldados romanos) y el nacimiento de Cristo es narrado a la par de la llegada del Anticristo, le ha costado a Mad Mel que la crítica norteamericana le saliera a la carga con artillería pesada, acusándolo de practicar más porno-tortura, de regodearse innecesariamente en la exposición de actos violentos y vengativos. Acosado por la prensa a la entrada de su avant première, Gibson, que no está tan loco como muchos quieren creer, contestó con calma: “¿Me acusan de fascista? Fascistas son los que se empeñan en negar que la Historia de nuestra civilización se ha escrito con sangre”. Epa, Mel.
Un poco por clemencia y otro poco porque no es para nada interesante, pasaremos de largo Nubes sobre el paraíso, la pretenciosa ñoñez dirigida por Paul Haggis (Vidas cruzadas) y protagonizada por Sean Penn como un esforzado candidato “del Tercer Partido” que busca llevar la Navidad a los niños iraquíes (aunque el 95 por ciento de la población sea musulmana) y se encuentra con que el fuego no cesa siquiera durante la noche de paz, noche de amor. Porque el estreno de estas Navidades que de verdad importa, la única verdadera prueba de fuego que ha enfrentado Hollywood en lo que va del siglo XXI, es la anticipada remake de Qué bello es vivir, un acto temerario de esos que, cualquiera creería, ya no había productores capaces de emprender.
Hay que decir que, a pesar de sus tropiezos a lo largo de la última década, el director Rob Reiner era claramente el hombre para este trabajo. ¿Quién más era capaz de volver a ver y entender el Hollywood clásico con una mirada esperanzada para contar la historia del triunfo de George Bailey, el hombre que salvó al pueblo de Bedford Falls de la miseria? Y la pareja protagónica también pareció ser la única posible: Tom Hanks, porque es nuestro Jimmy Stewart, y la gélida Nicole Kidman, porque Meg Ryan cotiza en baja hace tiempo. Era de todos modos una apuesta incendiaria y así lo comprobaron cuando pusieron manos a la obra Andrew Adamson y Anne Peacock, equívocamente convocados por su experiencia en el “cine católico” con Las crónicas de Narnia, y tan solo las cabezas visibles de un equipo de cerca de treinta guionistas desorientados. ¿Cómo rediseñar para el 2007 la idea de una comunidad en la que todos sus miembros se sienten orgullosos de formar parte? ¿Qué tipo de entidad financiera moderna tomaría el lugar de la generosa empresita de préstamos hipotecarios de George Bailey? Sin ánimos de arruinarle la película a quien no la haya visto y después de leer estas líneas todavía pretenda hacerlo, es necesario contar parte de su argumento para dar una idea del tipo de operación del que estamos hablando acá. El Sr. Potter (el Scrooge irredimible que antes hacía Lionel Barrymore y ahora interpreta Jack Nicholson) ya no intenta comprar la totalidad del pueblo habitante por habitante, sino que diseña una estrategia más brutal y efectiva para bajarle el precio de un solo golpe: mudar a México las fábricas que mantiene en las afueras de la ciudad y que le dan trabajo a más de la mitad de las familias. En unos pocos años, Bedford queda casi despoblado y los habitantes que aún permanecen allí están en quiebra.
Y eso, en rigor, no es nada. Los verdaderos problemas llegan en lo que antes era la media hora final y ahora se prolonga por 50 minutos. Ante la imposibilidad de generar un “accidente”, un mcguffin argumental equivalente al que en la primera película llevaba al protagonista a pensar en quitarse la vida (la pérdida de ocho mil dólares en efectivo), acá la historia da un giro brusco por el que Bailey termina por transformarse en otro Sr. Potter. Adamson y compañía se las ingenian de todas maneras para incorporar al ángel de la guarda en la historia, pero lo que importa es que el triunfo de Bailey sobre Potter es tan sólo el triunfo de un déspota apenas moderado sobre otro despiadado. De –y la analogía queda groseramente explicitada en la película– demócratas sobre republicanos.
Y entonces la versión de Reiner nos recuerda mucho menos al espíritu de Sintonía de amor (de Nora Ephron) que al siguiente encuentro Hanks-Ryan, Tienes un e-mail, remake de El bazar de las sorpresas para los años ’90, en la que ella (la dueña de una pequeña librería de atención personalizada) se queda al final con él (el representante de la gran corporación con su librería-supermercado) a pesar de que él se la ha engullido. Un happy ending inadvertidamente trágico que consistía menos en una unión de pareja que una absorción empresarial. Como en aquella oscurísima resolución, aquí Bailey se cansa de batallar contra el sistema y se deja ganar porque, si bien (al igual que en la Qué bello es vivir original) muere y renace en Nochebuena, ni aun así cree en milagros navideños.
Lejos de las guarradas de ánimos provocativos de Iñárritu, Gibson o Haggis, ésta es la peor de las películas navideñas posible. No exhibe ninguna conciencia de lo que hace. Ni siquiera la alienta un impulso anarquista ni predica la inexistencia de Dios. Es simplemente una película que confunde cinismo con realismo porque no tiene ningún tipo de fe: ni en los ángeles, ni en sí misma, ni en sus espectadores. Infelices navidades para todos, les desea California.
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